Hazte ecoturista científico estudiando a los linces ibéricos

Magnifico ejemplar de lince ibérico. Foto: Alfonso Polvorinos.

Ver linces ibéricos en estado salvaje, uno de los felinos más amenazados del planeta, no es tarea fácil. Es el raro privilegio de unos pocos científicos que dedican su vida a estudiarlos y protegerlos, a quienes conocen como si fueran parte de la familia. Los demás debemos conformarnos con tener suerte y poder ver algún día su silueta fugaz entre unas matas. ¿Pero te imaginas ser uno de estos técnicos amigos de los linces, al menos por un día?Acompañarlos en su jornada diaria de trabajo, aprender a seguir a tan esquivos animales, reconocer sus huellas, espiarlos desde un escondite o a través de cámaras camufladas en el monte. Algo así es posible gracias al proyecto ‘Experiencia de Ecoturismo Científico en España (EECE)’, promovido por las principales fundaciones que trabajan con los linces, pero también con otras emblemáticas especies como osos, quebrantahuesos o águilas imperiales.

Y a eso hemos ido esta vez a Sierra Morena, más exactamente a la Sierra de Andújar, el que fuera último refugio de esta especie cuando tan solo quedaba un puñado de ejemplares acantonados en estos intrincados bosques andaluces de encina y alcornoque que huelen intensamente a jaguarzo, que saben a campo.

Una cierva nerviosa salta entre los acebuches espantando a un grupo de rabilargos mientras caminamos expectantes hacia el escondite donde, ocultos, trataremos de observar al huidizo felino. Estamos en la finca Nueva Salida de Yeguas, cerca de Baños de la Encina, al noroeste de la provincia de Jaén. Aquí la empresa Paraje San Ginés gestiona las visitas para quienes, como yo, todavía no han visto un lince en su vida y sueñan con lograrlo, pero sin molestar. Porque somos ecoturistas.

A las puertas de un humilde cortijo que recuerda al de la película Los Santos Inocentes nos espera Manuel González, encargado de la finca desde hace 15 años. Los linces lo adoran. “Les llevo muchos conejos al mercado”, justifica. El mercado es un recinto cercano diseñado por los científicos para reforzar las poblaciones de estos lagomorfos fundamentales en la dieta lincera y cada día más escasos en Sierra Morena. Allí los cazan fácilmente, como quien va al supermercado, de ahí su nombre. Solo así pueden seguir criando sin problemas. De hecho, ahora mismo hay más linces en los olivares de Jaén, donde a pesar de no ser bosque abundan los conejos, que en el Parque Natural de Andújar.

Tiempo de silencio

El escondite es una caseta con tres amplias ventanas a modo de gran pantalla gigante abierta al campo más hermoso. Para entretener la espera, Manuel nos enseña en el móvil fotos que les ha hecho hace poco. A los animales se les ve confiados mientras pasean por el muro de piedra que tenemos justo enfrente, de cara a una ladera donde tienen su cubil y de donde esperamos verlos aparecer. Nuestro guía los conoce a todos por su nombre de pila. Y habla de ellos como quien habla de sus vecinos, aunque a voz muy queda para no romper el silencio. “Un día llegó Roca caminando y se acercó a menos de 15 metros de donde estábamos de pie hablando; tan tranquila, como si fuera un gato”, asegura. “También viene mucho Ícaro, inconfundible por la cicatriz del hocico de alguna pelea”. Manuel González dice tener 68 años, pero apenas aparenta 50. No hay duda. Vivir en estos montes, en medio de la naturaleza más salvaje, rejuvenece. “Nací el 13 julio del 56, pero casi nadie se lo cree”, justifica resignado.

