Adiós a John Berger, el campesino escritor

El recientemente desaparecido John Berger.

Las buenas lecturas son como sedimentos emocionales e intelectuales, van acumulándose a lo largo de los años hasta conformar nuestra mirada hacia el mundo. Incluso los malos libros nos dejan una huella, por pequeña que sea. Uno de los autores que más me han influido, a todos los niveles, ha muerto esta semana y se llama John Berger. Un hombre que nos enseñó que la belleza, la literatura y el compromiso político pueden ir de la mano.

No exagero si digo que en parte soy el adulto en que me he convertido gracias a la lectura de sus libros, de sus entrevistas, de seguirle la pista durante años. Entre otras cosas, me enseñó, nos enseñó, que la belleza, la literatura y el compromiso político no están reñidos, que pueden ir de la mano. Nos ayudó a comprender la pintura, la fotografía, manifestaciones artísticas dejaron de ser un placer exclusivo de una élite, nos ayudó a ver de otra forma, educó nuestra mirada.

He leído gran parte de la obra de Berger, tanto novelas, cuentos y ensayos, siempre heterodoxos, llenos de vida y de lucidez, de poesía. También era poeta, además de agricultor y crítico de arte y aficionado a las motos. Y en esta Área de Descanso hablamos hace algún tiempo de El cuaderno de Bento (Alfaguara), en el que rescata a uno de los padres de la Ilustración, Spinoza, a través de sus dibujos. Y no es raro que lo hiciera, ahora que la razón, las luces, parecen haber perdido la partida frente a la estulticia: Trump, el brexit, la crisis siria, el capitalismo salvaje, el retorno de los nacionalismos, del ombliguismo… Los ejemplos no faltan. He visto algunos de los dibujos del propio Berger, expuestos hace algunos años en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Incluso he asistido a alguna de sus presentaciones. Recuerdo especialmente –la memoria me falla un poco– una con Manuel Rivas, tal vez el escritor más bergeriano de los españoles. Solo me da pena no haber podido entrevistarle hace algunos años, en su casa. Pero ya andaba bastante enfermo.

Como digo, Berger forma parte de mi educación sentimental. De entre todos sus libros, si tengo que destacar uno –no porque sea el mejor, sino por la influencia que tuvo y sigue teniendo en mí– sin duda elijo Puerca tierra (Alfaguara), el primero de la trilogía De sus fatigas, en el que Berger reúne los cuentos escritos entre 1974 y 1978, en la Alta Saboya, el refugio rural al que se retiró después de una destacada carrera como crítico de arte en Londres. Como en la mejor tradición oral de los campesinos, parece que Berger nos estuviera contado los cuentos de viva voz, junto al fuego de una chimenea, tal vez resguardados en una casa de madera, mientras oímos cómo la lluvia cae con mansedumbre sobre el tejado, con la seguridad de que nuestros animales están bien guarecidos en sus cobertizos.

“Nunca he pensado que escribir fuera una profesión. Es una actividad independiente, solitaria, en la que la práctica nunca otorga un grado de veteranía. Por suerte, cualquiera puede dedicarse a esta actividad. Sea cuales sean los motivos políticos o personales que me conducen a escribir algo, en cuanto empiezo la escritura se convierte en una lucha por dar significado a la experiencia. Todas las profesiones tienen unos límites que definen la esfera de su competencia, pero también tienen un territorio propio. El acto de escribir no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe; del mismo modo, se espera que el acto de leer el texto escrito sea otro acto de aproximación parecido”, nos cuenta el autor en una insólita explicación previa en la que cuenta por qué escribe el libro que escribe.

Algunos autores se vanaglorian cuando señalan que lo que tenían que decir, que contar, ya lo han dicho con la obra y basta. Berger no era de esa estirpe. Y en Puerca Tierra no solo nos explica por qué y cómo escribió los cuentos que vamos a leer, cuentos sobre la montaña y el campesinado (como los de Torga, otro de los grandes), sino que cierra el libro con un epílogo en el que hace un análisis anclado en la tradición marxista heterodoxa –esto es, exenta de idealismos– sobre lo que significa ser campesino y lo que supondrá su pérdida, su cultura. “Ninguna clase social ha sido o es más consciente que el campesinado en lo que respecta a su economía”, asegura. La experiencia campesina, con todos sus matices, con su mirada y su mundo propio, ha sido capaz de sobrevivir y amoldarse. Pero ahora está en peligro de extinción –recordemos que estamos en los años setenta–. Tal vez como tal, ya haya muerto. Ni siquiera conservaremos la memoria de lo que fue porque el capitalismo es enemigo de la memoria, del pasado, de la historia. “La Historia es una patraña”, dijo Henry Ford. Pero, se queja Berger: “No se puede tachar una parte de la historia como el que traza una raya sobre una cuenta saldada”.

Son algunas de las frases que tengo anotadas en mi ejemplar del libro, ya añejo. Un libro que traspasó desde la primera lectura lo meramente literario. Con el idealismo y los sueños de la juventud, allá por los años noventa, dejé Madrid, con el libro de Berger bajo el brazo –yo, que soy un urbanita de manual– y me fui a trabajar como periodista a una pequeña fundación dedicada al fomento del cooperativismo agrario en la Extremadura rural, en el Valle del Jerte, dispuesto a que esa cultura –aunque no del todo campesina– no muriera del todo.

En la fundación trabajábamos pocas personas, bajo la dirección de José Fernández, agricultor de la zona, y de Leopoldo Gómez, que hacía las veces de gerente, venido también de Madrid, tal vez los mejores jefes que he tenido en mi vida. Con ellos, con Pilar Díaz, con Asunción Vega, con Javier Muñoz, con Paul, Elisa, Minerva, Chelo, Nuria y otros compañeros, intentamos concretar un sueño. Estuve tres años, logramos algunas cosas, fracasamos en muchas otras, y luego regresé a Madrid. Echaba demasiado de menos el asfalto y el anonimato. Pero siempre tendré esta experiencia como una de las más importantes de mi vida. Mi ejemplar de Puerca Tierra, el mismo que tengo ahora mientras escribo estas líneas, me acompañó en esos años. En la segunda parte de la trilogía De sus fatigas, uno de los narradores de un cuento dice: “Faltan las palabras, hay que contar una historia”. Es lo que traté de hacer con La despedida (Editora Regional de Extremadura), un breve libro de cuentos escritos durante mi estancia en el Valle del Jerte, bajo el influjo de Berger, que ya no me abandonará nunca.

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Comentarios

  • Alex Mene

    Por Alex Mene, el 08 enero 2017

    Un gran escritor.

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