Hopper ‘revisited’

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Pinturas que son narrraciones. Los cuadros de Edward Hopper. Que ocultan más de lo que muestran. Como las historias de Cheever. Como los cuentos de la nueva premio Nobel, la canadiense Alice Munro. Detente, quítate los zapatos, ponte cómodo y lee. Cuadros o libros.

Tengo la impresión de que muchos escritores y lectores de relatos -entre los que me incluyo-, no solo nos hemos alegrado del Nobel a Alice Munro (en esta Área de Descanso dimos cuenta de su último libro, Mi vida querida), sino que lo hemos hecho nuestro, como si por unos instantes también nos hubiera rozado la gloria. El Nobel a la llamada Chéjov canadiense corrige además agravios del pasado, escritores de relatos que bien hubieran merecido el premio y no llegaron a conseguirlo. Uno de ellos sería, sin duda, John Cheever, el Chéjov de los suburbios. Pero no quiero hablar de Munro ni de Cheever sino de Edward Hopper, un pintor que como ellos también esconde más de lo que muestra en sus obras.

He tenido ocasión de volver –si es que alguna vez lo he abandonado- a Hopper con motivo de unas lecturas impartidas en el Museo Thyssen. Y digo que nunca lo he abandonado porque en el pequeño escritorio donde trabajo posa desde hace años una reproducción de Habitación de hotel. Quien viva en Madrid tiene la suerte de ver original en el Museo Thyssen, al menos hasta que este Gobierno, municipal, autonómico o central decida otra cosa. Ya nos han demostrado lo poco que les importa la cultura.

No sé en qué medida el cuadro ha influido en lo que escribo. Creo que mucho. Cuando levanto la vista del ordenador, mi vista alterna entre los árboles del jardín que hay al lado de mi casa y el cuadro de Hopper. Una mujer está sentada en la cama de un hotel. Sabemos que es un hotel no solo por el propio título del cuadro, también por la disposición del espacio que el pintor nos permite ver: una pared sin adornos, blanca, las maletas en el suelo, aún sin deshacer. Podría ser uno de tantos hoteles funcionales que recorren la geografía planetaria.

La mujer sentada en la cama tiene la espalda doblada, en una posición vencida, de abatimiento. La cama está inclinada, como si se nos fuera a venir encima, y esta inclinación añade inestabilidad a la figura de la mujer. Sin embargo, el punto de fuga del cuadro es la ventana del fondo. Es de noche y la luz que vemos es artificial, de una lámpara o de un foco que no vemos.

“Una luz –la de la mayoría de los cuadros de Hopper- que parece adherida a los objetos”, dice el poeta Mark Strand, cuya obra bien podría calificarse de hopperiana. La angostura de la habitación, la luz artificial, y la oscuridad de la noche como única escapatoria, añaden pesimismo a la escena.  La mujer está en ropa interior, su rostro no está perfilado del todo, aunque lo suficiente como para saber que el papel que mira le trae malas noticias. Aunque sabemos por la mujer y modelo de Hopper, Josephine, que el papel es un horario de trenes, yo quiero pensar que la nota es una carta y que no dice nada bueno. ¿Es de su marido, de su amante? ¿Le dice que la ha abandonado?  ¿Cuántas veces la ha leído? No sabemos. Aunque es de noche, la cama está impoluta. La mujer ha llegado al hotel, ha dejado las maletas (aún sin abrir), se ha descalzado (entrevemos los zapatos junto al aparador) y se ha desnudado (lo que parece el vestido reposa en uno de los brazos). Ninguna de las figuras que aparecen en el cuadro se muestra en su integridad. No vemos el cuerpo completo de la mujer. El trasero lo oculta el cabezal de la cama y los pies están segados por el corte del cuadro. Vemos la mayor parte de la cama, pero no toda. Ocurre lo mismo con el sillón, la ventana, el aparador, la severa pared, incluso las maletas. Volvemos a la nota. ¿De dónde la ha sacado? ¿De su bolso? ¿Se la ha traído el conserje? Nos movemos en el terreno de las especulaciones, de la narración. Porque una buena parte de los cuadros de Hopper son puras narraciones, historias que el observador enriquece en su imaginación, cuentan una historia que el observador debe inventarse. Son historias insinuadas, abiertas a distintas posibilidades, como la vida misma, como los cuentos de Munro, Cheever y de tantos escritores adscritos a la tradición chejoviana. “Hopper oculta más de lo que muestra”, dice el especialista Ivo Kranzfelder. Igual que un iceberg, igual que la prosa de Hemingway (ambos publicaron durante un tiempo en la misma revista), Cheever o la propia Alice Munro. Toman una parcela de la realidad y la representan para volcar en ella su visión del mundo.

Procedente de una familia de origen holandés, no es de recibo el parentesco pictórico de Hopper con el gran pintor holandés del XVI Vermeer. De él toma la idea del pintor como voyerista, el retrato de interiores y de la vida cotidiana. Otro holandés, escritor y viajero, Cees Nooteboom, cuenta en El enigma de la luz a propósito del misterio que desprenden los cuadros de Hopper: “¿Qué ve entonces el espectador que no se interesa por tales enigmas y que tampoco es sensible al mundo interior de Hopper ni al drama representado en sus cuadros? Pues no verá gran cosa, entiendo. Grandes lienzos de carácter realista ejecutados por un hombre que no sabía pintar de una manera especialmente ‘bonita’. Es obvio que quien mire de esta manera ha perdido el tren”.

Quien mire de esa manera, añadiría yo, tampoco comprenderá la magia de alguien como Alice Munro, será incapaz de ver lo que esconden sus narraciones. Contaba hace poco el escritor Richard Ford en una entrevista que la literatura es un ochenta  por ciento artesanía y solo un veinte por ciento arte. La artesanía puede aprenderse. Pero la magia debemos encontrarla en nosotros mismos.

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