Pasan las horas en el escondite y los linces no aparecen. Con la caída de la noche caen también nuestras posibilidades de ver al esquivo gato clavo, el cerval, el rabón, el mítico lubicán. Un petirrojo desiste de buscar más mosquitos y se va a dormir picando su reclamo. Le sustituye el maullido nervioso, insistente, del mochuelo. Primero uno, luego un dúo. Sus cantos se mezclan con el repiqueteo de las gotas de lluvia que empiezan a caer sobre el techo de la cabaña. En teoría es la hora del lince, cuando ya no hay luz para hacer la foto, cuando piensas que no hay nada que hacer y de repente aparece el fantasma. Pero esta vez, ni guardando la cámara aparecen. Resignados, nos vamos de bolo, aunque con los pulmones repletos de aire puro, los oídos mecidos por el sonido de la dehesa, las manos suavizadas con el tacto del espliego, la sonrisa en los labios de quienes han disfrutado dedicando tiempo a perder el tiempo dejándolo pasar tranquilo al ritmo pausado del campito. “Mañana probaremos con otro escondite, a ver si hay más suerte”, me anima Alfonso Polvorinos, biólogo, experto en ecoturismo y turismo sostenible. Esa noche sueño con linces.

Interior del escondite para ver linces del cortijo Gato Clavo.

Interior del escondite para ver linces del cortijo Gato Clavo.

Hembra caza conejo que se zampa el macho

Segunda tarde lincera en la Sierra de Andújar. Esta vez estamos en la finca Gato Clavo, todo un referente en la conservación y observación respetuosa del felino. Es un lugar VIP de amplios ventanales sin cristales, cómodas sillas con ruedas e incluso suelo radiante o aire acondicionado, según las exigencias climáticas del año. La banda sonora la pone el alegre murmullo de una fuente cercana cayendo entre redondos bolos de granito tapizados de musgo. Por detrás se extiende un monte mixto de pino piñonero y encina que cae hacia la campiña jienense, un mar de olivos a donde en los últimos tiempos acuden los linces hambrientos en busca del escaso conejo. Y más atrás se alza el muro de las montañas del parque natural de la Subbética, impresionantes en su monumentalidad. ¿Conseguiremos verlos hoy?

Son las 15.55 horas. Apenas llevamos 15 minutos en el escondite… ¡cuando aparece el primer lince! Tiene motas pequeñas, rabo y patas muy negras. Es una hembra de siete años llamada Oligisto (vaya nombrecito). Se pasea cual modelo en una pasarela, elegante y al mismo tiempo desdeñosa; sabe que, escondidos en la caseta, la observamos ocho personas emocionadas. La miro y me mira. Yo asombrado, ella displicente, a menos de cinco metros de distancia. Me hipnotizan sus orejas de pincel moviéndose sin descanso hacia todos los lados, como el radar en permanente vigilancia que en realidad es. Imponente. Y yo con el corazón unas veces parado y otras a cien por hora, sin poderme creer que algo así sea real, que ese fantasma del bosque mediterráneo que tanto me emocionaba en las películas de Félix Rodríguez de la Fuente, recién llegado de la extinción, está por fin delante de mí, vivito y, nunca mejor dicho, coleando, como diciendo: ése de ahí, ¿qué mira? Y yo pensando: esa belleza de ahí, ¿por qué me mira tanto?, sí, a mí, solo a mí.

Al poco aparece otro lince en escena. Es un macho, seguramente Pirineos. Reconozco su sexo, porque se pasea tan cerca que le distingo a simple vista los huevos asomando bajo la cola pompona. También se muestra muy chulito delante de nosotros; a estos felinos les sobra autoestima. Luego se echa sobre el granito atemperado por el sol del día, pues como todo gato adora el calor. De repente se pone en posición de caza, tenso, muy serio. Y salta sobre una jara a la velocidad del rayo, excavando furioso con ambas patas, implacable y tenaz. Persigue algo, no sabemos si será un conejo o un ratón, pero está claro que busca desesperadamente la cena. Un cuarto de hora después de furia cazadora, desiste en su empeño. Fuera lo que fuera ese animal que había llamado su atención, ha logrado escapar a sus garras.

