Alejandro Melero… y aquel verano del 92 que tanto nos ha marcado

El escritor, profesor y dramaturgo Alejandro Melero.

Tras ‘La luz de mis días’, Alejandro Melero (bien conocido por sus obras teatrales, como ‘Clímax’) nos cuenta en su segunda novela, ‘El secreto de la hierba’ (Tres Hermanas), cómo un grupo de niños va descubriendo aquello que más les intriga: el universo lleno de secretos de los adultos. Una novela sobre las memorias históricas de un pueblo, de una familia, de un país, desde la mirada –con los ojos bien abiertos– de la infancia.  

‘El secreto de la hierba’ está ambientada en el verano de 1992, ¿cómo era el Alejandro Melero del 92?… Creo que tenías 12 años…

No sé si se parecía a los personajes del libro… En algunas cosas, sí. Vivía en un pueblo en la montaña, en la Alpujarra de Almería, Canjáyar, de 2.000 habitantes, veraneaba en la costa, hijo de maestros, yo de pequeño pensaba que todos los padres y madres de los niños eran maestros… Un niño muy pegado a la familia, a la tierra, al pueblo, a los amigos. Un niño estudioso, no demasiado, quizá con los privilegios de ser el hijo de la maestra.

¿Qué quería ser de mayor ese niño?

Fui una vez a la tele, a un programa de Canal Sur, y me preguntaron esto, y yo dije que quería ser crítico de cine… Imagínate… Yo creo que sí apuntaba a cosas que al final sí he hecho. Ya hacía mucho teatro. Jugábamos a tener nuestro propio canal de televisión. Apuntaba historias para hacer series de televisión. Todavía, cuando voy a casa de mis padres, busco esos cuadernos. Y hay cosas que no son tan locas, eh, no descarto usar alguna en algún momento.

Como se trasluce en tus dos novelas, la anterior, ‘La luz de mis días’, y esta, deduzco una infancia muy ligada a las mujeres.

Sí, a mi abuela, a mi madre, las vecinas, las madres de mis amigas… Mucha gente de mi generación recuerda los patios, cuando te llamaban a la merienda. Mi padre también, muy presente. Pero, sobre todo, la figura de mi abuela María.

En eso sí se parece tu infancia al ambiente del libro, ¿no?

Ah, sí, en eso totalmente. Una mezcla también de los recuerdos de mi pareja, que creció en un patio con sus tías y su abuela. Y de los recuerdos de mi mejor amiga. El acceso a la información me lo daba la mirada femenina. Eso es indudable.

¿Y cómo es el Alejandro Melero de ahora, cómo se siente, responde de alguna manera a lo que se imaginaba de niño? Tienes 41 años, ¿te ha afectado la crisis de los 40?

O no me ha afectado o no me he dado cuenta… Me siento bien; creo que mi vida se parece bastante a lo que había imaginado… o había planeado. Por ejemplo, desde niño quise vivir en Madrid. Y ahora tengo la suerte de vivir aquí, de vivir en el centro de Madrid. Trabajo en la Universidad, en una Universidad que además me gusta mucho, la Carlos III. Puedo dedicarme al teatro, a escribir literatura. Virgencita, que me quede como estoy.

Qué maravilla, ¿o sea, que más o menos te imaginabas así?

No más o menos; me imaginaba exactamente así.

Pues una suerte. Muy poca gente puede decir eso.

¿Sí?, ¿tú crees?

Yo creo que sí… ¿Y te has tenido que esforzar mucho para conseguir todo eso que querías o te ha venido muy rodado, muy fluido?

Bueno, al final me he formado en lo que quería, tuve la suerte de contar con el apoyo de mis padres. Estudié Filología inglesa, me fui a Londres, y ahí ya me especialicé en cine, hice el doctorado allí, y luego me vine a la Carlos III con una beca posdoctoral en un momento, con Zapatero como presidente, en que había un interés muy grande en que regresáramos los españoles que nos habíamos formado fuera; ahora yo creo que ya no es tan fácil, por desgracia. Y sí creo que, a pesar de todo, mi generación es una generación privilegiada. Somos los primeros niños de la democracia. Y creo que la generación anterior nos ha mimado, nos ha enviado a la Universidad, hemos tenido Erasmus, lo digo en comparación con mis alumnos de ahora, que creo que han perdido muchas cosas y se presentan ante mayores dificultades.

Muchos capítulos de ‘El secreto de la hierba’ se abren con el relato de un hito histórico. ¿Cuáles han sido para ti los hitos de la Historia, con mayúsculas, que crees que más te han marcado?

