‘La nariz’ convierte el Real en un grotesco y maravilloso cabaret
El Teatro Real estrena con éxito la gamberra, libertina y magnífica producción de ‘La nariz’ de Shostakóvich que firma el director de escena Barrie Kosky. El coliseo madrileño se convierte en un maravilloso cabaret del absurdo, en el que un hombre que pierde su nariz se verá envuelto en una surrealista peripecia hasta recuperarla. Un hombre interpretado magistralmente por el barítono Martin Winkler.
Cuando Shostakóvich decidió poner en marcha su primera ópera, La nariz, tuvo claro en su cabeza que quería ir un paso más allá. Así lo dejó por escrito: “Yo orquesté el texto de Gógol, pero no para producir una sinfonía absoluta o pura, sino una sinfonía teatral”. Aquello no sería una mera partitura de música incidental, sino, más bien, una obra inseparable e indisoluble de su parte teatral. Por eso mismo cogió el cuento homónimo de Gògol y, como es sabido, con 22 años se convirtió en el máximo responsable de su transformación en un libreto de 3 actos y 10 escenas que firmó con otras tres personas de renombrado prestigio en cuestiones dramatúrgicas.
“La música no se divide en números individuales, sino que fluye en una sola corriente sinfónica y no dispone de un sistema de motivos conductores. Cada acto funciona como el movimiento de una sinfonía músico-teatral”, explicó el músico. Es decir que para funcionar, como bien dijo Mark Wigglesworth, director musical de estas funciones que llegan ahora al Teatro Real, es necesario que ese aparente caos musical se incardine en una representación teatral. Y qué mejor director de escena que el genial Barrie Kosky para llevar a cabo esta tarea. Estoy convencido de que el joven Shostakóvich se habría llevado a las mil maravillas con este animal teatral que es Kosky, y le habría entregado la puesta en escena de este cuento absurdo e incisivo de un hombre que se despierta sin su nariz y la persigue por toda la ciudad de San Petersburgo para averiguar que ese apéndice ha logrado un estatus mayor que el suyo, dejándolo sin poder, sin identidad y sin hombría.
Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, señala: “Shostakóvich expresa esta historia delirante de vanidades, paranoias del ego, miedo a la castración, angustia por la mutilación que puede afectar a las perspectivas de ascender socialmente, mediante un código sonoro muy próximo al cabaret: la música abdica de sus poderes lacrimógenos y centra su poder en la sátira, la parodia, la comicidad feroz y corrosiva”. Y ese mensaje, justamente, es el que ha sabido leer a la perfección Barrie Kosky no solo en el texto del libreto, sino también en la música, despachando un espectáculo al que le importa bien poco la corrección política y quien esté o no haciendo sonar sus joyas en el patio de butacas.
La nariz, nada más salir a escena, recién desperezada de un largo sueño, arroja una sonora y rotunda flatulencia. Koliakov, el protagonista, magistralmente interpretado y cantado por el barítono Martin Winkler, e Iván, su ayudante, comparten cama, sueños lúbricos, ronquidos y escupitajos. En su peripecia de la persecución nasal por toda la ciudad, Koliakov se tropezará con bailarinas barbudas, policías borrachos, estudiantes salidos y eunucos guasones. Narices que bailan claqué junto a periodistas preocupados por las noticias falsas y comerciantes sin problema ninguno para soltar chistes racistas y de humor demasiado negro. Un crescendo imposible y caótico.
Koliakov se debate en una trama que le amenaza con perder su posición social, su identidad y su estatus. Es un grosero, una persona despreciable, ventajista, se comporta fatal con las mujeres y, por su puesto, trata de sacar ventaja de su posición preeminente en la sociedad todo lo que puede. Lo importante nunca son los demás, sino él mismo. Y, aun así, Shostakòvich y Barrie Kosky consiguen que sintamos cierta empatía por su sufrimiento.
Esta producción se estrenó en Londres en 2016 e impresiona porque la materia prima más importante de su puesta en escena son los actores, el trabajo actoral. Los elementos escenográficos no son muchos ni muy complicados. No hay grandes efectos ni gigantescos decorados de cartón piedra. Como ya hizo con Saúl de Handel y más tarde con su versión del Candide de Leonard Bernstein en la Komische Oper de Berlín en 2018, a Kosky le bastan esos pocos elementos para crear todo un universo que termina por parecer mucho mayor.
El trabajo de Kosky posee la mágica capacidad de que las evoluciones de sus actores y la escenografía justa e inteligente produzcan en el público un efecto activo. Es capaz de disparar la imaginación del espectador, que termina por enriquecer, gracias a su propia experiencia, cultura y bagaje, lo que ve en el escenario. Kosky tan sólo enciende la cerilla para que aparezcan capas y capas de subtexto, metáforas y mensajes escondidos como por arte de magia. Mención especial en este caso merecen los equipos de caracterización, maquillaje, peluquería y vestuario, sin ninguna duda grandes responsables del éxito de esta producción.
La partitura de La nariz es una composición para una orquesta de cámara con el añadido de 10 percusionistas. Y la percusión está descrita sin tonalidad, solamente con ritmo. Ella es la responsable de la oscuridad y la frialdad de esta obra que intercala con gran sabiduría otros momentos más líricos y emotivos, de los que se encargan las maderas, las cuerdas y el canto, sobre todo del coro que en este montaje desarrolla un trabajo durísimo e impecable. Por ejemplo, en la escena del entierro en la catedral.
Según Wigglesworth, es la forma musical que tiene Shostakóvich de diferenciar entre “el ser humano, una entidad con emociones, de la sociedad en la que este se inserta: un ámbito hostil, cruel y deshumanizado. La falta de esa individualidad se expresa a través de la falta de música. ¿Cómo podemos expresarnos cuando no nos dejan expresarnos? Por medio de una música atonal y rompedora que traduzca la infinita gama de opciones emotivas que posee el ser humano”.
Al final, sorprenderá la aparición de la presentadora televisiva Anne Igartiburu ofreciendo un discurso al respetable público; obviamente, se trata de un injerto de Kosky en la obra. Johannes Stepahek, responsable de la reposición en el Teatro Real, asegura que se trata de una de las “muchas ideas brillantes que Barrie Kosky ha introducido en esta producción”. Es cierto que cuando se ve esta obra sin red, sin haber indagado antes en ella, comprendes que es toda una montaña rusa. Tiene un ritmo endiablado y, en cierta forma, es muy cinematográfica y puede terminar por convertirse en un reto para el espectador, que ha de enfrentarse a escenas que se superponen, a un escenario que va complicándose cada vez más… Es casi un ataque a los sentidos cuando uno está sentado en la butaca. Así que Barrie Kosky pensó que, en un momento cercano al final de la representación, sería útil para la obra y para el público que un personaje pusiera en orden el rompecabezas. Cuando descubrimos que el discurso de la presentadora es en realidad el final del texto del cuento de Gógol se comprende lo acertado de su inclusión.
Y es que desde las tablas se nos interroga sobre los límites, lo absurdo y su parentesco con la realidad. ¿Alguna de las cosas que se han visto y escuchado sobre el escenario nos han sonado mínimamente reales? Muchas más de las que uno se cree. Aunque el banquero que se larga con la pasta en esta ocasión sea un caniche negro. Aunque las noticias que se elaboran en la Redacción de un periódico tengan la misma credibilidad que el recortable de un falo sobre la portada de un diario de máxima tirada.
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