La pareja no está sola. Lo mejor de este documental vivo está por llegar. De repente, asoman entre los árboles dos crías nacidas este año, dos gatitos de peluche absolutamente adorables. Uno es muy vergonzoso, precavido, se acerca poco a nuestro escondite. El pobrecito está cojo. Seguramente tiene una fractura que se habrá hecho durante alguno de esos incesantes juegos entre padres y hermanos; tantas carreras y saltos son buenos para entrenarse, pero tienen sus riesgos. No ha aprendido la lección, pues enseguida se enzarza de nuevo en uno de esos juegos violentos entre roncos gritos que suenan a cualquier cosa menos a maullidos.

Pirineos, el padre, se queda tumbado en lo alto del granito, jadeando como si estuviera cansado del esfuerzo de jugar con su prole, mostrando con la boca entreabierta una lengua muy roja orlada de afilados dientes. Qué colmillos. Qué ojazos. Qué espectáculo. Pero no se vayan, que aún hay más. Surgiendo de entre la espesura, aparece ahora en escena un quinto lince, un macho joven. Qué locura.

En un momento la lincesa Oligisto corre hacia un extremo de la finca. Ha visto un conejo. De un certero bocado el pobre animal ya está muerto, apenas ha tenido tiempo de lanzar un último grito desesperado. Lo trae colgando de la boca como quien muestra un trofeo, orgullosa. Pero surge Pirineos de la nada y se lo arrebata de un tirón, como diciendo en plan macarra: “Ahora es mío”. La hembra acepta el robo con sumisión…, será por conejos. Las crías se acercan hambrientas a su padre por ver si pillan algo, pero este macho lo quiere todo para él. Da buena cuenta del animal con apetito hasta que por fin se harta del banquete y les deja a los dos pequeños las migajas, apenas un puñado de huesos mondos y lirondos.

Bien alimentado, posa ahora elegante a menos de cinco metros. Las cámaras de fotos echan humo, estos linces son unos auténticos exhibicionistas. Luego se acerca aún más para tumbarse en el suelo indolente, relamiéndose con golosura la sangre del conejo que aún le mancha el hocico. Me fijo en sus detalles a simple vista, sobran los prismáticos y faltan las palabras para expresar tanta emoción. Noto su respiración agitándole el cuerpo, el doble de rápido que la ya de por sí nerviosa mía. Cuánta belleza. Y pensar que estuvo a punto de extinguirse. Pero por una vez lo hemos hecho bien. En apenas 20 años, la población mundial ha pasado de menos de 100 ejemplares a más de 2.000.

Científicos por un día

Esto de ver linces, como quien visita un museo o va de safari fotográfico, está muy bien, pero ¿te imaginas ser científico por un día, ponerte el traje de naturalista y conocer los secretos más íntimos de una especie tan apasionante? ¿Localizarlos con antenas de seguimiento, buscar sus huellas, tomar muestras de ADN, colocar cámaras ocultas, ayudar a su estudio? Algo así es posible gracias al proyecto Experiencia de Ecoturismo Científico en España (EECE), una iniciativa que permite viajar por los principales espacios naturales españoles conociendo, observando, aprendiendo y apreciando las especies y sus hábitats de la mano de las fundaciones que trabajan en la conservación de linces, osos pardos, águilas imperiales y quebrantahuesos.

Es a lo que hemos ido a la Sierra de Andújar. Gracias a la Fundación para la Conservación de la Biodiversidad CBD-Hábitat seremos hoy los primeros ecoturistas en participar en tan interesante iniciativa del Territorio Lince. Eso sí, hay que madrugar. Son las 8 de la mañana y ya nos están esperando en el campo Carmen Rueda y Samuel Plá, dos de las personas que más saben de linces en España, que más horas de su vida y trabajo le han dedicado a su seguimiento. También nos acompañan dos responsables de empresas turísticas locales interesadas en el proyecto y el experto en ecoturismo Alfonso Polvorinos, uno de sus promotores.

Expertos en fototrampeo

Comenzamos la jornada como aprendices de técnicos linceros en las espectaculares riberas del río Jándula, muy cerca de la presa de El Encinarejo. Las cicatrices de un reciente incendio son todavía visibles en el monte, pero la vida se abre paso entre las cenizas como demuestran los ciervos que ramonean los primeros brotes verdes crecidos en la pradera mientras en el aire buitres, garzas reales y cormoranes alegran el cielo, poniendo la banda sonora de la mañana cantarines mirlos, pinzones, verdecillos y algún que otro carbonero común.

