A Fortu, el perro ‘afortunado’, un cobarde le disparó a la cara

‘Fortu’, el perro afortunado.

Es un perro con suerte, o eso dijo la veterinaria. Y enseguida añadió, mientras lo examinaba en uno de los boxes antes de subirlo a quirófano: “Madre mía, no había visto algo así en todos los años que llevo aquí”. Esta es la historia de Fortu, al que me encontré ayer malherido a la puerta de casa. Gimoteando porque algún bestia no dudó en dispararle a la cara. No mirarle a la cara, no. Son demasiado cobardes. Sino dispararle.

Esto fue ayer, ya entrada la noche. Esther, que estaba de guardia, lo metió en quirófano y operó. La intervención salió bien y hoy Fortu ve solo por el ojo derecho. Fortu, de Afortunado. El izquierdo lo lleva tapado. Esther me ha contado que le ha cosido el tercer párpado sobre el ojo para protegerlo de la luz y que en un par de días, cuando le retire los puntos, veremos. Y que pinta bien. Luego, con más tristeza que rabia, ha resoplado: “¿Cómo puede haber gente así? Dispararle un perdigón al ojo a un perro… Qué bestias”.

Las bestias. Así llaman en el pueblo a Fortu y a los demás animales, a los domésticos y los nacidos para dar: dar leche, carne, purines, dinero. En el pueblo, que no es tal porque ni siquiera hay calles –apenas unas casas desperdigadas entre campos de trigo, granjas de engorde de aves y explotaciones de vacas–, los gatos, cerdos, cabras y ovejas son los que están pero no son. Hay excepciones, pero son escasas. Hace unos años, la perra de unos vecinos sufrió una infección después del parto y el dueño, que no había pisado un veterinario en 78 años de vida, intentó curarla administrándole una sobredosis de antibiótico para cerdos. La perra tardó tres días en morir.

Fortu duerme fuera la mayor parte del año, entre balas de paja, salvo cuando se cuela en casa y se esconde detrás de un sofá destartalado que apenas oculta su enorme cabezota. Come las sobras de la comida, como Felisa, la gata sorda. Los demás gatos, una colonia cada vez más numerosa, viven fuera y comen del saco y de las latas que la vecina de una de las casas que están junto al camino a la fuente compra todos los meses y les deja allí. Fortu pesa más de 40 kilos. Cuando ayer me lo encontré gimoteando delante de la puerta de casa creí que solo quería mimos, esos que nadie le da, pero en cuanto le vi el ojo supe que algo no iba bien. Un punto negro enrojecido, metálico.

Un perdigón.

Fortu no había subido nunca a un coche, ni había estado en la ciudad. Subirlo, a él y a sus 45 kilos, fue una odisea. Se tumbó en el suelo delante del maletero del coche como si temiera correr la misma suerte que corren los cerdos que de noche se llevan los camiones con paredes de reja. Lloraba y se resistía con su perdigón en el ojo. Mejor herido que muerto, se resistía a lo desconocido.

Pero eso fue anoche y ahora Fortu, el perro con suerte, duerme a mis pies mientras escribo esta crónica, que no es la de un pueblo, sino la de un perro de ocho años al que alguien, a saber por qué, llamó Afortunado y que hasta la fecha ha sorteado la mala suerte sin una sola vacuna y alimentándose de las sobras de la vida que en no pocos rincones del mundo rural aún hoy son lo único que se comparte con los perros. Ayer, alguien –posiblemente el dueño de alguna de las casas del entorno– se cansó de tener a Fortu merodeando en su propiedad, atraído por el olor irresistible de su perra en celo, y decidió que la mejor fórmula para ahuyentarlo era coger la escopeta y dispararle a la cara. A la cara, no al aire. Aquí, en estos rincones de España lejana donde nadie nos ve, las cosas se resuelven a veces así: un perro que molesta, un disparo que se confundirá seguramente con los cientos que resuenan en los montes mientras los cazadores se llevan perdices, corzos, jabalíes y zorros y los exponen en las redes colgando de cuerdas como cosas que nunca fueron vida.

“Son unos bestias”, ha vuelto a repetirme Esther al teléfono cuando, hace unos minutos, ha llamado para preguntar por Fortu. Y yo asiento sin hablar, porque él se ha levantado y, tuerto como está, me ha puesto su cabezota encima de las piernas para que lo acaricie. En su única pupila no hay odio ni rabia. Las mal llamadas bestias –los animales no humanos que habitan lo rural (los salvajes y los “de granja”)– a las que maltratamos no saben de eso, porque recuerdan solo lo que suma y el olor de la mano que les alarga la vida. No necesitan que nadie les recuerde que la bondad es un bien natural que cuesta poco y vale una vida. Vacas, cerdos, ovejas, cabras, jabalíes, zorros, tejones… Todos se estremecen por igual cuando el camión con paredes de reja ruge de noche carretera arriba. Se estremecen porque saben que la muerte deambula cerca y vuelven a hacerlo cuando oyen chillar a quienes tienen esa noche un mal número en una lotería fatal.

Hoy Fortu me tiene a mí para que su mirada no se apague del todo y me tendrá siempre a partir de ahora. Es, fiel a su nombre, un individuo con suerte en un mundo extraño y poco amigo en el que La Bestia llama bestia al indefenso para no verse reflejada en la limpieza de su pupila.

La bestia, la real, es demasiado cobarde. Mejor no verse. No saber.

Hoy es para Fortu un día de reposo.

Muchos otros no serán tan afortunados.

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Comentarios

  • Aristo

    Por Aristo, el 12 octubre 2020

    Gracias, amigo, por ser amigo.

  • Inma

    Por Inma, el 12 octubre 2020

    Desafortunadamente Las Bestias nunca leen estos artículos.

  • Macu L.

    Por Macu L., el 12 octubre 2020

    Historias repetidas. Seres invisibles y sintientes que malviven entre humanos, solo válidos como instrumento o recurso.
    Maltratar, explotar sin límites, divertirse con su sufrimiento. España, y más la España rural, destaca por su escasa empatía hacia los animales no humanos.
    Quiero creer que cada día somos más las personas que los vemos y los sentimos como individuos con derecho a vivir y morir con dignidad.
    Fortu ha tenido suerte y te ha encontrado. Tu también has sido afortunado.

  • Paloma

    Por Paloma, el 28 octubre 2020

    Es igual que el mío.
    Cuidaros.

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