En lo más íntimo de las muñecas

Fotografía de la artista Laura Torrado.

Fotografía de la artista Laura Torrado.

Fotografía de la artista Laura Torrado.

Fotografía de la artista Laura Torrado.

«Como última fase de mi recuperación, hace días me forzó a que mirase unos cuerpos desnudos». Ricardo Lamelas firma el noveno relato de nuestra Serie de agosto en torno al cuerpo femenino. «Buscaba en el sueño mujeres de cuerpo hinchado, mujeres caballo, mujeres elegantes que pisan con profundidad los adoquines. He soñado que me recorrían con sus zapatos sin acordarse de reparar luego mis heridas».

POR RICARDO LAMELAS      

Cada matrioska esconde, dentro, otra y otra más, hasta que llego a la más pequeña, una diminuta figura que cabe en la forma de mi uña. ¡Si todo fuese tan fácil! Lo cierto es que soy yo quien sabe, y por tanto quien pone, una matrioska dentro de otra, porque no puedo verlas como seres independientes. Ellas, dice mi psicóloga, son perfectamente capaces. Yo –y ese es el núcleo de mi trastorno– sufro por mi tendencia a encapsularlas.

Como última fase de mi recuperación, hace días me forzó a que mirase unos cuerpos desnudos. Cuerpos de mujer largos y cortos, con pechos casi inexistentes, otros con mamas abundantes, pubis rasurados, nalgas elusivas, nalgas de botija. La experiencia fue perturbadora, no me gustó lo más mínimo. Para ser la última fase de recuperación, me sentía tan infeliz como al principio. Un poco más bueno, tal vez, pero insignificante. Cogí una de las fotos, de la que parecía más pequeña, y la escondí en mi manga, sin que la psicóloga lo notase.

En mi cuarto, separé todas las matrioskas y guardé dentro la foto. Sobre mi mesa sólo dejé la figura diminuta, que golpeaba con el dedo. Era como si una mujer gorda, de cuerpo flemático, cuyas carnes rebosaban por encima de las prendas de ropa, se dejase hacer sobre una mesa de ping-pong. En el vaivén de su cara redondeada, sus brazos, su vientre, venían a mí todas las veces pasadas, los golpes, los gritos, las huidas. Alguien venía y nos separaba. Una sucesión de violencias que no sé cuándo había comenzado. Me cuesta trabajo descubrirlo, conectarlo. La figurita caía y yo volvía a levantarla. La figurita caía y yo volvía a levantarla. La figurita caía.

Irritado, la atrapé dentro de mi puño y quise deshacerla como barro. Imposible. Su persistencia era tal que terminó doliéndome, la estampo contra la pared y ha dejado un golpe que por las noches palpo desde la cama. Pero ella se quebró en dos mitades. Y con ella, algo dentro de mí, quebrado en fragmentos tan mínimos que por las noches, cuando lloro, entiendo mi debilidad.

He soñado que el objetivo de las matrioskas pudiera ser compatible con el mío, llegar a ser más y más grande. Buscaba en el sueño mujeres de cuerpo hinchado, mujeres caballo, mujeres elegantes que pisan con profundidad los adoquines. He soñado que me recorrían con sus zapatos sin acordarse de reparar luego mis heridas. Pero siempre me despierto cuando se recogen las sombrillas de algún bar y el camarero, dispuesto a echar el cierre, expulsa los cuerpos definitivos con un soplo en el que se adivina mi cansancio. Tal vez sea yo el incapaz, le dije a mi psicóloga, porque no puedo engendrar nada. El cuerpo de las mujeres, insinúa, te violenta tanto por eso. Le devolví su foto.

Es la foto de una niña delgada, con el pelo blanquecino, disfrazada de abuela en una función de teatro escolar. Hace una mueca contradictoria, y al fondo, se divisa un coro de otras niñas vestidas de negro, al mando de una viuda con bastón.

En el hueco que ha quedado, en lo más íntimo de las muñecas, he resguardado yo por fin mi corazón.

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