Abdelá Taia: cómo existir (siendo gay) sin que te hagan daño

El escritor Abdelá Taia, autor de ‘La vida lenta’.

De verbo sutil y afilado, la escritura del marroquí Abdelá Taia traspasa y cala: ha alumbrado el camino de muchos. De familia pobre, ascendió gracias a su tenacidad con la lengua y literatura francesas, emigró, encontró su pasión en la literatura, pero también en el cine y ahora en el teatro. Un creador de texturas y sensibilidades variadas. Su lucha personal y su activismo LGTBIQ+ muestran una personalidad valiente que subraya la necesidad de una mirada diferente hacia el mundo. Hablamos con él por su nueva novela, ‘La vida lenta’.

Me encuentro con Abdelá Taia en un hotel madrileño en la semana del Orgullo. Ha venido a dos eventos; uno sobre activismo desde la literatura y sobre el amor diverso, en la Cinemateca Pedro Zerolo y en el Museo Reina Sofía, respectivamente. Me resulta cercano y franco, de mirada aguda y conversación dinámica. De esas personas con las que se pasa el tiempo volando, y con quien te quedarías hablando olvidándote del tiempo. Su última novela, La vida lenta, introduce el conflicto entre dos expulsados sociales, una francesa (Madame Marty) y un marroquí (Munir), que en lugar de aliarse, se convierten en enemigos. Merece la pena hablar también de El que es digno de ser amado (2018, editado en Francia en 2017) y Mi Marruecos (2009, editada en Francia en 2000), todas editadas en español por Cabaret Voltaire.

En la conversación sobresale una cierta frustración por no haber apreciado y agradecido lo suficiente el esfuerzo de sus padres. “Por no haber visto el sacrificio que hacían. A veces nos equivocamos al acusar a nuestros padres de todos los males. Nunca pensé en su sufrimiento”, se lamenta Taia. “Hay algo en nuestro mundo que no va bien. Un mundo que nos llena con smartphones, con todo tipo de recursos para convertirnos en personas libres, pero estamos tan metidos en esa batalla para convertirnos en libres que nos convertimos en seres egoístas y no vemos los sacrificios de los demás”.

“Mis padres no comprendieron nada de mi homosexualidad, pero al mismo tiempo hicieron tanto por mí…”. La muerte, primero de su padre y después de su madre, le afectó de forma importante. Trata de entender que en esa época, en los años 80, no había nada para ayudar a la gente a comprender la diversidad. E intenta entender que en esa época había otros combates: la pobreza total, por alimentar, por comer. “Hoy Occidente ha olvidado eso, a la gente que se pelea día a día por comer”. Me resulta admirable su franqueza y autocrítica.

Emigró a Francia, tras cursar una beca de estudios en Suiza. “Es extraño cómo los hombres olvidan. La clase media ha olvidado que ellos estuvieron en una situación similar, que también fueron inmigrantes. Quizá porque los seres humanos han sufrido hasta llegar donde están, luego no quieren oír hablar de su sufrimiento. Y peor que eso, no quieren solidarizarse con los que sufren. Porque les recuerda demasiado lo que ellos vivieron. Es triste e incluso trágico. Como si no hubiéramos comprendido nada después de una vida”, se lamenta Taia.

“A veces estás obligado a mentir para sobrevivir”

Desde pequeño comprendió que a veces había que mentir, a la policía, a la autoridad… Y saber cómo colarse en los resquicios de la vida. “El privilegio de la verdad no es para todo el mundo. Todo el mundo te dice que seas sincero, que seas auténtico, que seas tú mismo y permanezcas en la verdad. En lo cotidiano no siempre puedes ni debes, porque vives en los obstáculos y a veces estás obligado a mentir para sobrevivir. En Marruecos hay una ley contra los homosexuales y, sin embargo, hay muchas asociaciones y jóvenes que, sin apenas medios, realizan un trabajo destacable y heroico, asumiendo muchísimos riesgos. Siento una enorme admiración por ellos. Cuando era pequeño, también veía peligros por todas partes. De que te violasen, por ejemplo. Así que cuando has atravesado esa guerra permanente y has vivido la experiencia de ser inmigrante en París, es como si ya estuvieras armado”.

También se cuestiona interrogantes actuales, relacionados por ejemplo con la muerte de Samuel Luiz: “¿Qué hace que el poder político pueda ser tan potente que convierta a los seres humanos en insensibles los unos de los otros? ¡Ven que otra persona está a punto de ser maltratado, asesinado o violado y no hacen nada! ¡Estamos programados políticamente para ser insensibles a los otros!”.

