Solidaridad y empatía para superar situaciones límite como la DANA
Por CAROLINA BELENGUER HURTADO y FERNANDO VALLADARES
Hace unas semanas, Fernando Valladares y Carolina Belenguer escribieron en ‘El Asombrario’ un artículo sobre la incidencia del negacionismo en desastres naturales como la trágica DANA de octubre. La catarata de insultos que recibieron fue vergonzosa. Hoy, cumplido un mes de la catástrofe, ambos investigadores desarrollan la importancia de desplegar sentimientos positivos y de comunidad ante situaciones que nos ponen al límite como esta. Como seres sociales que somos, la cooperación es lo que nos ha traído hasta aquí. Somos criaturas sociales que crecemos gracias a los cuidados y las relaciones sociales. Los valores que priman en estos casos no son los cálculos interesados que permiten obtener las mayores cantidades de privilegios; son los valores que permiten engrandecer los bienes comunes, los servicios públicos, el trabajo comunitario, las pertenencias colectivas o el capital social. Es decir, todo lo que se necesita para construir Estados fuertes, democráticos y soberanos.
Los medios de comunicación y las nuevas tecnologías de la información tienen el papel fundamental de conectar a las personas con los sucesos y de llevar la realidad de un punto al otro del planeta. El relato que se hace de la actualidad va componiendo los modos en los que se desarrollan las relaciones entre las personas. Esos relatos son capaces de crear un “nosotr@s” más o menos amplio, en función de los intereses que se quieran defender. En este contexto, las emociones tienen una función decisiva a la hora de informar. Tras varios momentos de debate, las emociones empiezan a aceptarse incluso en la actividad científica, tradicionalmente fría, aséptica y objetiva.
Las emociones aparecen tras hacer la evaluación de una situación y son expresadas por el lenguaje, sea verbal o no. La observación de las reacciones emocionales permite a los/as espectadores completar la construcción de la experiencia y realizar su propia valoración para actuar en consecuencia. Comunicarnos las emociones es imprescindible para que la supervivencia del grupo o de cualquier colectivo social sea posible.
Las emociones nos acercan o alejan de los acontecimientos, tejiendo relaciones entre las personas y los hechos. Nos fuerzan a preguntarnos cómo nos hace sentir un hecho y cómo debemos reaccionar. Así, las emociones van delimitando las configuraciones que cada persona realiza del mundo en el que vive. Cada quien se acerca a lo que le hace sentir bien y en la misma medida tiende a alejarse de lo que le hace sentir mal. Apelar a unas u otras emociones hará que las personas se involucren en unas acciones o en otras. El compromiso emocional con un “nosotr@s” se ha puesto en evidencia en estos primeros días de gestión de la DANA.
Las redes sociales se saturaban de mensajes en los que se pedía auxilio, las televisiones mostraban imágenes apocalípticas del desastre, las radios estuvieron presentes dando voz a las verdaderas protagonistas, los diarios actualizaban las crónicas y los artículos de opinión. Mientras tanto, los mensajes que se enviaban a la ciudadanía a través de las instituciones públicas intentaban convencerla de que lo mejor era quedarse en casa y dejar el trabajo para los servicios de emergencia profesionalizados.
Los hechos, evidencias y testimonios se contradecían. Empezamos a ver tribus de personas que marchaban cargadas de agua, comida y escobas hacia las zonas afectadas. Al igual que se pusieron en marcha miles de iniciativas para recaudar dinero y recursos materiales en el resto del país e incluso fuera de España. Los mensajes que apelaban a las emociones acabaron siendo más decisivos para la población. ¿Por qué?
Según ha investigado Antonio Damasio, neurólogo en la Universidad del Sur de California, las emociones que se activan a través de imágenes modulan las respuestas de dolor. Se activa y se siente más dolor cuando las imágenes desagradables desencadenan un suceso altamente dañino. Las respuestas a estímulos dolorosos ajenos son más rápidas e intensas que las respuestas que surgen ante imágenes que pretenden provocar conexiones sociales. No obstante, la respuesta ante el dolor desaparece a más velocidad y la que se mantiene durante más tiempo activa es aquella que fortalece los lazos sociales. Por otro lado, la teoría de la ansiedad de Gray-McNaughton dice que en el cerebro se amplifican los efectos repulsivos o desagradables siempre que se perciben señales de peligro provenientes del exterior con el objetivo de preparar al organismo para el peor resultado.
Las imágenes apocalípticas, el resto de los mensajes, las crónicas y las voces funcionaron como estímulos que impulsaron a actuar para reducir el dolor. El cerebro integra la información que llega del entorno junto a la que proviene del interior del cuerpo y según el resultado de esta integración pone en práctica acciones que intentan recobrar el equilibrio. La regulación emocional es un proceso por el que se trata de dar coherencia a lo que se siente, se piensa y se hace ya que esta coherencia se asocia con bienestar mental. Percibir altos niveles de desintegración o de incoherencia tiende a relacionarse con problemas de salud física y mental. Las personas que se movilizan tratan de restablecer el balance entre aquello que para ellas es importante preservar, unas condiciones dignas de vida, y el estrés causado por los factores climáticos que las han deteriorado.
