¿Qué ha sido de aquella cinturilla mía?
Llegamos al décimo de los Relatos de Agosto en torno al cuerpo femenino, fruto de la colaboración entre ‘El Asombrario’ y el Taller de Escritura de Clara Obligado. Entramos en una peluquería de barrio; nos atiende una mujer de 59 años que reconoce que no le da la vida ni para comprarse un sujetador nuevo y bonito.
Por MAYA VINUESA
—¿Cuánto cuesta la manicura? —me pregunta una chica de veintitantos, delgadina y con unos pechos como melocotones de Calanda.
—Mi compañera de estética vendrá en un ratito, si quieres esperar —le digo.
Me mira a los ojos en silencio. Vaya, una clienta menos hoy, en este barrio de mujeres modernas con pelos desaliñados y la cartera llena, que no entran en mi local.
—No, gracias — y desaparece por la acera.
La habría sentado en la butaca negra, le habría colgado el bolso, como a una más, y le habría dado la última revista del corazón.
De quedarse bizca, la verdad: vaya pechos que lucía la moza. Un milagro de la naturaleza, o frutos de la cirugía, qué sé yo. Para luego vestir una camisetilla barata, de tirantes, que ni de algodón era la que llevaba… pero menuda silueta, madre del amor hermoso. Monitora de gimnasio, me ha parecido. Y yo, a mis cincuenta y nueve, con unos quesos de tetilla derretidos, y un sujetador grandote y feo (anda que no llevo tiempo con el mismo). No me da la vida para ir a buscarme uno nuevo. Total, ¿para qué?, ¿para quién?, ¿cuándo? Entre sacar al perro, pasar a casa de mis padres para dejarles el desayuno puesto, poner la olla para los que vienen a comer, llamar a mi hija, llevar a mi nieto a la guardería, coger el metro, abrir las puertas de la peluquería y echar el día aquí.
¿Qué ha sido de mí? Todavía me quedan estos ojos azules, ahora detrás de las gafas, que se ven menos, y eso que fueron el delirio de los chicos y las chicas, de los amigos de toda la vida. Me mareo sólo de recordar mi cinturilla de aquellos tiempos. Un café bien cargado, eso me sentaría bien. Pero me da miedo, a ver si me entra más ansiedad de la que tengo ahora mismo. La cabeza me da vueltas como cuando subía a la noria a los quince años en el pueblo. Es el mismo vértigo que me entraba cuando se paraba y estaba subida en lo más alto colgada, como en la rama de un árbol del que no me podía bajar.
Estoy ahí arriba otra vez. Sentada en la rama de una higuera, mi madre y mis tías a mi lado vestidas de negro, mis cinco hermanas y mi hermano. Hace ya fresco, y mi padre se cubre con una manta. Hablamos de muchas cosas. De las vecinas, los sobrinos, los que tienen televisor y los que no, de las noticias, de esos fusilamientos que colean, de una viuda que anda suelta buscando guerra, de las vacaciones en la playa, de padres y de maridos providentes (o vagos, o de los que van a comprar tabaco y no vuelven).
Me acuerdo muy bien de esas conversaciones. Me tragaba una detrás de otra, mientras mis hermanas iban y venían. Ya desde chica me llamaban a mí a la hora de la cena, a la hora de los besos en los portales con luces apagadas. Y todo por ser la pequeña. Alguien tendrá que cuidar de Madre cuando sea mayor, me decían mis hermanas, que ya tenían novio y no pensaban hacerlo.
Ay, qué mareo cuando arranca otra vez la noria, como si de golpe y porrazo fueras a dar con los huesos en el suelo. En cuanto entre otra clienta y me vea en la rama del árbol, o en la noria, qué digo, aquí tumbada en el suelo, con los ojos cerrados y las gafas aplastándome las pestañas, se va a pegar un susto. Pero no señora, no es lo que parece. No me ha dado un ictus, ni nada de nada. Ha sido la gravedad. Me ha tirado al suelo. Y así por las buenas me viene todo el pasado a cámara rápida, lo que era yo, lo que he sido, y lo que me he perdido… “Échale el gancho a alguno, y a lo tuyo”, me decían las amigas. Y yo sin darme cuenta, todo el día distraída, toda la vida loca por cuidar a otros. La de cines que me habré perdido, meriendas, vestidos a medida, paseos nocturnos, besos robados, invitaciones a cenar, regalitos y todas esas cosas que hacen feliz a una muchacha.
No me faltó mi romance de última hora, y adoro a mi hija, por muchas canas que me hayan salido después de criarla sola. Cómo me ha desgastado. Una se pregunta, tantas atenciones con la familia, con los jefes de las peluquerías y sus esposas y sus hijas y sus perros y sus gatos y sus canarios. Madre mía, ¿para qué habré regado todas esas plantas de gente que marchaba de vacaciones a la playa?, y ¿cómo no habremos buscado todavía una enfermera para mi madre?, que ya son años los que lleva como está, y eso que lo veíamos venir, que siempre estuvo delicada.
La viejita se va a quemar con el secador, pero no se queja.
Amados pechos queridos, no puedo vivir un día más sin daros un capricho a vosotros y otro a ese Paco de panza cervecera, con las ganas que os tiene. Ingrata, me dice últimamente cuando paso por delante de su tienda. En cuanto cierre hoy me acerco y le digo cómo, cuándo y dónde. Rapidito, rapidito. Por lo que más quieran las clientas de este barrio, que no entren ahora, que de aquí no me levanta nadie. Se acabó, el cerrojo está echado, la vieja del secador dormida o muerta, y yo no estoy para nadie. Yazco de nuevo, sin sostén, ni uniforme, ni gafas, ni nada de nada. Estoy tumbada encima de mi cama, sobre la colcha de ganchillo, que no me ha dado tiempo a quitarla, con Paco y su plátano erecto sobre mí. Cómo jadea el hombre. Ay, sabroso, dice. Sonríe, orondo en cuanto le dejo correrse entre mis pechos. Ay de esos jugos de guayaba, lulo y leche, que me caen en la cara y en el pelo. Mucho más espesos y dulces que el agua del limonero. Me levanto y me toco la melena: peinada con la mejor laca del mundo, en ondas rotas y puntas tiesas, como se llevan ahora… Como las llevamos todas.
ENTREGAS ANTERIORES
‘Relatos de Agosto’ en torno al cuerpo femenino. ‘La Piñata Niña’
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Comentarios
Por Carmen Santamaría, el 20 agosto 2017
Estupendo retrato! Me he puesto en sus zapatos y me da la impresión de que la conozco, que es de carne y hueso y palpita con preocupaciones comunes. Bravo, Maya