El cine y la literatura son dos de sus pasiones. “Lo curioso es que de pequeño quería ser director de cine; era mi obsesión. Por las películas egipcias que veía en televisión. Pero la literatura llegó y se apoderó de mí. En un momento dado, pensé que para evolucionar socialmente hacía falta aprender francés, dominar la lengua burguesa. Por lo que me inscribí en lengua y literatura francesa en la universidad de Rabat. Venía de una escuela marroquí en árabe, por lo que mi francés no era bueno. No fui hacia la lengua francesa por amor, sino más bien por arribismo”.

¿Por qué te gustaban tanto las películas egipcias? ¿Qué tenían?

Era magia. Esa pantalla en blanco y negro. Las películas se proyectaban una vez a la semana. Estábamos todos, toda la familia, viéndolas. Y además en árabe. No era el mismo acento, pero lo comprendíamos. Teníamos la impresión de que era nuestra vida, la vida del barrio trasladada a esas películas egipcias. Había una identificación total para mí. Era algo que veíamos todos, que nos gustaba a todos. Algo que me emociona, que me llega.

Como director de cine, ¿qué es lo que te gusta mostrar?

Cuando rodé la película La armada de la salud, posterior a mi libro, descubrí esa influencia de las películas egipcias. Cuando me pongo a escribir un guión, no me gusta que la gente hable. Hay diálogos, pero no muchos. La película dura una hora y media y habrá sólo unos 10 minutos de diálogo en toda la película. Con esa película comprendí que el cine adora lo no dicho. Y que lo que no se dice te permite resolverlo en la imagen. No hace falta resolverlo con la palabra. En la vida real, la palabra es necesaria, no hay otra opción. Pero en el cine la imagen tiene más fuerza que el lenguaje.

La autobiografía es algo que define tu estilo, tu literatura, a pesar de que tiene cabida la ficción. ¿Te gusta el término autoficción?

No sé cómo llamarlo. Lo que sé es que cuando me pongo a escribir es el mundo que llevo en mí el que sale. Es decir, yo, mi barrio, la gente que me rodea, las prostitutas, mi madre y mi padre que gritan, cómo vamos a comer, las transgresión, el miedo a la policía, todo eso sale… Es ese conocimiento de mí, arraigado en mí, pero también inconsciente, que sale enseguida, de una manera directa.

Recuerdo que en 1996, en la universidad, cuatro compañeros creamos un círculo literario. Duró un año, nos encontrábamos una vez al mes, y cada uno llevaba un cuento. El primer texto que escribí fue sobre mi barrio, sucedía en el hammam de los hombres. Un hombre, un hombre de familia, entra con su hija de seis años en el hammam de hombres, y describo lo que sucede con la presencia de ese cuerpo de mujer en ese lugar en el que no hay más que hombres. Lo titulé De un cuerpo a otro [este texto aparece en su libro Mi Marruecos]. Mostré ese relato en el círculo literario y no les gustó, no lo encontraron interesante: “¡Oh, la vida de los marroquíes, los pobres!”. Hasta ese momento, no había reflexionado nada sobre lo que quería escribir, pero ahí entendí que hacía falta escribir precisamente sobre eso. Porque la vida de los pobres no interesa a los ricos. Mis compañeros eran más o menos burgueses, y noté un poco de desprecio en lo que contaba, no directo, pero sí como si eso no mereciera un lugar en la literatura. Y comprendí que era al revés, que todas esas historias tenían que estar. Era una intuición.

De todas formas, ¿de qué podemos escribir? De lo que conocemos. Cuando escuchamos el término autobiográfico, a menudo la gente lo entiende como narcisista o egocéntrico. Creo que conmigo no es el caso. Por ejemplo, en Mi Marruecos hablo de todo el mundo más que de mí. Lo escribí cuando llegué a Francia. Veía que un lugar de libertad no recibía bien a un árabe como yo. Las dificultades para un inmigrante no hacían más que comenzar, ¡lo que me quedaba! Tenía miedo, como todos los inmigrantes, de ser rechazado, expulsado, reenviado. Y no tenía dinero en esa época. Pienso que mi manera de resistir en Francia fue escribiendo esas historias, ese texto, recogidos en este libro. Si me hubiera quedado en Marruecos seguramente no lo habría escrito. Se trataba de resistir frente a lo que la sociedad francesa quería hacer con alguien como yo: cambiarme en otro, adaptarme, integrarme. Por lo que las historias de Marruecos las tenía que escribir enseguida.

¿Te defines como un activista? ¿Te sientes cómodo con esa etiqueta?

