‘La bohéme’ regresa al Real y evoca, sin querer, la tragedia de la pandemia
‘La bohéme’ es un magnífico poema operístico en cuatro actos que cuenta la destrucción de la felicidad y de la inocencia. La aparición inesperada e implacable de la muerte entre un grupo de jóvenes y despreocupados artistas bohemios en el París del siglo XIX evocó, sin quererlo, en el Teatro Real la tragedia de la pandemia que continúa en plena sexta ola. La soprano albanesa Ermonela Jaho y el tenor estadounidense Michael Fabiano lideraron ayer el exitoso estreno del regreso de la ópera más popular de Puccini al coliseo madrileño
La bohéme de Puccini es una obra extraordinaria y cala tan hondo en el alma del espectador que resulta una especie de seguro para los directores artísticos y programadores de todo el mundo. “La bohéme llena allí donde se represente. Da igual en qué parte del mundo sea; los teatros se abarrotan. La música de Puccini tiene algo mágico. Da igual el número de veces que la hayas escuchado, las producciones o versiones que hayas visto. Puccini posee algo misterioso que logra emocionarnos hasta las lágrimas. Esta obra está milimétricamente estudiada para primero enamorarte y luego romperte el corazón en mil pedazos. Habla de la verdad y de nuestras miserias. Juro que a veces, dirigiendo esta partitura, pienso que me voy a desmayar. Es una música que llega a la profundidad del alma”. Son palabras de Nicola Luisotti, director musical de esta nueva bohéme que regresa al Teatro Real –de forma muy oportuna– por Navidad.
Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, ha optado por repetir la producción del británico Richard Jones que ya pudimos ver en Madrid en la navidad de 2017. Una producción que vino a sustituir a la muy ortodoxa propuesta de Giancarlo del Mónaco que se representó 60 veces desde su estreno en diciembre de 1998, un año después de la reapertura del Real. Esta nueva bohéme de Jones se realizó en coproducción con la Royal Opera House de Londres y la Lyric Opera de Chicago. Tres grandes teatros han renovado así uno de los títulos más sagrados con el beneplácito del público y de la crítica.
Cuando Puccini compuso La bohéme –esa obra basada en la novela por entregas Escenas de la vida bohemia que el escritor Henry Mürger publicó durante cinco años en el periódico El Corsario– no había visto nunca París y, sin embargo, consiguió dibujar una estampa musical que al espectador le resulta a la vez verdadera y familiar. Cuenta Ernst Krause en su casi obligatoria biografía Puccini. La historia de un éxito mundial que el París del compositor de Lucca “vive de color y de gracia, de momentos poéticos y de encanto. En esto se asemeja mucho a la pintura de Manet y de Toulouse-Lautrec. Pero no son imágenes vividas de la capital del siglo XIX, sino imágenes escogidas, una gran diferencia”. Krause trae esto a colación para explicarnos el carácter impresionista de la ópera de Puccini, “diametralmente opuesto al verismo”. Una opinión que parece informar también la propuesta escénica de Richard Jones.
Sobre el escenario vemos una ciudad evidentemente protagonista, pero dibujada con unos elementos que al espectador se le presentan premeditadamente como teatrales. Jones deja espacio al París cromático y efectivo de Puccini enseñándonos una y otra vez el artificio. La buhardilla es casi un esqueleto enmarcado en un fondo negro, como si fuese tan solo la representación mental de ese espacio. Los cambios escenográficos se realizan sistemáticamente a la vista del público. La suntuosidad que el espectador demanda para el segundo acto está ahí, sin duda. Vemos entrar las galerías comerciales y el bullicio de la calle y cómo estas se transforman en el restaurante Momus de una forma un tanto cinematográfica. Los elementos se van apilando en los extremos de la escena como se acumularían los pinceles y tubos de pintura en el estudio de un pintor. Debussy, escéptico ante La bohéme pucciniana, dijo una vez ante Manuel de Falla: «No conozco a nadie que hubiera podido describir mejor el París de aquella época”. Así que, Jones sabe que esa parte del trabajo la tiene hecha de una manera insuperable. Sin embargo, es muy de elogiar el trabajo del director de actores precisamente en la escena cómica de Musetta y Marcello en Momus frente a todos sus amigos. Es divertida, picante y de gran lucimiento respetando la música al 100%.