Para sobrevivir a lo largo de nuestra evolución hemos tenido que reaccionar rápidamente ante las emergencias. Ante las heridas no hay tiempo que perder, la reacción tiene que ser inmediata y automática. El miedo, el dolor, la rabia o la impotencia actúan como alarmas en el cerebro que desencadenan las respuestas más adecuadas para poner solución a esa situación e ir reajustando nuestra reacción emocional.
El dolor que durante los primeros días corría por los territorios reales o virtuales se plasmó en palabras: desolación, devastación, desesperación, angustia, desaliento, horror, barbaridad, hecatombe o desastre. La experiencia de ese dolor no solo fue sentida por las personas afectadas directamente por las inundaciones, sino que miles y miles de personas empatizaron. El dolor, según nos cuenta Sara Ahmed, pone en juego solidaridades sociales, a pesar de ser un hecho individual que difícilmente se puede compartir. Aumentar la cercanía a las personas que sufren es una de las maneras que se tiene de calmar el dolor. No ignorar los sentimientos de desamparo reduce las fronteras entre los pueblos, une y ensancha el “nosotr@s”, nos hace más iguales. Abordar las necesidades hace crecer la empatía, apropia los pesares, mengua la soledad, el aislamiento y la incomunicación. Como seres sociales que somos, la cooperación es lo que nos ha traído hasta aquí. Hemos cuidado las unas de las otras, nos hemos preocupado de atender, proteger y asistir la vida. Somos criaturas sociales que crecemos gracias a los cuidados y a las relaciones sociales.
Este comportamiento pro-social hace que el grupo se beneficie, aunque cada uno/a de los miembros acepte renunciar de forma voluntaria a ciertas ventajas individuales. Los valores que priman en estos casos, a pesar de que el homo economicus sea el modelo hegemónico, no son los cálculos interesados que permiten obtener las mayores cantidades de privilegios. Son los valores que permiten engrandecer los bienes comunes, los servicios públicos, el trabajo comunitario, las pertenencias colectivas o el capital social. Es decir, todo lo que se necesita para construir Estados fuertes, democráticos y soberanos. El pueblo se salva cuando los estados promueven una ciudadanía competente, con capacidad de decidir, responsable y comprometida con un futuro sustentable.
En tiempos de emergencia climática, no hay tiempo que perder. Es necesario implantar prácticas, hábitos y nuevas destrezas que agilicen las reacciones ante las tragedias. La preparación ante los desastres invita a los procesos de pensamiento racional a unirse a las puras reacciones emocionales, para que no tengamos la impresión de ser secuestrados/as por sentimientos que no se pueden controlar. La prevención permite una respuesta eficiente y manejar la conmoción de manera que regule el potencial negativo de los sucesos estresantes. Prever las consecuencias reduce la posibilidad de que se manipulen mensajes o de que se propaguen bulos. Educar para anticiparlas ayuda a realizar un análisis crítico de las noticias, a minimizar la percepción de improvisación y a generar seguridad. Seguridad tanto real como percibida.
La actualidad se presenta y se representa demasiado a menudo como algo carente de la sensibilidad necesaria para mantener la vida. Se deshumanizan las víctimas y se humillan a los/as que piensan diferente. Por eso se agradecen tanto esas olas de solidaridad, como la vivida tras la DANA, en la que cada cual ha colaborado dentro de sus posibilidades. ¿Queremos una sociedad que se quede sentada viendo desangrarse al prójimo? Seguro que quienes atienden a las personas migrantes que llegan en pateras, a las refugiadas que huyen de las luchas o las que se arremangan en las catástrofes, lo tienen muy claro. De lo que se trata es de aprovechar esta inclinación que nos permite actuar humanitariamente para diseñar sistemas de emergencias que tengan en cuenta cómo responde el cerebro del ser humano a la percepción de las amenazas y qué estrategias utiliza para afrontar sus consecuencias.
Uno de los objetivos de la política del cambio climático debería dirigirse a mitigar los impactos reduciendo las desigualdades sociales y fomentando que se adopten normas sociales que promuevan comportamientos más cooperativos y justos. Con lo que ya se conoce en campos como la neurociencia, la sociología y la psicología sobre cómo las emociones guían las acciones podríamos crear dispositivos basados en la solidaridad, en los sentimientos de apego y en el altruismo. Serían eficaces y reconfortantes. Sería admirable.
Carolina Belenguer Hurtado es licenciada en Psicología. Experta en el área de emociones climáticas y género. Investigadora independiente. Consultora en Inteligencia Emocional. Activista.
Fernando Valladares es profesor de Investigación en el CSIC y profesor de Ecología en la URJC.
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