La primera clase del día la dedicamos al fototrampeo. Es una herramienta fundamental para conocer con detalle cuántos linces hay, por dónde se mueven, si crían o si hay sustitución porque un lince de la pareja ha muerto y ha llegado un ejemplar nuevo. Son pequeñas cámaras autónomas vestidas de camuflaje que se atan a árboles o rocas, a la altura de un lince. Un sensor de movimiento las activa cada vez que algún animal pase delante de ellas, lanzando una ráfaga de fotos o grabando unos vídeos. Algunas funcionan por infrarrojos, permitiendo registros en lo más oscuro de la noche. Otras tienen placas solares que les dan una autonomía ilimitada.

Las cámaras se revisan cada 15 días. Pueden grabar hasta 30.000 fotos que luego hay que revisar una a una. Pero no es lince todo lo que se mueve por el campo. En las grabaciones aparecen venados, jabalíes, zorros, jinetas, perros e incluso caminantes. Algunas veces también quedan inmortalizados los intentos de algún que otro bicho de dos patas tratando de robarlas, ajenos a los importantes datos, científicos pero también económicos, que provocan con su codicia. Algunos incluso llegan a cortar el árbol con tal de llevárselas. “Por favor, no nos roben las cámaras”, se lamenta Carmen Rueda. Esta mujer de sonrisa limpia y entusiasmo a prueba de balas de furtivo tiene una memoria fotográfica fuera de lo normal. Aunque no le guste admitirlo, es capaz de identificar los cerca de 800 linces que viven en la Sierra de Andújar con tan solo ver sus fotos. Porque no hay dos linces iguales. Cada uno de ellos tiene un patrón diferente en esas manchas atigradas del pelaje, dibujos que ella identifica como si fuera un policía estudiando las huellas dactilares de una lista interminable de sospechosos.

“Hay algunos que tienen unas manchas muy identificativas», se justifica humilde Carmen. “Por ejemplo, en esta zona vive Nigeria, que es una hembra con unas manchas muy características. Yo veo una foto de Nigeria en Internet y digo: mira qué guapa sale. Pero conocerlos a todos es muy complicado, lleva mucho trabajo ir comparando las fichas que tenemos con los ejemplares que nos van saliendo de las cámaras. En Andújar los territorios son bastante estables, pero el día en que aparece un lince nuevo sé que me esperan tres horas o más de ver fotos para ver si reconozco alguno”.

Para ayudarla con un catálogo fotográfico por suerte cada día más inmanejable, pues cada vez hay más linces en la Península Ibérica, están empezando a entrenar programas de Inteligencia Artificial que ayuden con la identificación. De momento ya han logrado que identifiquen a un lince del resto de los animales que se pasean por las cámaras y también que reconozcan los primeros patrones de distinción, pero aún falta mucho para que el programa sea perfecto y le quite horas infinitas de trabajo a Carmen.

El Gran Hermano del radio seguimiento

La segunda clase consiste en aprender a seguir linces marcados con collares de radio tracking. Los hay que emiten una señal de radio, un pitido constante, más o menos fuerte según la distancia, con una onda diferente para cada animal. Localizado un ejemplar desde varios sitios diferentes, se puede triangular y saber con bastante exactitud por dónde se mueve. Los de seguimiento GPS envían la localización exacta, pero fallan más, tienen poca autonomía y son infinitamente más caros. Cuestan más de 2.000 euros cada uno y apenas duran un año. “Dependiendo del animal empleamos un sistema u otro”, explica Carmen Rueda, antena en mano. “GPS es fundamental para animales nacidos en un centro de cría en cautividad y que se van a reintroducir en el medio natural, pues pueden hacer cualquier cosa. En un día se pueden alejar 20 kilómetros y en tres días lo has perdido completamente. Antes, cuando había muy pocos, nos dejaban incluso una avioneta para salir a buscarlos, pero eso ya no pasa. Ahora estamos pensando en utilizar drones para buscar animales perdidos, pero es algo que todavía no está desarrollado, está todavía muy en pañales”.