Es una pregunta que me he hecho mucho para escribir el libro, porque está anclado en el 92, que fue un año realmente fundamental. Nos quedamos con los clichés: las Olimpiadas, Cobi, la expo de Sevilla, Curro… Pero en realidad lo importante es que todo lo que estaba ocurriendo ahí es fundacional de casi todo lo que ha pasado después. Lo que ocurrió con el PSOE enfrentándose a su propia corrupción. La derecha, refundándose y buscando su lugar. Un año al que volver para analizar muchas cosas de las que están ocurriendo ahora. Pero, de todo, yo recuerdo muchísimo de mi infancia la primera guerra de Irak; viendo en la tele aquellas lucecitas verdes que iban cayendo. Como un videojuego, pero detrás había muertes masivas. Y otra cosa que yo creo que nos ha marcado mucho a toda mi generación es el terrorismo de ETA, las imágenes terribles, el atentado a Irene Villa… Éramos niños y veíamos el terror muy cerca.

Digamos que esos son los hitos de la Historia, con mayúsculas…, y de la historia con minúsculas, de tu pequeña historia, de tu entorno, tu familia, de tu historia doméstica, ¿cuáles dirías que son los hechos que más te han marcado?

Sí, hay algo que ha aparecido tanto en mi anterior novela como en esta, que es el envejecimiento y decadencia de los abuelos. Ver que tus padres se quedan huérfanos. Realmente yo creo que es la primera prueba de madurez, ves que la muerte es real, que está aquí y es cuestión de tiempo. Conocí a tres abuelos y conviví mucho con ellos. Y ver su decadencia y desaparición significa ese momento en que te haces adulto, al menos en mi caso. Ves que hay una agonía para la que nadie está preparado, ni el sistema tampoco.

El libro trata de ese despertar del niño a la realidad, de ir perdiendo la candidez, la inocencia, descubrir lo que realmente pasa. En ese sentido, ¿hay algún libro, alguna novela con tramas similares que te haya influido especialmente?

No he pensado esto hasta que ya salió el libro, pero por ejemplo me comparan mucho con Delibes, y, claro, si hablas del mundo rural y hablas de infancia, Delibes está ahí. Sus libros siempre estuvieron muy presentes en mi familia. Y luego está Lorca, que es parte fundamental de cualquier español con un mínimo de inquietud, creo que es el gran pilar del teatro, de la cultura gay y de tantas cosas… La suerte que tenemos de contar con Lorca en nuestra memoria cultural. Y para un andaluz, de pueblo, de la Alpujarra, incluso más. Por otro lado hay un libro que me encanta, que releo constantemente, que es El guardián entre el centeno, de Salinger, que también habla de la pérdida de inocencia y de aceptar el horror, de aceptar lo inaceptable. Que en cierto sentido es también lo que nos pasa a los españoles cuando nos enfrentamos a nuestra propia historia, que hay episodios que nunca podremos llegar a entender del todo, porque es el horror total, que es una guerra civil.

Una guerra civil que marca mucho tu libro, que es algo que pesa sobre la trama, la familia, el pueblo… ¿Tú viviste ese peso en tu pueblo?

Mi pueblo, como toda Almería, era republicano; de hecho, Almería nunca cayó. MI abuelo paterno luchó con Franco. Mi abuelo materno era republicano. Yo recuerdo que una ocasión le pregunté a mi padre si podía volver a haber una guerra y él me contestó: Tú no te preocupes, que tú nunca vas a vivir una guerra. Y eso me dio una seguridad que ahora ya no sé si… [Media risa]. Quiero pensar que mi padre tenía razón. En ese sentido, éramos los niños de la democracia, no hablábamos de la guerra, pero convivíamos con gente que sí había vivido la guerra, ahí estaban las historias de mi abuelo, cómo se salvó… Pero hasta que no hemos sido adultos no hemos creado nuestro propio discurso sobre eso, sobre cómo convivir y perdonar, si hay que pasar página o no, si hay que revisarla.

Como en tu anterior novela, dibujas un ambiente muy familiar, doméstico, intimista, con un lenguaje también doméstico; te sientes cómodo ahí, ¿no?

En estas dos novelas, sí. Tienen además en común escuchar conversaciones de mujeres de mediana edad. En ese sentido, sí que hay un costumbrismo al captar los diálogos, al captar un lenguaje popular que me fascina, del que estoy muy pendiente. A veces anoto expresiones o palabras; me llaman mucho la atención las palabras que utilizaba mi abuela que mi madre ya no utiliza, o las que utiliza mi madre y yo ya no utilizo.

¿Por ejemplo?

Aparecen mucho en la novela. Por ejemplo, esa expresión “demontre de niño”. El lenguaje de la tierra, cómo referirse al campo, a los alimentos…

En tus obras de teatro, no eres así, cambias de registro.

Creo que el trabajo del escritor consiste sobre todo en saber escuchar y adaptarse a la historia que está contando. Si cuento historias de gente joven urbanita, en Madrid, en 2021, obviamente no hablan igual que las mujeres en el campo, en las Alpujarras, en los años 90.

En lo que sí hay puntos de convergencia en tus trabajos es en cuanto al protagonismo de las mujeres.

Sí. Las mujeres, en general, tienen más historias que contar. Porque se las ha escuchado menos.

