De Bogart a Liam Neeson, ocho actores para el detective Marlowe

Liam Neeson, como Marlowe, en la película de Neil Jordan.

“A veces le caigo bien a la gente”. Irónico Marlowe. El detective más famoso de la novela negra estadounidense, creado por Raymond Chandler, protagonizó siete largas narraciones entre 1939 y 1958. Seis de ellas fueron adaptadas al cine. Ocho actores (de Bogart a Liam Neeson) han tratado, con desigual encaje, ironizar, atraer a las mujeres, arrostrar golpes y resolver crímenes a la manera de Marlowe. El último de ellos, Neeson, es un falso Marlowe. Lo resucitó en 2014 Benjamin Black (pseudónimo del novelista irlandés John Banville) en ‘La rubia de ojos negros’. Y a partir de él ha dirigido Neil Jordan Marlowe. Su reciente estreno nos da pie para repasar la escueta filmografía inspirada en este personaje.

‘Historia de un detective’. Edward Dmytryk (1944)

La primera aparición de Philip Marlowe en una pantalla es la de un hombre cegado. Una  venda blanca le envuelve los ojos. Sentado en una mesa, se dispone a prestar declaración, en realidad una confesión que remonta el tiempo que le ha mantenido ocupado desde que le encargaron dos casos (la búsqueda de una mujer y de un collar de jade) hasta ese momento en que, rodeado de policías, cuenta su historia. El actor Dick Powell compone los rasgos esenciales del detective de Chandler: un hombre juguetón, irónico, ligón y, por momentos, vulnerable. La sorna con la que carga sus palabras le acoraza frente a sus oponentes: las frases vibran punzantes, con dobles sentidos, o con sentidos implícitos. El sombrío blanco y negro de Historia de un detective (título español del original Adiós, muñeca) crea una de esas atmósferas, entre la realidad y el sueño, que el cine negro hollywoodiense de los años 40 imprimió, como una marca de agua, en sus grandes películas.

‘El sueño eterno’. Howard Hawks (1946)

¿Qué es el clasicismo de Hollywood? El sueño eterno. Los personajes en el centro de una narración en la que se definen por lo que hacen antes que por lo que piensan. La apoteosis del plano medio americano, cortado por encima de las rodillas; del plano medio, cortado por la cintura. La iluminación artificial. El rigor de un sistema jerárquico: de estrellas (actores), de directores, de técnicos (músicos, montadores, guionistas, fotógrafos, iluminadores…) medidos según sus talentos… Un clasicismo que, sorprendentemente, descarrila en su trama, a pesar de la firma de William Faulkner en el guión. Las absurdeces, las incomprensibilidades se las encuentra uno si se pone muy exigente. Por poner un caso mínimo: Bogart / Marlowe y Bacall, en un coche. ¿A qué distancia queda el teléfono más cercano?, pregunta él. A siete millas, responde ella. En el plano siguiente entran en una casa en la que Bogart ya ha estado. Allí hay un teléfono. Que a uno le den igual este tipo de tachones o la presencia del misterio que lanza la trama (quién chantajea y por qué anciano millonario) se debe a ese clasicismo, al estilo invisible con que Howard Hawks conduce a sus personajes, sin alarde, sin énfasis. El Marlowe de Bogart no es el ideal (según el modelo de Chandler): su inexpresividad, su carencia de sentido del humor, su seguridad dan en otro tipo de hombre, arquetipo social masculino durante décadas, derribado hace tiempo por el feminismo, sus seguidores y Woody Allen.

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‘El doblón Brasher’. John Brahm (1947)

Como en el argumento de El halcón maltés (la novela de Dashiell Hammett, la película de John Huston), un grupo de personas andan desbocadas a la busca de un objeto (en El doblón Brasher, una valiosa moneda) robado por el hijo de una viuda, que contrata a Marlowe para que lo restituya a su propietaria. La más desconocida adaptación de la literatura chandleriana es la peor de todas. ¿Quién se acuerda de George Montgomery / Marlowe, un actor anodino, intrascendente, sin aura? El material que maneja John Brahm, director de serie B, es de segunda categoría: arquetipos (el matón, la seductora, la madre opresora, el chantajista), diálogos simples, pobres escenarios, intérpretes de
segunda fila… propios de una película rutinaria de un sistema de producción que debía abastecer los cines cada semana en un suministro incesante.

