‘Figuras’, la mágica novela de Edgar Borges: “Vine a enseñarte a saltar”
El escritor Edgar Borges (Caracas, 1966, residente en España desde 2007) nos trae una nueva y muy recomendable novela, en su estilo tan inclasificable como envolvente: ‘Figuras’ (editorial Trampa) nos sumerge en un mundo tan claustrofóbico como fantástico. Un hombrecillo vestido de cartero se dirige por un camino hecho de casillas desde el pueblo al manicomio. Le recibe ‘el guardián de los espacios’. Algo entre lo kafkiano, el absurdo de Ionesco y el país de las maravillas de Alicia. Os dejamos aquí parte de un capítulo que nos acerca a lo subyugante del texto.
EL ASOMBRARIO
-“¡Hola!
-¿A qué has venido?
-Ayer me dijiste que querías que te enseñara a saltar.
Federica se llevó el dedo índice a la boca en señal de silencio.
-Baja la voz, el guardián te puede escuchar.
Enrico caminó hacia ella y se detuvo a pocos pasos de la cama; la chica se puso de pie, su sonrisa se veía un poco más sana.
-Tengo tres minutos para enseñarte a saltar y tú para aprender.
-Yo estoy lista, ¿y tú a qué esperas?
-Antes tengo que hacerte una pregunta.
-Dime.
-¿Es verdad que tú ganas todas las competiciones del juego de la casilla?
Federica bajó la mirada; la vergüenza de su existencia era superior a la de su cuerpo. De pronto, ambos oyeron pisadas al otro lado de la puerta. Federica caminó de puntillas hasta el escritorio, tomó un pedazo de papel y un lápiz. Mientras la chica escribía, ante Enrico fue tomando forma el resto de detalles de la recámara. Un armario; un perchero vacío; un baúl de importantes dimensiones y un grupo de cómics apilados en un rincón del suelo. Intentaba ver los títulos de los cómics, cuando Federica puso el papel en su mano izquierda.
Hablemos bajito, por favor.
A partir de esa sugerencia, Enrico dictó su brevísimo taller de salto entre susurros y silencios; Federica siguió la dinámica sin tener muy claro si lograría su propósito. Enrico le preguntó muy bajito si ella era derecha o zurda; ella respondió que era ambidiestra. Él se le quedó viendo con cierta incredulidad, luego dijo que menos mal porque llevaría ventaja, pero tenía que ejercitar más la pierna izquierda porque a la derecha siempre le gustaba ir por delante. La chica sonrió; su sonrisa parecía más recuperada, aunque el hombrecillo sabía que no había que confiarse con las mejoras, pues era ahí cuando más atacaba la enfermedad. Enrico se llevó la pierna izquierda hacia atrás, la sujetó con la mano del mismo lado y la movió sin ninguna consideración; Federica intentó hacer lo mismo. Después llegó el turno de la pierna derecha; siguió el de cada brazo. Piernas, brazos y cabeza terminaron formando parte del ejercicio. Hubo un momento en que la joven llegó a ejecutar los movimientos igual o incluso mejor que él; el hombrecillo se dio cuenta y como respuesta rio, quizá muy fuerte. Ella le pidió silencio con el dedo índice. Lo siguiente fue una ronda de flexiones; desde el suelo los dos simularon ser gimnastas en combinación. Enrico se levantó y dio pequeños brincos, todos armonizados en espacio y caída. Ella se puso de pie atenta a la precisión del sujeto, pero no se movió.
-¡Ya todo esto me lo conozco y no me hará saltar!
El hombrecillo dejó de brincar para observar las piernas de la chica.
-¡Adelante, sin miedo, quiero verte saltar!
-Primero salta tú, a ver si aprendo.
Enrico giró saltando alrededor de Federica; fue una serie de saltos con figuras al aire lo que ejecutó, lo hizo rápido, pero con el mismo nivel de otras veces. Ella lo veía embelesada y hasta alguna saliva se le escapó de la boca.
