S.O.S. de Año Nuevo y el miedo a la libertad
Plantearse un propósito para Año Nuevo es una tentación a la que casi todos hemos sucumbido. Proponerse dejar de fumar, perder peso, hacer ejercicio, poner en práctica alguna disciplina apetecida, librarse de la adicción tecnológica o compartir más tiempo con los seres queridos… Acudimos a nuestro propio rescate tras habernos abandonado. Feliz 2018 desde ‘El Asombrario’.
Se trata de una inercia atávica que responde a los ciclos solares marcados por los solsticios. A lo largo de la historia, los pueblos han recreado ritos en base a estos fenómenos astrológicos cargados de simbolismo. El solsticio de verano -el momento en que el sol marca su punto más álgido y a partir del cual comenzará a decaer- se ha interpretado como un proceso de desprendimiento y purificación, igual que el solsticio de invierno –cuando el astro rey desciende a su menor altura– se ha vinculado con un renacimiento.
La natividad de Jesucristo –cuyo día se desconoce- fue trasladada para hacerla coincidir con las fiestas Saturnales del dios solar Mitra celebradas del 22 al 25 de diciembre. Idéntica fecha fue elegida por los asirios para conmemorar el nacimiento de Adonis, por los griegos en tributo a Dioniso o por los nórdicos en honor a Freyr, dios del sol naciente. Estas fechas, por tanto, se han identificado, desde hace tiempo y hasta hoy, como una oportunidad de cambio, un impulso de renovación del orden ya existente.
Estas tradiciones promovían la transformación del hombre en armonía con la naturaleza, nos indicaban que somos producto de una dinámica de cambio sostenida. Por contra, nuestros deseos de año nuevo constituyen, en la actualidad, una mera tentativa de enmienda a un estilo de vida en el que permanecemos anclados a pesar de que no nos satisface. Proponerse dejar de fumar, perder peso, hacer ejercicio, poner en práctica alguna disciplina apetecida, librarse de la adicción tecnológica o compartir más tiempo con los seres queridos -por citar algunos de los ejemplos más comunes- son anhelos que, en la mayoría de los casos, apenas conseguimos consolidar, fuegos de artificio de escaso recorrido, pero que destapan, con su mero pronunciamiento, un fallo en nuestro modo de vivir. Y es que, con independencia del propósito elegido, resulta esclarecedor que todos incidan en la atención y cuidado hacia uno mismo. Acudimos a nuestro propio rescate tras habernos abandonado.
En Miedo a la libertad, Erich Fromm explicó cómo las personas vivimos supeditadas a un equilibrio entre seguridad y libertad. Desde el momento en que nacemos proyectamos el recogimiento del vientre materno en la figura de nuestra madre, de la que no nos distinguimos en los primeros días, o de la familia, en la que nos sentimos como parte de un todo durante nuestra niñez. El ser humano -a diferencia de la mayoría de seres vivos- tarda muchos años en valerse por sí solo. Esa sensación de vulnerabilidad permanece latente una vez que salimos de nuestro entorno de confianza y comenzamos a vivir con independencia. Tras el reconocimiento de nuestra individualidad emerge un deseo de libertad, de reafirmación propia, pero cuyo desarrollo, tarde o temprano, repercute en una cuota de inseguridad que nos arrastrará, de forma pendular, a buscar refugio. La sociedad, en general, o colectivos de distinta índole, en particular, proponen unas pautas a las cuales nos adaptamos a bien de recuperar la sensación de protección amniótica. Y es en esa oscilación de mí al resto y del resto a mí, de descubrirse a uno mismo a diluirse al amparo de los otros, como van discurriendo nuestros días.
En opinión de Fromm, no obstante, la tendencia a limitar el espacio propio se ha acentuado en la sociedad moderna. La mayoría de individuos, al adecuarnos a unas directrices de clara motivación económica, sacrificamos nuestra autonomía, transformándonos en definitiva en seres prácticamente iguales. Si cada persona es un potencial que va emergiendo en relación a la diversidad y autenticidad de sus experiencias, su contrario, la repetición continuada de patrones de conducta, nos priva de aquello que determina al hombre: el cambio.
