A partir de ahora puedes tener bebés

Los amantes de Magritte.

Los amantes de Magritte.

Los amantes de Magritte.

Los amantes de Magritte.

Rebeca se ha hecho mayor. Su madre le ofrece un paquete de compresas. Su abuela le advierte: “Ten cuidado, a partir de ahora puedes tener bebés”. Pero ella no quiere tener bebés. Parece que ha entrado en un laberinto sin señalizar. Y justo el día que ha quedado con su amiga para ir a la piscina. Tiene que pasar el mal trago. Relato 11 de nuestra serie de Verano en torno al cuerpo femenino.

Por NURIA SIERRA CRUZADO

“Recuerda que cuando un hombre sale de una habitación, se lo deja todo en ella -le ha dicho su amiga Marie Mendelson-.

Cuando sale una mujer, se lleva todo lo que ha ocurrido allí”.

(‘Demasiada felicidad’, Alice Munro)

Ten cuidado porque a partir de ahora puedes tener bebés, le dijo su abuela y siguió frotando el espejo del cuarto de baño. Ni siquiera se dio la vuelta para decírselo y no dijo ‘puedes quedarte embarazada’ o ‘puedes tener hijos’. No, bebés, como si ella fuera todavía demasiado pequeña o estúpida para entender otra palabra.

Su madre le ofreció un paquete de compresas, sin manual de instrucciones, mirándola como ella la miraría años más tarde al raparle el último mechón de pelo tras la enfermedad. Parecía que había entrado en un laberinto sin señalizar. Cogió de la estantería Otra aventura de Los Cinco y se escondió detrás de un sillón orejero, en el espacio vacío que formaba con una esquina de la habitación. Con su casette favorito en el walkman, subió el volumen. ¿Cuántas veces había leído ese libro? Daba igual, ella quería ser Georgina, quería que la llamaran Jorge. ¿Qué nombre se pondría si fuera un niño, si el nombre que le habían puesto no le pareciera tan hueco? Quería llevar el pelo corto, vestir de chico y tener un perro. Y un padre científico. Bueno, con tener un padre se conformaba. Su abuela la llamó desde la cocina:

– Toma, para el dolor. Remedio casero.

– No me duele, abuela.

– Te dolerá.

Parecía agua. Olió el líquido transparente que le ofrecía en una copa de las que se usaban solo con las visitas y aspiró el fuego. Su abuela sonrió, ginebra, ya te gustará. Para dentro de un trago. Y si te duele mucho, mucho, te quedas en la cama y punto. No hay mejor excusa para todo. El líquido le quemó la garganta y estuvo a punto de vomitar.

No podía ser más desgraciada, tenía que venirle precisamente en junio, en la semana que terminaba el curso y abrían las piscinas. Su madre le había regalado un sujetador las navidades pasadas. Estaba todavía doblado y metido en una cajita rosa. Se lo probó, la copa le quedaba demasiado holgada y le apretaba el cierre en la espalda. Pegó las hombreras con el velcro a los tirantes y se puso una camiseta amarillo flúor. Tenía miedo de mirarse entre las piernas. Se encerró en el cuarto de baño y pensó qué haría Georgina/Jorge en esta situación, si sería tan valiente como cuando exploraba una cueva o escalaba por los acantilados de Dover. Miró la mancha en el centro de la celulosa. Era como una isla rojiza en mitad de un mar blanco. Despegó el adhesivo, hizo un gurruño y ¿dónde tiraba ahora aquello? Fue a la cocina como una fugitiva, eligió una bolsa de plástico negra que su abuela acumulaba en un cajón y metió el cadáver en la basura, tapándolo con unas cáscaras de huevo. ¿A partir de ahora todo consistirá en ir escondiendo los restos de su cuerpo?

– Rebeca, hija, no te bañes en la piscina, y nada de saltar o de movimientos bruscos. Ten mucho cuidado.

– ¿Por qué, mamá?

– Bueno, ya sabes… Es lo que hay… -dijo abriendo las manos y subiendo los hombros como dando por hecho ese agujero de silencio.

Ella estaba a punto de decir que no sabía a qué tener cuidado, que no entendía ese miedo mamífero, pero en lugar de eso dijo: mamá yo no quiero tener bebés. Y dijo bebés, no hijos o embarazo, como si hubiera retrocedido en el tiempo, tuviera cuatro años y se excusara ante su madre por romper un plato. No quiero tener bebés, repitió.

– Eso lo dices ahora, ya verás cómo cambias de idea. Solamente la posibilidad de tenerlos te hará ver todo diferente.

Y ella se siente un contenedor de material precioso, algo como el mercurio líquido, con la responsabilidad de entregárselo al mundo. ¿Y si no quiere? ¿Y si quiere tirarse a la piscina y bucear?

– Toma, un regalo. Tu abuela me lo dio a mí cuando tenía más o menos tu edad.

Era un libro con las tapas rojas, no tenía ningún título en la portada, solo huellas grasientas de dedos y el canto amarillo. Lo abrió, olía a tumba. Leyó: ‘Educación sexual para jovencitas modernas’. Debajo ponía el nombre de la editorial y el año, 1960. Ese libro se publicó mucho antes de que ella se convirtiera en la sangre cuajada de su madre.

Ahí está todo lo que necesitas saber, la miró complaciente, estrujando el trapo de cocina hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Se marchó y la dejó allí con el libro en el regazo y el revoltijo en la barriga.