‘La dama del lago’. Robert Montgomery (1947)

Si hubiera un gabinete de curiosidades del cine, encontraríamos La dama del lago en un monitor que, en bucle, la repetiría para los visitantes. La originalidad de su artificio (una película en la que la cámara funciona como los ojos de Marlowe) ha caducado. No hay un personaje verdadero detrás (como ocurre con las novelas narradas en primera persona, en las que uno accede a su interior), sino una operación mecánica de registro de imágenes, en general rutinarias, que muestran una sucesión de diálogos entre
Marlowe y los personajes que entran en el campo de la cámara. Y el mal actor que es Robert  Montgomery pone sus propias trabas al relato: plano, sin la inflexión irónica de un Marlowe cabal, de vez en cuando enfatiza una risa estúpida: imagina uno que para hacerse notar en la invisibilidad de su imagen. Que investigue la desaparición de la esposa del jefe de una editora de revistas de misterio es una mera excusa (como en El sueño eterno) para que Montgomery pasee la cámara, aparentemente convencido de que está transformando el cine, cuando lo que hace es exhibirse como uno de aquellos, ya inexistentes, fenómenos de feria.

‘Marlowe, detective muy privado’. Paul Bogart (1969)

Nada más entregar James Garner una tarjeta que la cámara enseña en un primer plano para que uno lea “Philip Marlowe, detective privado”, uno añora que no haya sido Paul Newman quien la sacara de la chaqueta. Pero, por entonces, Newman se había quedado con otro detective (el Lew Harper de Ross MacDonald), en cuya constitución uno encuentra un retrato fiel de un Marlowe ideal. Pero, en fin, tenemos a un Garner simpático, sin carisma, más frágil que sus duros predecesores, una película que ha perdido el blanco y negro y su atmósfera ambigua, sugerente. A cambio, el color pone realismo y claridad: ya no ocurre la acción en las sombras. Y la violencia y el sexo pugnan por acercarse a los límites de lo permisible para la época. Sin embargo, permanece el enrevesamiento de la intriga, en la que un caso (la búsqueda de un joven) se solapa con otro (limpiar el nombre de una famosa actriz de Hollywood). La película, no obstante, entretiene y depara la curiosidad del debut de Bruce Lee en el cine americano: un ejercicio breve de rotura de muebles, lámparas, puertas, soberbia y homofobia. Por lo cual muere.

‘El largo adiós’. Robert Altman (1973)

El nuevo cine de Hollywood de los 70 trajo sus mitos (Coppola, Scorsese, Spielberg) y sus contramitos (Robert Altman). Felizmente irrespetuoso, Altman desmitificó sucesivamente tres de los géneros canónicos de la gran industria: el western (Buffalo Bill y los indios), el bélico (Mash) y el negro (El largo adiós). Pero en su satírica demolición no acabó con Marlowe. Al contrario. La composición de Elliott Gould condensa y acompasa a aquella época el perfil ideal del investigador de Chandler. Frente a los hieráticos Marlowe de antaño (Bogart) y del presente (Mitchum, que ahora se verá), el Marlowe de Gould se muestra exuberante, como un clown en su gestualidad, en su pose desgarbada. Ni romanticismo, ni aura hollywoodiense (que se compadece poco con el color de los Marlowes modernos). Hasta la voz interior que uno escucha en otras películas de esta serie la modifica Altman: Marlowe se relata a sí mismo. Ya no cuenta, se cuenta: la consecuencia de un solitario que habla en voz alta. A Marlowe lo persiguen, de nuevo, todos los demonios personales de unos cuantos tipos (un amigo, un matrimonio, un gánster y su cuadrilla, unos policías desabridos) que lo utilizan como un
tentetieso de sus frustraciones, mientras enciende, uno tras otro, cigarrillos que no apura. Y, de nuevo, las palabras (y el azar) lo salvan.

