Trabajo fino de costureras
El cuerpo de la mujer como ‘objeto’ de moda y celebración. Un inquietante cuento dentro de nuestra serie de ‘Relatos de Agosto’, metafóricamente muy pegada a temas de actualidad, desde la transexualidad a la violencia de género.
Por JESSICA GARCÍA FERNÁNDEZ
En el 1173 de la calle del Hilo, viven dos hermanas. Son costureras. Hacen vestidos de mujer, vestidos a medida. Esta mañana la mayor ha tomado nota del primer encargo. En el encabezado de un boceto a lápiz escribe: Vestido de gala. Recogida a las tres.
A las nueve en punto, la calle entra a gritos en el taller. La hermana menor se concentra en bordar unas rosas oscuras sobre el bastidor, la mesa está cubierta por una maraña de hilo. En el extremo de la sala, la mayor la observa y da soplos a una taza con el logo de Prada. La sujeta y cabecea. Pobre chica, piensa, no tiene talento suficiente.
En ese momento, la menor clava los ojos en su hermana que tiene sobre su mesa diminutas cuentas de cristal, obsesivamente ordenadas en hileras, un estrecho corsé y varias pinzas de cirujano. Fuera, el aire se remueve y las cortinas avanzan por el cuarto. La pequeña siente cómo el calor le inflama los ojos. Maldita vieja, susurra. Baja la cabeza y comienza a bordar frenética, ahora es una araña con una madeja de hilo saliendo de una rueca. Ya veremos quién gana esta vez.
A las tres tocan al timbre. Las costureras miran con avidez hacia la puerta, llevan horas cosiendo sin descanso. La mayor abre, pasa la modelo deseosa de probarse el nuevo vestido, se desnuda y se coloca de pie sobre la plataforma giratorioa, justo en mitad de la sala. A su alrededor campan retales, hilos, tijeras, alfileres, patrones. Ninguna de las dos hermanas se mira, solo se acercan, hacen alguna prueba sobre el cuerpo y vuelven a su lugar. No le han colocado nada todavía, aunque tienen varias prendas terminadas.
A las cuatro menos cuarto, la menor por fin comienza, toma una de las rosas y la pega a la piel, utiliza un tipo de pegamento especial, transparente. Hace lo mismo con las otras veintiséis. Engancha unas flores con otras. La mayor, que ha esperado pacientemente, observa con desaprobación el conjunto, desde lejos el cuerpo de la modelo es una tela de araña plagada de moscas. Llega su turno y las despega. Quiere colocar el corsé con brillos incrustados. No está convencida, la menor la siente titubear y sonríe. La mayor se da cuenta, despacio se acerca a la ventana y la cierra, en pocos minutos la estancia es una madriguera. Saca los cristales del corsé y los clava uno a uno sobre las marcas de pegamento, usa los ganchos metálicos. A las cinco, la modelo se tambalea. Las costureras, indiferentes, la mueven sobre la plataforma, le rodean el cuello con una tira de seda azul que tensan sobre una de las varas de las cortinas. El cuerpo se mantiene de pie haciendo equilibrio con las puntas, es una bailarina, un títere.
La hermana pequeña sostiene la falda de tul roja, cuando va a colocarla la otra la aparta y se mete entre las piernas de la modelo, hace un pespunte a los labios para simular los pétalos de una flor, da un chasquido con la lengua y sonríe, ¡esto es moda! Después la emprenden con las uñas, la pequeña pinta una viuda negra en el meñique, con rabia, como si fuera una promesa.
A las seis la menor recoge sus rosas y las clava a la cabeza con varios alfileres largos y precisos. La sangre mancha algunos mechones que ambas cortan, con el resto del pelo hacen un hermoso tocado. Un olor metálico lo llena todo y las costureras se afanan sobre la composición de gala, añadiendo y quitando complementos. Cortan dedos para que calcen en unos estilizados zapatos de tacón. Con marcas finas simulan unas medias de rejilla. Cubren la cara con un velo negro que le tapa la boca.
A las siete el modelo está terminado. Fuera, el sol se pudre. La mayor se sienta en el sofá, se enciende un cigarro y aspira despacio, triunfal. La menor, derrotada, se ovilla en un rincón, tapándose con los hilos de costura, como una araña.
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