Leila Guerriero y Silvia Labayru, torturada por la dictadura argentina

La escritora Leila Guerriero.

No dejen de leer este retrato, este epílogo, este testamento, este diálogo, esta bajada a los infiernos en un país que ahora vuelve a asomarse al abismo, Argentina. Excelente periodismo y excelente literatura en ‘La llamada’. Leila Guerriero reconstruye la historia de Silvia Labayru, mujer brutalmente torturada y humillada por la dictadura militar argentina, repudiada después por muchos de sus compañeros. Durante casi dos años, Guerriero habló con sus amigos, sus ex parejas, su pareja actual, sus hijos y sus compañeros de cautiverio y de militancia. El resultado es el retrato de una mujer con una historia compleja en la que se mezclan amor, sexo, violencia, humor, hijos, padres, infidelidad, política… Un libro imponente que ha de ser leído, subrayado y digerido con paciencia, porque contiene un pedazo de Historia que destroza el esófago mientras se traga.

A veces se cometen errores que no  lo parecen, errores  que parecen poder justificarse y que,  sin embargo, nos arrancan grandes posibilidades de conocimiento, de acceso a esa inteligencia que enturbia el continuo roce con la inercia, con la rutina, con lo cotidiano. Uno de esos errores es no haber leído a Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967) antes de La llamada, no haberla leído desde siempre, no haber sabido fijar antes su nombre en mi memoria, haber sido tanto tiempo huérfana de la humanidad que albergan sus pensamientos y su literatura.

Hay que ser muy torpe para negarse como yo lo he hecho la constancia de su belleza narrativa, una belleza que late con esa destreza con que late la palabra infinito en los sueños de un niño, para negarse la delgada y venturosa sabiduría que hay en su cabeza. Pero por fin he llegado a ella y por la puerta grande, a través de un libro al que cualquier definición le queda pequeña.

La llamada es un libro duro, durísimo, pero escrito con un cuidado, un respeto y una delicadeza que hacen de él un testamento valioso, porque habrá mucha biografía después de él, porque las palabras que alberga le pertenecen a un ser humano, Silvia Labayru, que, a pesar de todo lo que ha tenido que vivir y sufrir, hierve de vida y de futuro.

La llamada es un libro que golpea duro, que posee un sofisticado radar para alcanzar el corazón de quien lee, para derribar a los torturadores y para neutralizar esos juegos macabros que infectaron de dudas el porvenir de los supervivientes de la ESMA durante la atroz dictadura argentina. Un libro desde el que su protagonista va lamiéndose las heridas con una prodigiosa  lengua hecha  de sal y de verdad. Un libro imponente que ha de ser leído, subrayado y digerido con paciencia, porque contiene un pedazo de Historia que destroza el esófago mientras se traga. Un libro que hay que comentar con amigos y también con los que juegan a ser nuestros enemigos.

La llamada es un testimonio bello y justo, aunque, después de todo lo vivido por Labayru, la justicia será para siempre un animal muerto, podrido, anulado.

Guerriero y Labayru comparten el objetivo de entregar un texto necesario, que ha sido escrito y relatado desde una generosísima serenidad. Nada desentona, nada se acerca al clamor, todos los escenarios nacen sobre un equilibrio que pareciese imposible de alcanzar hablando de lo que en él se habla. Sin embargo, narradora e interlocutora han nacido para encontrarse, han nacido para que una enjugue el sufrimiento de la otra, para que le arranque a su memoria, a su cuerpo y a su confesión cada uno de los estigmas que la marcan.

Periodista y víctima rompiendo todos los esquemas que ceñían el mundo de dolor antes de que ellas estuvieran cara a cara. Guerriero liba con esmero (otra vez debo emplear este verbo, un verbo que nace de la sincerísima ortodoxia que utiliza la periodista a la hora de armar el relato) cualquier extracto morboso en el que pudiese incurrir una confesión tan extrema, y lo guarda en su interior como si fuese inmune a ese veneno y a esa necesidad de misericordia que lleva siempre adherida la vejación sufrida por otro ser humano:

“¿Cómo fue su exilio en España?

Cuando llegué a España había mucha gente que no quería escuchar, que me condenaba. Porque habíamos sobrevivido teníamos que ser traidores”. 

“Estas violaciones en su mayoría no ocurría “al uso clásico”, con violencia física, ni te apuntaban con una pistola a la cabeza. El hecho de que no te torturaran en la violación no quita que fueran violaciones, porque te estaban obligando a hacer algo bajo secuestro y bajo amenaza de muerte. Eso no tiene otro nombre que violación, pero ha sido difícil de entender incluso para las propias acusadas”.

Labayru no tiene filtros, no hay sombras en ella que quieran opacar sus debilidades, ni la necesidad de una resurrección aséptica, porque sabe que en sus circunstancias no entra en la lógica. Labayru mancha sus palabras de dolor y de pasión, pero nunca de  victimismo:

“Yo no era peronista ni cuando era montonera. Si cuando me muero me cubren el ataúd con una bandera de los Montos, resucito y los mato a todos”.

Ella es una testigo de cargo que se apega a la justicia y que se despega de la venganza con la velocidad con que lo hace la piel de alguien que decide quemarse a lo bonzo.

La llamada es un análisis nada sensacionalista y con un afán de exactitud inmenso:

“Silvia Labayru y Vera están unidas al Zoom, ambas sin cámara. Para ella el nacimiento de Vera significó quedar a la intemperie, abrir todas las puertas de la muerte”.

“Fue un año y medio. Pero fue toda la vida”.

“La ESMA: ahí el que se descontrolaba estaba muerto. Tienes que estar escuchando cómo torturan a tus amigos y los gritos y los alaridos y que no se te mueva ni un pelo”.