Sí. Me siento cómodo con esa etiqueta por la sencilla razón de que, cuando comprendí que en la vida me iba a batir solo por ser homosexual, a los 11 o 12 años, mi cerebro se preparó en cierta manera para resistir, establecer estrategias para deslizarse en el sistema. Y eso ya de por sí se llama activismo. Cómo existir sin que te hagan daño. Cómo mentir, si es necesario, para protegerte. Hasta que llegué a escribir, hasta que logré que me publicaran, fue un combate largo. En Marruecos las editoriales están dominadas por los burgueses. Te tienen que publicar en París para que acepten publicarte en Marruecos. Para impresionarles. Desde el momento en que me publicaron, vi la reacción de cierta gente que se reconocía en lo que hacía.

¿Eres musulmán practicante?

Soy musulmán de cultura y de historia. Y de sensibilidad. Porque haya cosas que no me gusten en ese espacio, no tengo que rechazarlo todo, como un bloque.

Me sorprende que cuando escribiste ‘Mi Marruecos’, más que un desarraigo por vivir en el extranjero lo que hubo fue un acercamiento.

No es tanto por una cuestión de tradición. Es más por una cuestión de forma de vivir, de existir. Una cierta sensibilidad de ser que ocurre en ti. Algo que se mueve en ti, y que hace que hables así o te muevas asá. De golpe, estando en Francia, algo me hizo no olvidarme de todo aquello. No porque sea tan importante en relación a la manera de vivir en Francia y de los franceses. Porque de alguna manera tienes que rebajarte tú mismo para que te acepten en Francia, en ese nuevo país. Es extremadamente doloroso y trágico. Te preguntas: ¿es que voy a aceptar que la manera de vivir en Marruecos es menos importante que la de Francia? Por la importancia social, política y cultural de Francia en el mundo, ¿yo también tengo que someterme a esa dominación francesa? Mi forma intuitiva de reaccionar fue escribir ese libro. De acuerdo, he vivido cosas horribles en Marruecos, pero también otras que me han hecho ser lo que soy. Y no voy a abandonarlas.

Creo que por eso escribí Mi Marruecos, una forma de resistencia a un clima, de entrar todavía más en el desarraigo y el exilio interior. Porque de hecho no quiero estar en un exilio interior, quiero que lo que me habita salga de una manera u otra, y sobre todo tengo ganas de conquistar París, de dominar París. No me siento pequeño en relación a París. Desde el inicio. Es extraño, porque en Marruecos me sentía pequeño frente a los ricos y al poder.

En relación con tu última novela, ‘La vida lenta’, en torno a dos personas rechazadas por la sociedad, hay algo de resistencia, ¿no?

Mis libros se han ido convirtiendo en más políticos de una manera frontal, pero no como la política entendida de una manera intelectual o de las ideologías, sino más de hablar de la gente. Quiero llegar a ese punto en el que hable de la poesía. Algo en el orden de las imágenes, de los trazos, del ritmo de palabras, las frases, los párrafos… Porque a pesar de que estén las ideas ahí, quiero emocionar a la gente, llegar a ella. Quiero incidir en ellos. No que digan que es muy brillante mi escritura, o mi análisis político. Además, que no sabría hacer esos análisis. Quiero llegar a la gente, que cuando me lean se sientan interesados, que les incumba… Aunque sea una vida de maricas o de lesbianas.

En ‘El que es digno de ser amado’ vemos la dignidad, el orgullo y la valentía. Pero también cierta maldad, ¿no?

Sí, porque Ahmed (el protagonista) también se convierte en malo, para sobrevivir, y reproduce ciertas maneras de lo que ha recibido. Si tuviera que elegir un libro mío, sería éste. Lo llevo en mi corazón porque, desde mi punto de vista, logré ser sencillo. Es directo y traspasa. Además, encontré la técnica de la carta; creo que el formato epistolar llega a todo el mundo cuando está conseguido. Y se trata de que alguien se sienta implicado, aunque no tenga nada que ver. Es un libro en el que sólo hay cuatro cartas. Y que van hacia atrás en el tiempo. Comienza en 2010 y acaba en 1990. Son dos elementos las cartas y el tiempo, que incluso yo no había previsto por anticipado. Creo que conseguí una forma literaria y una capacidad que llegan a la gente, que consiguen emocionar. Mucha gente me ha hablado de este libro.

Abdelá Taia remata la conversación contando que acaba de hacer una obra de teatro, Comme la mer, mon amour (Como el mar, mi amor) que ha escrito con la dramaturga marroquí que vive en París, Boutaïna El Fekkak. “Habla de dos grandes amigos marroquíes, que se hacen mejores amigos cuando llegan a Francia. Al cabo de tres años, la chica se marcha, deja de ser amiga del chico de manera abrupta. Él es gay, ella es heterosexual. Años después se encuentran por casualidad, y ahí es cuando empieza la obra; él quiere vengarse. Es una historia de amistad entre inmigrantes marroquíes en París. Comenzamos este proyecto en 2016. Lo hemos escrito los dos, actuamos los dos y nos hemos encargado los dos de la dirección”.

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