Fantasías / fantasmas del sexo incómodo
¿Puede llamarse fantasía a lo que no es consentido? ¿Puede definirse como ‘placer’ lo que experimenta el violador o a las contracciones involuntarias de la carne bajo coacción? Hablamos de situaciones que pueden provocar, al mismo tiempo, morbo y desazón. A través de ellas –y sus ambivalencias– los creadores pueden movilizar hondamente al que mira o lee. Hoy pensamos el sexo en torno al libro ‘La llamada’ de Leila Guerriero y a la película ‘Parthenope’ de Paolo Sorrentino.
El sexo incómodo… de ver. El sexo incómodo… de saber. Más incómodo de conocer que de vivir, quizá, porque no hay manera de interpretarlo –porque no resiste ninguna explicación– y no hay modo de soportarlo en la propia cabeza, retrospectivamente. De ese sexo incómodo de recordar, complicado de contar y contarse quiero hablar hoy, a partir de algunos episodios reales y ficticios que están actualmente en todos los medios. Son fantasías sin consentimiento, que, en general, se refieren a hombres queriendo poseer (y gobernar) carne indómita. Fantasías sin consentimiento en las que muchas veces nos hacen entrar y nos agobian, porque nos confunden, o nos avergüenzan.
Empecemos por el sexo que se narra en La llamada de Leila Guerriero, un best seller que ha atravesado fronteras desde Argentina para convertirse en el top 1 de 2024, según el suplemento Babelia de El País, en España. La celebrada cronista dedica más de 300 páginas a trazar el perfil de una mujer argentina, Silvia Labayru, ex militante guerrillera (de Montoneros), que sufrió la persecución de la dictadura y la reclusión en el campo de concentración de la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA), en Buenos Aires, donde llegó a dar a luz a una hija y del que finalmente salió, en 1978, para exiliarse en Madrid.
Labayru fue una de las testigos esenciales para conseguir que se condenara a dos ex marinos cómplices del golpe de Estado de 1976, por delitos contra la integridad sexual, catalogados por primera vez como crímenes de lesa humanidad, en tanto delitos autónomos de las causas por torturas, en 2021. A pesar de que en la prosa aparentemente neutral de una sentencia judicial, una violación no se parece a la sexualidad, ese sexo impuesto a las secuestradas generó sentimientos encontrados, muy traumáticos, en ellas, y produjo decires confusos, culpabilizadores e inexactos entre sus allegados y los miles de escrutadores de la Historia desde lejos.
En el libro de Guerriero, la propia protagonista comenta que tuvieron que pedir a los responsables de las visitas guiadas por el Espacio Memoria y Derechos Humanos (exESMA) que dejaran de repetir que algunas prisioneras tuvieron “relaciones” con los carceleros. ¿Cómo “relaciones”?, espetamos desde aquí y lo mismo se pregunta, azorada, la propia víctima de las vejaciones.
“Nosotras mismas creíamos habernos prostituido”, admite la entrevistada y zanja: “Era violación, aunque tuvieras un orgasmo”. Sexo incómodo, también, reflejado en el machismo de los compañeros militantes, ante quienes había que evitar mencionar los abusos sexuales, porque la violación que padecían sus compañeras los “deshonraba” a ellos (¿sus amos?).
Presas al cuadrado
En 300 páginas donde los detalles cotidianos y las reiteraciones estilísticas –o la información repetida– se alargan y diluyen un poco lo opresivo de aquel delirio de dominación cívico- militar, el sexo (incómodo) constituye un eje del relato. Así, se leen palabras de Labayru que describen el horror de esa humillante soledad en la que uno puede llegar a considerar agradable la caricia de un represor, con los pezones destrozados por la picana eléctrica… O sentir cierto gozo físico en medio de la coacción, porque la carne dolida es carne viviente, necesita algún respiro y da contestaciones (o contracciones) insospechadas. ¿No hay otra palabra que ‘placer’ para la respuesta de la carne ante la perversión?, me
preguntaba yo cuando leía las escenas de violaciones que la propia víctima describe con todas
sus paradojas.
Pero hay más predadores y ambivalencias…
Por ejemplo, tendríamos que inventar una palabra diferente a ‘placer’ para describir lo que habrán experimentado los hombres que hicieron cola para penetrar a una influencer de Onlyfans que se ha propuesto batir récords en pos de su popularidad en las redes (fueron 100 hombres en 24 horas, hace algunas semanas, y ella promociona que quiere llegar a los mil, próximamente).
Habría que acuñar un término distinto al ‘placer’, asimismo, para designar lo que habrán sentido los setenta y tantos tipos que accedieron a la invitación del marido de Gisèle Pelicot a violarla, con la excusa de que si el marido —o el dueño, para ellos— quien la ofrece, ¿quién es el extraño para negarse?… O porque ese esposo les contó que ser violada mientras estaba inconsciente era una fantasía compartida por ella, como mencionaron algunos para exculparse.
Entre tantos testimonios, hubo uno que explicitó la fantasía de él –el marido-capataz de las violaciones– por doblegar a una mujer libre.
Domar, domesticar, dominar, reducir a la pareja, a la que nunca se puede considerar una posesión completa, porque no se deja someter del todo (o porque fue una guerrillera y algo de rebeldía todavía le quedará escondida). ¿Es esta la fantasía de hombres como los descritos, los cuales se transforman en pesadilla para quienes se les acercan?
Aunque consientan, sus víctimas lo han hecho para salvar la vida, bajo amenazas, por sumisión química o por vulnerabilidad económica, que es el caso de las personas reducidas en la trata comercial y obligadas a prostituirse. En todos los casos, hay un resquicio de libertad interior en la víctima que al victimario se le escapa y lo vuelve loco. ¿Qué me oculta?
Por último, mencionemos el sexo incómodo que se ha atrevido a mostrar crudamente Paolo Sorrentino en su último filme-tributo a Nápoles, Parthenope, protagonizado por una irresistible y tersa actriz joven llamada Celeste Dalla Porta. Como la sirena mítica que fundó Nápoles, esta Parthenope es tan sexy como esquiva, tan bella como sombría, en una representación humana de lo que es la erótica ciudad del misterio y el caos del sur de Italia. Aquí las fantasías de un incesto en ciernes –en estado de presunción o de esbozo– incomodan al espectador, tanto como la secuencia de la madama que, frente a un nutrido público en vivo, empuja las nalgas de un joven para que penetre a su partner… O al cuerpo exuberante del cura que intenta licuar la sangre de San Genaro con algo más que la potencia de su mente.
En esos espacios oníricos tan sorrentinianos, se pasean la histeria y la ambivalencia de una mujer que es Nápoles, capaz de seducir y esquivar a lo largo de una vida entera. No hay buenos ni malas, y eso se torna cada vez más complicado de contar. En todas estas situaciones incómodas nos resulta casi imposible proyectarnos. Eludimos pensar en ellas, les cambiamos los nombres con que podrían nombrarse, no queremos que existan como fantasías, preferimos pensar que han sido fruto del consentimiento de alguien que nunca podríamos ser nosotras. Son los fantasmas del sexo incómodo que difícilmente narraremos.
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