En el escalofriante y arrollador tercer acto en la barrera d’Enfer, Jones vuelve a mostrarse como un excelente cómplice de Puccini. Tras la algarabía de la Nochebuena festiva del segundo acto, llega la calma dolorosa, ese silencio inquietante de la nieve, la enfermedad que asoma, febrero y el crudo final del invierno, la soledad, los celos y las confesiones. Asistimos al dolor de Mimí y Rodolfo por un amor arrollador pero imposible que claudica, contado a través de una música que golpea una y otra vez al espectador con la persistencia y la melancolía del mar. Y Puccini nos lo sobrepone como si fuera un papel cebolla con el arrebato explosivo de la relación entre Marcello y Musetta en un cuarteto espectacular y hermosísimo. El escenógrafo opta por otorgar toda la potencia dramática a sus actores cantantes. El escenario prácticamente desnudo, salvo por el pequeño y humilde edificio de la hostería, incide en la desolación de la música de Puccini y en las turbulencias del amor antagonista de ambas parejas. Todo mientras la construcción se mueve, ella sola, trazando una diagonal que no es otra cosa que una metáfora del inexorable paso del tiempo.
En La bohéme es tan importante el poder evocador y sentimental de la música como lo que ocurre en escena y cómo ocurre. Los personajes, la inocencia, el drama y, sobre todo, la poesía. Giuseppe Giacosa y Luigi Illica tardaron más de dos años en escribir el libreto en el que el propio Puccini metía mano sistemáticamente minando en ocasiones la paciencia de los dos escritores. Pero despacharon una obra redonda y coral que favorecía de forma impresionante la pasión absoluta del compositor por el lirismo. Una obra que más allá de la unidad de texto y música permitió a Puccini utilizar los leitmotiv musicales no como un arma psicológica, sino más bien sentimental. Es como soñar hacia atrás. ¿Qué es ese trágico cuarto acto sino una devastadora construcción a base de recuerdos líricos de lo ya escuchado en los tres anteriores?
La soprano Ermonela Jaho y el tenor estadounidense Michael Fabiano han dado vida a los roles protagonistas: la modistilla Mimí y el poeta Rodolfo. Tal y como ya explicó en rueda de prensa la cantante albanesa, este primer elenco ha trabajado a favor de la salud del grupo, evitando actitudes de divismo que tanto daño han hecho a otras producciones de esta ópera. Jaho ya cosechó un triunfo arrollador en el Real en 2017 con otro personaje de Puccini, al frente de la Butterfly que dirigía Mario Gas. En este, el París de Richard Jones logra una química espectacular junto al cada día mejor Michael Fabiano. A ella solo se le puede achacar un cierto vibrato un poco acusado en sus graves; de resto, es una soprano capaz de alcanzar unas cotas de emoción altísimas. Ambos aseguraron días atrás que esta era la primera vez que el destino los unía sobre un escenario. Demostraron una complicidad no solo adorable y encantadora, sino musicalmente muy bella. Ambos recibieron ovaciones tras sus arias en el primer acto. En el tercero, Jaho también arrancó aplausos tras el Addio Senza Rancor. Pero, sobre todo, ambos componen un sobrecogedor y emocionantísimo final del cuarto acto.
El barítono estadounidense Lucas Meachem y Ruth Iniesta se encargaron de los papeles del pintor Marcello y la cantante Musetta, y se revelaron como una pareja muy bien engrasada y de lo más interesante. Tanto el Marcello de Meachen como la Musetta de Iniesta fueron de primerísimo nivel. Ambos brillaron con una complicidad maravillosa en el segundo acto aportando a cada uno de sus personajes toda la comicidad y el descaro necesarios. Krysztof Baczyk como el filósofo Colline y Joan Martín-Royo como el músico Schaunard completaron la algo más que eficiente pandilla de artistas bohemios.
Nicola Luisotti demostró su gran conocimiento de esta partitura de fuertes contrastes entre lo sentimental y lo dramático; los tiempos movidos y pausados. Su batuta fue delicada, elástica y enérgica. Las cuerdas resultaron dulces para Mimí y Rodolfo, y el viento impetuoso para Musette. En la escena de Momus brilló la orquesta entera. Todo el segundo acto no habría sido tan espectacular si no fuera porque el Real cuenta con un coro que no hace más que crecer y que siempre está dispuesto no solo a cantar con gusto y técnica, sino también a ponerse en manos de los directores de escena con la profesionalidad de los mejores actores y actrices. Especialmente sensible estuvo el director en el cuarto acto, con la muerte de la modistilla tratada con la penumbra y la calidez de una música de cámara.
En estos tiempos de incertidumbre y pandemia, fue inevitable que toda la obra se tiñese de ese vértigo que nos viene golpeando desde hace dos inviernos. Las muertes inesperadas y fulminantes. La soledad de una tristeza que llegó atropellada y despiadada. No estábamos preparados para perder, una vez más, la poca inocencia que nos quedaba, como le ocurre a ese simpático grupo de amigos en La bohéme. Como tampoco están preparados los corazones sensibles para enfrentarse a La bohéme sin caer una tras otra en las trampas emocionales que magistralmente compuso el maestro Giacomo Puccini.
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