Emilita estaba esperándola en la puerta de la piscina municipal. Llevaba una camiseta con flecos que transparentaba un biquini fucsia. Todo el mundo seguía llamándola con el diminutivo aunque tenía unas tetas enormes. Ella estaba orgullosa, E-mi-li-ta, luz de mi vida, fuego de mis entrañas… le decía su padre.

– Tía, qué tardona eres. Los chicos ya han entrado. Ha venido Daniel, dijo arrastrando la última sílaba del nombre.

Eligieron un lugar entre sol y sombra, bajo unos olmos cerca de la verja y del puesto de los helados. Por megafonía sonaba Girls just wanna have fun, ¡¡Ayyy, cómo me gusta esta canción!! Emilita se puso a cantar saltando sobre la hierba. Los chicos miraban cómo sus tetas redondas se desbordaban del biquini en cada movimiento, hasta que corrió hacia la piscina y se tiró a bomba. Rebeca extendió la toalla en la sombra, sacó el walkman y el bote de crema. Cruzó las piernas. El paquete de celulosa se le movía, le hacía sudar, y además parecía que todo el mundo la miraba.

– ¿No te quitas la camiseta y el pantalón?, le dijo Emilita sacudiéndose el pelo y rociándola con el olor a cloro.

– No, tengo un poco de frío.

– ¿En serio? ¡Venga ya! Tú lo que tienes es…, ¿o no?

– ¡No! No sé, ¿qué dices?

– Vamos, no te hagas la loca. Si te quedas tal cual, todo el mundo sabrá que estás así…, en esos días…

– Déjame en paz.

Después de comer, el sol acuchillaba las sombrillas, las cigarras cantaban para atraer a las hembras, el señor de los helados dormitaba con el periódico sobre la cara. Daniel tenía la cabeza apoyada en el vientre de Emilita y mordisqueaba una brizna de hierba. Ella le acariciaba el pelo con los ojos cerrados. El tiempo detenido como guedejas de algodón colgando de los árboles, marcando la sístole de un verano infinito. Rebeca con los auriculares puestos se dejaba llevar por la perspectiva de los días largos, de las noches en las que podría acostarse algo más tarde. Quizá, no estaba segura de si ahora la dejarían quedarse en el parque al anochecer. Por un momento se olvidó de su nueva condición, en ese instante perseida que más tarde recordaría como demasiado feliz.

– ¿Quieres un helado?, Emilita le arranca los auriculares devolviéndola a su cuerpo-. Vamos al puesto, mi padre me ha dado la paga. Yo invito.

Las dos muchachas caminan por la hierba. Rebeca no puede dejar de mirar las tetas de su amiga. Sobre todo ese pespunte de carne blanca que le asoma de la línea del biquini. Una vez después de clase de gimnasia en los vestuarios, le vio los pezones, dos guindas coronando un merengue. Los suyos eran rugosos y oscuros.

– ¿Por qué no te pones un tampón? Así puedes bañarte y eso sin problema. Yo los uso, y da gustito al meterlo.

– ¿Un qué?

– ¿No sabes lo que es? Mira que estás anticuada, tía.

Eligen dos helados con forma de pie. Está cremoso y el primer lametón al dedo gordo, Rebeca lo da con los ojos cerrados. Le trae recuerdos de veranos amarillos, de su padre lanzándola por el aire hasta una poza de agua turquesa, de niños desnudos ensartando gusanos en un anzuelo.

En la segunda lengüetada le pega un retortijón y abre los ojos. Su primera imagen es Daniel. Está rebuscando en su bolso, saca el libro de tapas rojas y lo hojea. Rebeca corre por la hierba, se le cae el helado, pero llega tarde. El chico le está mostrando el libro al resto, señalando las ilustraciones de las páginas y riéndose.

– ¿Quieres ver pollas, Rebequita?, dice Daniel agarrándose el paquete. Todos los chicos le imitan.

– Dame el libro.

– Uy, qué valiente la señorita que ni siquiera se ha tirado a la piscina.

Alrededor de Rebeca se ha cerrado el círculo. No tiene escapatoria. Siente miles de garras que la enganchan por los brazos y por las piernas. Se revuelve, patalea, chilla que la dejen en paz, que la suelten, pero ahora parece que nadie en la piscina la mira. Cosas de chavales, y vuelven a sus crucigramas, a sus siestas, a su espantar moscas.

La llevan en volandas como si fuera la merienda de una tribu amazónica. Ve pasar las nubes y los vencejos y se deja manosear. Ya no hay nada que hacer.

Cuando siente el estallido frío contra su cuerpo, por un instante no sabe dónde está. Todo es azul y líquido. Saca la cabeza, escupe el agua que ha tragado y respira. Está en la zona profunda de la piscina donde no hace pie, mueve las piernas con fuerza intentando mantenerse a flote. Bracea hacia la escalera. No se está tan mal, sin embargo, en el agua, aunque la camiseta y el pantalón tiren de ella hacia el fondo. Casi a punto de tocar el bordillo, oye las risas de todo el grupo.

– Mirad, Emilita está señalando hacia la piscina entre carcajada y carcajada.

Rebeca llega al último peldaño, se da la vuelta y se queda allí empapada mientras el socorrista corre hacia ella. En el centro del agua está la compresa flotando solitaria.

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Comentarios

  • Alejandro Chanes Cardiel

    Por Alejandro Chanes Cardiel, el 09 septiembre 2017

    Nuria, escribes muy bien, ya lo sabíamos, con ese realismo acerca de lo cotidiano. Muy bueno.

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