“Detrás de esa forma predigerida, repasada, inconmovible, está ella. Por delante el contenido, narrado con temple: los pezones, el cianuro, la picana eléctrica, la mercancía”.

“Y lamento mucho, mucho, haberme comprometido con la violencia. Me hago cargo de cada una de las barbaries, sufrimientos, espantos que infligieron los montoneros, y yo como miembro de ellos. He participado en infinidad de actividades que generaron violencia y espanto”.

Por eso no duda en hablar de la maternidad como arma de guerra o como castigo al intrusismo de la mujer en la revolución. Y por eso sobrecoge tanto asistir a la construcción dialéctica de esa cuerda de vida sobre la que se extiende la entereza de Silvia Labayru, y toda la lucidez que sostiene esa vida arrancada, sin una explicación más allá de la suerte, a la tortura.

La llamada plantea cuestiones urgentes desde la calma más absoluta, desde la inteligencia con que Leila Guerreiro alimenta el presente de Silvia Labayru, con la inteligencia con que lo introduce en una narración que de haber caído en otras manos solo se ocuparía del pasado.  Guerreiro introduce las confesiones de Labayru dentro de un espacio que garantiza que sobrevivan, que sean infinitas y eternas, que no puedan ser manipuladas por el intrusismo emocional de quien la rodeó, la rodea o la rodeará:

“¿Querían tener un hijo con Alberto o llegó de manera inesperada?

–Qué pregunta me haces, Leila. Qué pregunta me haces. Es una pregunta delicada.

Yo había tenido un aborto que te conté un año antes. Nos pisaban los talones y estaba esta mística de que había que tener hijos porque nos podían matar y había que tener una familia revolucionaria y todas esas patrañas. Y todo era urgente.

Pero yo no tenía ni idea de lo que era tener un hijo. Embarazada de cinco meses, con una pistola en el pantalón y una pastilla de cianuro en el bolso. ¿Qué es eso?”.

Labayru acepta su culpa, una culpa casuística que nunca servirá para exonerar a los verdugos, ella tiene claro que las decisiones de estos no son competencia de los torturados. (No imaginan la maravilla que resulta ser la página 104 de este libro a ese respecto).

Hay algo extraño en ese estatismo: ella me cuenta, sentada en una silla, un mundo de altísima velocidad. Relata vestida con telas refinadas, el año y medio durante el que se vistió con ropa de mujeres muertas”. 

“–Cuando te torturan, te salen babas, te sale sangre, eres un cacho de carne doliente, te haces pis. Te dicen: ‘Te estás cagando, hija de puta’. Te haces caca. Es una situación humillante. Te puede parecer superfrívolo, pero la tortura se resiste hablando”.

“Bajo amenaza de muerte, consentir es resistir”.

La llamada ofrece un testimonio de palabras, preguntas y respuestas firmes que no buscan ni compasión, ni comprensión, ni indulgencia, porque la verdad solo le pertenece a  quien sabe decirla. Hace que nos preguntemos: ¿Cuánto miedo cabe en la biografía de un ser humano? Pero también nos ofrece la posibilidad de presenciar una lucha titánica contra él:

“Un día la invito a mi casa. ‘Te espero’. Viene caminando. No lleva consigo documentación argentina, sino española. Si la detienen, piensa, está protegida, por otro país”.

La llamada es un  baile de respeto y empatía entre Leila Guerreiro y Silvia Labayru, una coreografía que se ve interrumpida una y otra vez por la presencia de despiadados fantasmas (Alberto Lennie, el más despiadado de todos, porque debió ser cómplice y fue monstruo egoísta y olvidadizo), que se ve deconstruida por la malas intenciones de quienes no sintieron la picana eléctrica de la ESMA sobre los pezones de una mujer embarazada de cinco meses, de quienes no fueron convidados de piedra en aquella habitación en la que Alberto González y su mujer se olvidaban de Dios para violar a una madre que oía con una sincronía espeluznante los gemidos de los bárbaros y la respiración de su pequeña hija, Vera, en la habitación contigua.

Es fácil ver culpables si una descarga eléctrica no ha hecho que te arda la mirada hasta ver desaparecer el mundo. Es muy fácil juzgar y muy difícil hacer lo que Labayru y Guerriero hacen en este imprescindible volumen de duelos, quebrantos y regeneraciones emocionales de tan altísimo calibre como la que muestra y demuestra la protagonista absoluta de este comprometido epílogo que vibra como jamás antes vi vibrar a otro.

Haber leído La llamada me ha hecho recordar estos versos ásperos y plurales de la gran poeta americana Louise Glück:

“Todos somos soñadores, ninguno sabe

quién es.

Alguna máquina nos hizo, la máquina

del mundo,

la familia que se restringe.

Después, de vuelta al mundo, pulidos

por suaves látigos.

Soñamos; no recordamos”.

Me ha hecho recordar que quien olvida su pasado, por muy traumático e injusto que haya sido, encontrará la puerta del futuro eternamente cerrada. Por fortuna, Labayru recuerda, ¡y de qué forma¡,  con qué arrojo nombra el círculo de fuego que amenaza su nombre a cada rato.

No dejen de leer este retrato, este epílogo, este testamento, este diálogo, esta bajada a los infiernos, este paraíso de honestidad en el que una mujer, a la que admiro y admiraré ya de manera indefinida, consigue reventar el férreo sudario que dejó sobre su cuerpo esa malsana caterva de sádicos que ocuparon durante demasiados años la Escuela Naval de la Armada Argentina y las calles de un país preñado de ideales.

‘La llamada’. Leila Guerriero. Anagrama. 430 páginas.

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