Es verdad que los collares son aparatosos y llaman la atención cuando los ves. Pero realmente pesan muy poco para un lince. No les impide la movilidad, cazan perfectamente con ellos y, por el contrario, aportan una información muy valiosa, fundamental en las zonas nuevas donde están llegando linces buscando territorios. También estos collares son una salvaguarda de vida para ellos, porque cuando alguien ve un lince con un collar, todo el mundo sabe que están controlados y los que tengan malas ideas se lo van a pensar dos veces. “Los collares son muy importantes”, zanja la experta.

‘Cagarruting’, buscando el ADN de los linces en sus cacas

La tercera lección del día para un aprendiz en técnico de seguimiento de linces ibéricos tiene mucho menos glamour que recorrer el campo antena en ristre. En realidad da un poco de asquito. Consiste en recopilar la información genética aportada por sus excrementos. Y para ello hay que patear el monte bien atentos, cual sagaz explorador, en busca de tales restos. “Las cacas hablan”, confirma Samuel Plá.

Nuevamente es Carmen Rueda quien nos hace la demostración práctica con una hermosa cagarruta de lince que acaba de descubrir al borde del camino, muy cerca de la presa. Es necesario recoger las células epiteliales del tracto digestivo del lince que quedan en la capa superficial del excremento para así poder extraer el ADN. Para ello usan un hisopo con guantes, que frotan sobre la caca con alegría una vez la han reblandecido mojándola con un pulverizador. Bien manchado, se guarda en un depósito Eppendorf que viene con una solución conservante y se envía a la Estación Biológica de Doñana, que es donde están los investigadores que trabajan con la genética de la especie. “Este registro de ADN nos permite la identificación individual, el sexado e incluso el parentesco de cada animal, pero no su edad. Es muy interesante en las zonas donde no podemos utilizar el fototrampeo, como en las zonas abiertas de olivar en Andalucía”, explica Carmen.

Una historia de éxito

Las principales fundaciones conservacionistas que trabajan en la protección de la fauna salvaje ibérica tienen muchas esperanzas en este nuevo proyecto de ecoturismo que acaba de ponerse en marcha. “La idea no es que los turistas solo vean al lince, sino que conozcan la historia que hay detrás de él, una historia de éxito, de recuperación de la especie”, resume Samuel Plá.

Hablar de éxito no es grandilocuencia, ya que, como recuerda este experto, la situación hace unos años era terrorífica. “Si hace 20 años me dicen que íbamos a estar en la situación actual no me lo creería. Se nos iba de las manos, no sabíamos si se podría salvar. Cada atropello, cada muerte era un auténtico drama”. La situación actual no puede ser más boyante. Hace dos décadas tan solo sobrevivían 95 ejemplares entre Andújar y Doñana, mientras el censo actual supera los 2.400 ejemplares. Pero estamos aún lejos de cantar victoria. Juan Carlos del Olmo, secretario general de WWF España, recuerda: «Hay que seguir trabajando para alcanzar una población totalmente viable y fuera de peligro, y esto solo se lograría con al menos 3.000-3.500 individuos, de los cuales 750 deberían ser hembras reproductoras».

El ecoturismo puede ayudar a lograrlo. Como resume el experto Alfonso Polvorinos, se trata de “hacer partícipes a los ecoturistas de esas grandes historias de éxito en la conservación de la naturaleza a través de los 15 espacios naturales que integran esta gran red de experiencias, la primera gran ruta de ecoturismo científico a nivel mundial”. Acompañados por técnicos que trabajan en estos proyectos de conservación, a través de experiencias neutras en carbono que además contribuyen a la financiación de los estudios de protección de la especie. “Y se lo van a pasar muy bien, eso por descontado”, remarca Alfonso Polvorinos. Lo confirma, aún emocionado, el que firma estas líneas.

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