‘Aftersun’, la película con el mejor final de los últimos tiempos

Padre e hija, los dos protagonistas de ‘Aftersun’.

Con su primer largometraje, la cineasta escocesa Charlotte Wells nos habla de cómo las imágenes que guardamos de nuestra infancia pueden configurar las ideas (y las lagunas) que tenemos sobre los seres más queridos. En ‘Aftersun’, con dos protagonistas a los que no puedes dejar de mirar, la nostalgia se configura como un ejercicio destinado a encontrar las razones de nuestros orígenes. Para muchos, como la revista ‘Fotogramas’, la mejor película del año pasado. Para el autor de este artículo, la película con el mejor final que hemos visto en los últimos tiempos.

Cuando uno se aviene a decir verdades absolutas, sobre todo en los campos relativos a la ficción, es mejor curarse en salud y anteponer a la afirmación que se está dispuesto a soltar el adverbio «quizá». Por ejemplo: (quizá) fue Billy Wilder el que mejor enmascaró como comedia un drama, estoy hablando, cómo no, de El Apartamento y de ese aparentemente insulso personaje de Bud Buxter (Jack Lemmon) que de insulso tenía lo mismo que de comedia la película.

Algo parecido es lo que consigue la escocesa Charlotte Wells con su primer largometraje. Ya desde su cartel Aftersun parece una película fácil, instagrameable, directa al corazón tonto de lo sensiblero. Bien de imagen polarizada, bien de filtro, bien de algún momento poco concreto entre los noventa y los dosmil, cuando todavía éramos niños los que más tarde llegamos a la edad adulta con la irrupción de las redes sociales. En aquellos años, como la niña coprotagonista, empezábamos a despertar a la adolescencia. Conservamos de entonces una memoria por tanto más clara que aquella de la primera infancia, pero todavía exenta de lo árido de la adolescencia. Se viste así la película como un ejercicio de falsa nostalgia a través de una historia común: los recuerdos que tiene una mujer adulta sobre unas vacaciones veinte años atrás con su padre en Turquía. Estos recuerdos van pasando por la pantalla a retazos, muchos a través de la cámara de vídeo con el que un jovencísimo progenitor, Calum (Paul Mescal), quiere retener los instantes de felicidad de su hija, que está al borde de abandonar la infancia. Excursiones guiadas, máquinas de Arcade, camas supletorias, juegos en la piscina… el alarde de la clase media que casi todos podemos recordar. En medio de tanto lugar común la música, que al igual que la película es sólo en apariencia inocente, funciona como palanca para entender que todo es sólo una cáscara. Por no ser superficial, no lo es ni siquiera la Macarena (sí, «dale a tu cuerpo alegría», la misma), ni mucho menos Losing my Religion, pedida por una preadolescente en un karaoke en el que acabará cantando sola.

La niña, Sophie, interpretada por Frankie Corio, nos recuerda y no nos recuerda a aquella memorable actuación de Natalie Portman en Beautiful Girls. Se trata de una versión, eso sí, más acorde a la moralidad actual. Hasta que su rol, a lo largo del metraje, va cambiando. ¿Quién está cuidando a quién? ¿Quién es más vulnerable? ¿La niña que deja la infancia o el padre del que apenas sabemos nada? Sophie, adulta, repasa las grabaciones. Busca a su padre con un ansia que llega al espectador, una incertidumbre real, analógica, perteneciente a una época en la que los vídeos caseros eran íntimos y cercanos, alejados de la actual publicidad innecesaria. Como las buenas personas, las buenas películas valen más por lo que callan. Y los buenos actores. Mescal aparece con frecuencia desenfocado, fuera de plano, al trasluz en la demoledora escena de su cumpleaños o en el reflejo de un ventanal refractado a su vez en la abombada pantalla de las televisiones de entonces, en la que también se muestra lo que graba la omnipresente cámara de mano.

Es aquí cuando la nostalgia deja de ser lo que era y, en sus grietas, se filtra la luz y la oscuridad de un personaje del que poco o nada sabemos. O del que solo sabemos lo importante, lo necesario. Un padre demasiado joven para tener una hija de 11 años. Un padre que baila compulsivamente en la oscuridad y al que sólo vemos en los destellos de los flashes de una discoteca. ¿Sabremos quién es él? ¿Por qué lo quiere grabar todo? ¿Por qué llora desconsolado y de espaldas a la mirada de la directora? Quizá lleguemos a saberlo. (Quizá) Aftersun tiene el mejor final que hemos visto en los últimos tiempos.

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