Quizá también por su mayor facilidad para expresar emociones y fragilidades; en los hombres, criados en sociedades machistas, de machitos, ha estado mal visto que expresáramos nuestros problemas y debilidades, y quizá por eso hemos desarrollado un lenguaje más pobre en ese sentido.

Muy cierto, sí. Además, la mujer, por lo menos en las historias que yo trato, son vecinas, que tanto en ciudad como en pueblo, establecen unos lazos de solidaridad que a mí me gustan mucho; cuando están solas en una habitación y se cuentan la una a la otra sus problemas, o encuentran la manera de escaparse de una situación de opresión en la que se encuentran. Pero también quiero decir que no quiero caer en la nostalgia de idealizar ni el pasado ni el mundo rural; en el mundo rural hay formas de opresión de las que creo que nos libramos en la ciudad. Hay cierta individualidad aquí que agradecemos, eso es indudable; en el mundo rural, la intimidad se vive de otra manera.

Pueblo pequeño, jaula grande, dicen.

Sí, sí. En el pueblo hay una opresión real, sobre todo sobre la mujer. Eso yo lo he visto de cerca. Y creo que está plasmado en la novela.

¿Cómo ves los pueblos ahora, Alejandro?

Por desgracia, y eso también lo he intentado recoger en la novela, en los 90 hubo una oportunidad de que no se despoblara la España vacía o vaciada, pero no se aprovechó, fue una oportunidad perdida…Y ahora lo estamos padeciendo. Y me parece una tragedia real. Mi pueblo ha perdido casi toda la posibilidad de que se pueda seguir viviendo allí de la agricultura y la ganadería, y no se le ha dado ninguna alternativa. De hecho, se creó un discurso terrible sobre el campesinado y los agricultores andaluces, con un estigma de que vivían de subvenciones, la idea del andaluz vago como estereotipo, que se aprovechó de manera terrible cuando lo que pasaba es que no había otra posibilidad.

Y cuando vuelves ahora a Canjáyar, ¿qué ves, qué sientes?

Es bonito porque es un reencuentro con quien yo fui. Pero hay una parte muy triste: ver que nadie hace mucho por ayudar a evitar que todo ese mundo se pierda.

Como profesor universitario –de Comunicación Audiovisual–, ¿cómo ves las nuevas generaciones?

Es gente preparadísima. Yo llevo ya 12 años de profesor. Y veo la evolución. Veo la internacionalización de la universidad española. La mitad de los estudiantes de mi clase son de fuera, las clases pueden ser en inglés o en español sin ningún problema. Son generaciones preparadísimas, alumnos que salen muy, muy preparados, pero lo difícil está en lo que viene detrás; hay un vacío que es muy duro. Doy postgrado, máster, en el momento en el que tienen que empezar en el mundo profesional, y veo que hay muchísimas barreras. En ese sentido, creo que la mía ha sido una generación privilegiada, por supuesto que había dificultades, pero respecto al acceso al mercado, estando menos preparados y con menos recursos, había más posibilidades que ahora. Y lo que venga después de la pandemia, nadie lo sabe, pero tiene mala pinta, eh.

¿No los encuentras de vuelta de todo, escépticos, hartos?

Hablo de una universidad realmente privilegiada, con los alumnos muy preparados, muy al corriente de lo que ocurre a su alrededor. Y, por ejemplo, me sorprende lo críticos que son con las redes sociales. Lo tienen clarísimo. Gente concienciada políticamente, muy activos en el mundo de la cultura… Yo aprendo mucho de ellos. Disfruto muchísimo las clases.

¿Y cómo ves la comunicación hoy día?

La veo terrible. ¿Por dónde empezar? Hay muchos problemas; el periodismo está lleno de gente muy válida, pero yo lo veo como lleno de oportunidades perdidas. Es terrible. Han pasado cosas terribles, desde el clickbait [el gancho sin escrúpulos para que pinches un titular y entres en un artículo] a la cultura de la cancelación.

¿Qué es la cultura de la cancelación?

Básicamente, que a la primera que te dicen algo que no te gusta, que no va contigo, cancelas toda posibilidad de debate. Yo creo que las redes no han sido buenas para los medios de comunicación, en general, y solo han hecho que agravar los grandes problemas que ya venían arrastrando. Yo animo a mis alumnos a que no sean siempre críticos, o por lo menos no tan críticos. Creo que las redes también tienen aspectos positivos. Y creo que aún hay posibilidad de encontrar formas de expresión o de resistencia, de subvertir lo que tenemos. ¿Nos hace más libres tener acceso a tanto conocimiento? Está por ver, pero sí que tiene su lado positivo, seguro.

¿Estás con tu tercera novela?

No, lo que quiero hacer ahora es un musical, porque creo que el teatro musical es de lo más satisfactorio que puede hacer un creador; yo además estudié piano, la música es algo importante en mi vida, y es lo que me he propuesto hacer ahora.

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