‘Adiós, muñeca’. Dick Richards (1975)

Lo que la censura impedía en los años 40 (la denuncia del racismo, la exhibición del sexo) ya no lo impidió en los 70. En esta segunda adaptación de Adiós, muñeca (tras la Historia de un detective del 44), esas omisiones quedan restauradas, tal y como figuran en la novela de Chandler. ¿Y Marlowe? Ni Dick Powell, ni Bogart, ni, ahora, Robert Mitchum, poseían la capacidad irónica que exhibe esplendoroso Gould en El largo adiós). Pero, en contra de Gould, el carisma de Bogart y Mitchum cancela cualquier reclamación que se haga acerca de la fidelidad interpretativa a un carácter definido en una novela. El don de persuadir de ambos desecha esa exigencia. Así que, durante un tiempo, Mitchum le pareció a uno el mejor Marlowe posible, no por Marlowe sino por la mera comparación con los otros actores que lo habían interpretado. Uno no aguardaba el más fiel sino el más conmovedor. Y la vez, encuentra en este Marlowe al más chandleriano, porque el texto de Chandler, esas frases restallantes de ironía, de dobles sentidos, de insinuaciones se filtra a un guión que le dedica un mayor tiempo que otras películas a la voz interior del investigador. La claridad expositiva del director Dick Richards aligera lo intrincado de las tramas chandlerianas y la tonalidad apagada de sus colores y la música de jazz evocan con convicción la época de finales de los años 30 que reconstruye la película. Lo que en Historia de un detective era presente, en Adiós, muñeca es nostalgia.

‘Detective privado’. Michael Winner (1978)

El único remake de esta lista que puede reconocerse como tal, este de El sueño eterno,le desconcierta a uno que acaba de ver a Mitchum interpretando a Marlowe en Adiós, muñeca. ¿Y ahora reaparece el detective viviendo a mediados de la década de los 70 en Inglaterra, alternando con ingleses en mansiones sacadas de Downton Abbey, conduciendo automóviles recién fabricados? ¿Pero no acababa de seguir los pasos del dominador de la liga de béisbol, Joe DiMaggio, el mismo año en que Hitler pisoteaba impunemente Europa en Adiós, muñeca? Como también tiene uno a mano El sueño eterno de Howard Hawks prueba a comparar los comienzos de ambas películas (la mitad izquierda de la pantalla de un ordenador para Bogart, la otra mitad para Mitchum). Es como comparar versos de amor de Wisława Szymborska con los que un adolescente escribe con letra apretada en la hoja de un cuaderno. A ratos, Detective privado semeja tristemente un desfile de viejos actores (James Stewart, Richard Boone, Robert Mitchum, Harry Andrews…) convocados por dinero, o por piedad, cuando sus carreras estaban ya vencidas.

‘Marlowe’. Neil Jordan (2022)

El último Marlowe es un Marlowe copiado. Benjamin Black, como prueban los pintorescon sus maestros, intentó reproducirlo con fidelidad en la novela La rubia de ojos negros. Y de ella ha extraído Neil Jordan su errada película: error en la elección del actor, error en la construcción del personaje, error en la recreación de época filmada de acuerdo al viejo estilo narrativo (que quiere decir caduco). Los lugares comunes de las adaptaciones al cine de Chandler vuelven con su cara gastada: de nuevo una
desaparición (un empleado de Hollywood que reparte droga entre rodaje y rodaje), de nuevo unos personajes conectados entre sí que acicatean a Marlowe en la misma ciudad corrupta, Los Ángeles, y en la misma época que la de Adiós, muñeca, la de la amenaza hitleriana. Pero no hay un actor como Mitchum, Bogart o Gould que liquide estos errores. Liam Neeson (otro inexpresivo como aquellos dos) carece de ironía, de gestualidad… Su actuación es la de un intérprete que ha perdido el deseo de actuar. Y por ahí, la película se va a pique.

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