Pocos artistas han conseguido transmitir esta deriva deshumanizadora como Edward Hopper. El artista neoyorquino, que fue catalogado como el pintor de la soledad, se encuadró dentro del movimiento artístico del “realismo sucio” que, desde distintas disciplinas, puso el foco en circunstancias poco atractivas pero que reflejaban fielmente la mentalidad norteamericana de la primera mitad del siglo XX. Los cuadros de Hopper mostraban la contradicción de una sociedad cuya prosperidad iba a la par que el desencanto de sus ciudadanos. Se trata de pinturas en las que se retrata a personajes solitarios, o bien acompañados, pero siempre aislados en su propio vacío interior. Es el caso de Noctámbulos (1942), su obra más popular, en la que se representa a los clientes de un bar, en horario nocturno, con sus miradas perdidas en un horizonte que no existe. Pese a su evidente hastío, los protagonistas de Hopper no son rebeldes sino cautivos de unas vidas anodinas frente a las que han sucumbido.
Pero la fijación de estas rutinas tiene una explicación desde un punto de vista biológico. La estructura neuronal favorece no solo la fidelización de las costumbres sino también de conductas evasivas que nos privan de la posibilidad de reacción. Cuando un estímulo se ve recompensado el cerebro segrega una hormona de dopamina y la relación queda registrada en los ganglios basales que alientan a la repetición del estímulo para obtener, de nuevo, el premio. Este proceso se reproduce, del mismo modo, cuando se aplica un hábito social que nos ha procurado una sensación de seguridad. Cuando el acto se regulariza, el cerebro interrumpe la segregación de dopamina pero, aun así, la rutina permanece. Recientes estudios han certificado que el ataque a nuestras creencias, de las que dependen directamente nuestros comportamientos, activa las mismas regiones cerebrales -la amígdala y la corteza insular– que las amenazas a nuestra integridad física, provocando no solo una respuesta de rechazo cognitiva sino también emocional. Modificar un hábito no es imposible, pero sí muy complicado.
La producción y el consumo abarcan toda nuestra existencia. Es el modus vivendi actual que no comprende equilibrios ni oscilaciones. Aquellos momentos libres que podríamos orientar a vivir de una forma más sostenible son monopolizados por diferentes formas de consumo a las que sucumbimos bajo un persistente bombardeo de estímulos. De esta propensión deriva el fenómeno creciente de la procrastinación, el hábito de postergar actividades que debemos atender –como los propósitos de año nuevo- pero que aplazamos para realizar acciones, menos trascendentes, que nos proporcionan una recompensa inmediata.
Tristan Harris abandonó Google para centrarse, desde su plataforma Time Well Spent, en la denuncia del fomento de las conductas adictivas por parte de las compañías tecnológicas. Harris se formó en la Persuasive Tech Lab de Stanford donde fue instruido sobre la implementación de los principios de la psicología conductual al diseño del software, con la intención de conseguir que los usuarios de aparatos y aplicaciones prolongaran su uso y atención. Del mismo modo que algunas empresas de comida basura introducen azúcar y grasa para fomentar comportamientos compulsivos, algunas redes sociales o productos tecnológicos ofrecen, según el ejecutivo, recompensas que favorecen las descargas dopamínicas.
En la misma línea, otro de los factores distintivos de nuestra era es el de la imparable expansión comercial del ocio. El consumo del entretenimiento se ha disparado hasta encuadrarse en lo que Zizek denomina “el deber de gozar”. En las sociedades occidentales se asume que la distracción es un bien compensatorio al que tenemos derecho tras una estresante jornada. Y sin duda que una dosis de evasión puede -y hasta debe- descargar un ritmo de vida muy saturado. Pero dedicar todo el tiempo disponible a ello, sujetos a una evidente inercia adictiva, anula nuestra capacidad crítica y transformadora.
Estamos siendo privados de uno de nuestros bienes más preciados, el punto desde el cual podemos activar el inicio de un cambio: la atención. El ciclo Relajación-Atención-Control-Plenitud ha sido remplazado por la secuencia Tensión-Distracción-Descontrol-Angustia. Resulta paradójico que algunas de las principales empresas del mundo que se dedican a captar nuestro interés sepan -en el manejo del Big Data- más de nosotros que nosotros mismos. Los personajes de Hopper han pasado de la melancolía de quienes auguran que su propósito de año nuevo surcará su vida como una estrella fugaz a ni tan siquiera planteárselo ensimismados en una pantalla de un móvil.
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