-¡Saltas hermoso! ¿Lo sabías?
El hombrecillo no respondió, en ningún momento de la demostración desvió la mirada; estaba centrado en función de las figuras que cada tres saltos su cuerpo dibujaba en aquel espacio.
-¡Qué lindo, por favor!
Enrico volvió a su lugar frente a Federica. Una vez ahí, lo primero que hizo fue retomar su objetivo.
-Ahora tú, Federica, es la hora de tu salto.
La chica dio un salto horrible, espantoso; Enrico pensó que era una simulación porque nadie podía saltar con tan escaso sentido de la gracia. Fue el típico salto de un adulto simulando ser rana; toda ella lució dispersa como una cosa carente de belleza. Y ahí quedó, con las piernas separadas, consciente de lo mal que lo había hecho. Haya sido una simulación o no, en su cara había vergüenza. Enrico caminó hacia ella; al oído le preguntó si era cierto que en otro tiempo sabía volar. Federica movió los ojos con inquietud; él le preguntó qué había pasado para que dejara de volar. Ella se encogió de hombros y dijo que el peso de “cierto problema” le impedía volar. Por más que Enrico quiso conocer los detalles, la chica solo se rascó la cabeza y agregó que “el salto es el paso previo para aprender a volar”.
-¡Un minuto y medio les queda, un minuto y medio!
Apenas gritó el guardián, Federica intentó cubrir con las manos, primero los oídos, luego los hombros y al final luchó por bajar más el camisón. Enrico contempló a la mujer como si esa secuencia de movimientos fuera lo único que existiera en el mundo. La distracción de él expresaba lástima, aunque también un poco de comprensión. Poco después vio de soslayo hacia la puerta. Era obvio, el guardián era el problema. Enrico buscó de aproximarse más al oído de Federica, lo hizo desde el perfil de su cuerpo; ella sintió su frágil figura y soltó una risita burlesca.
-¿De qué te ríes? -preguntó él bajando más la voz.
-De nada, olvídalo. -respondió ella en un tono aún menor.
Federica giró un poco la cara hacia Enrico; la cercanía entre los dos era exagerada, poco faltaba para un roce de nariz. La mirada de uno y otro era descriptiva, también de asombro. La respiración era menos acelerada de lo que se hubiera pensado; se podría decir que en los dos había una tensa quietud. Ambos continuaron el diálogo sin distanciarse siquiera un poco.
-¿Qué fue lo que dijiste sobre el salto?
-Que el único propósito verdadero es volar.
-¿Y qué hacemos los que no sabemos volar?
-¡Saltar!
-¿Saltar?
-Sí, el salto es la resignación de quienes no pueden volar.
Enrico hizo algunos gestos en un intento por asimilar la última frase de Federica; ella lo veía con paciencia; parecía disponer de toda la mañana para contemplar.
-Pero, ¿acaso resignarse es algo bueno? -preguntó él con la duda en el tono.
-Solo cuando nos enfrentamos a un imposible.
-¿Y es que hay imposibles?
-No te alarmes, yo también creía que no había imposibles, hasta que descubrí uno.
-¿Cuál?
-Volar.
-Pero si tú volabas.
-Eso fue antes, te dije.
-Entonces para ti no era un imposible.
-Ahora lo es y eso es lo importante, el presente.
-Pero…
-El peso es una realidad y el vuelo una fantasía, no insistas.
-¿Y para qué he venido?
-Para enseñarme a saltar.
Enrico se dio cuenta de que estaba desviando la intención de su visita; incentivar el vuelo era un absurdo, pues él jamás ni siquiera había pretendido permanecer más tiempo en el aire que lo que un buen salto permitía.
-¿Y por qué llevas todo el tiempo esa bolsa amarrada a tu espalda?
Enrico intentó girar la cabeza para ver la bolsa; ella estuvo a punto de soltar una carcajada. Él hizo un gesto invitándola a no hacer ruido.
-¿Me trajiste una carta, o acaso diez?
El supuesto cartero sonrió; sabía que el tiempo se le iba encima y aún estaba muy lejos de enseñarla a saltar. No obstante, tener la nariz de aquella mujer tan cerca de la suya le hizo sentir que el intento había valido la pena.
-Cero cartas te traje.
-¿Le mentiste al guardián?
Enrico asintió con la cabeza.
-Te puedes meter en el problema de tu vida.
El hombrecillo suspiró haciendo ver que no le importaba. Pero, ¿nunca le importó o solo después de aquel momento?
-¿Qué vas a hacer, cartero saltador?
Enrico sonrió con regocijo; fue como admitir que merecía ser cartero si también era saltador.
-¿Qué te causa gracia?
-Nada.
-Entonces, cartero saltador, ¿qué vas a hacer?
-¿Con qué?
-¡Con el poco tiempo que te queda!
Él comprendió que ella no se tomaría su promesa como un intento fallido; tenía que enseñarla a saltar en los escasos segundos que le quedaban.
-¡Treinta segundos!
Enrico sabía que en treinta segundos no podría enseñarle las diversas formas de salto, incluso una, en su profundidad, sería tarea difícil. Sin embargo, no podía incumplirle la promesa que le hizo; mínimo tendría que activarle el fuego del salto en su cuerpo, pues era bien sabido que una vez que esa chispa se encendía ya no se puede andar tranquilo sin la necesidad de saltar. Pero él no podía demorar en la búsqueda de una idea o se le acabarían los segundos restantes.
-¡Federica!
-Dime cartero.
-¿Te puedo abrazar?
-Me da igual.
Enrico no estuvo seguro de hasta dónde ese “me da igual” tenía toda la carga de indiferencia que la chica pretendió mostrar; no obstante, el abrazo que le dio tenía una intención superior a sentir su cuerpo. La intención sí tenía que ver con el sentir, pero las vías centrales serían el oído y la memoria.
-De niña, ¿alguna vez le hablaste a la nada?
-¿A la nada?
-Sí, a cualquier cosa que los demás no vieran.
-Ah, hablas del amigo imaginario.
-Podría ser.
-No, para nada, ese juego me parecía demasiado ordinario para mi nivel de exigencia, porque debo decirte que yo del grupo era la más exigente.
-Date prisa, por favor, que se nos acaba el tiempo.
-¿Y qué quieres que te diga?
-Si alguna vez le hablaste a la nada.
-Nunca, la nada no tiene oído, solo tiene boca y su boca es peligrosa.
Enrico se distanció un poco de Federica, solo quería saber si ante el comentario su rostro se veía tan deprimente como su voz había sonado. Y sí, en su mirada había tristeza.
-¡Quince segundos!
Enrico abrazó de nuevo a Federica, esta vez mucho más fuerte; ella cerró los ojos en un claro intento de impedir temblores.
-¿Y alguna vez hablaste con tu cuerpo?
-¿Con mi cuerpo?
-Sí, con alguna parte de tu cuerpo.
-Con mi clítoris.
Enrico levantó la cara en señal de pudor; el resto de él siguió abrazado a ella. Su cuerpo fue más honesto que su mente.
-¿Y qué le dijiste?
-¡Clítoris: dame placer!
Federica gritó la respuesta ante la mirada atónita de Enrico; casi en paralelo el guardián metió la llave en la cerradura. El supuesto maestro tenía no más de tres segundos para activar el fuego del salto en el cuerpo de la pretendida discípula. En ese tiempo Enrico acercó su cara a la de Federica, arrastró sus labios hasta su oído izquierdo y le susurró una petición.
-Así como alguna vez le hablaste a tu clítoris, cuando yo me vaya de aquí háblales a tus piernas: ¡Piernas, denme salto!
Cuando el guardián de los espacios abrió la puerta, Enrico y Federica aún estaban abrazados”.
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