“El alma rusa es una mezcla de capacidad para encajar el sufrimiento y pereza”

La periodista Olga Merino. Foto: Marta Calvo.

Cuando la corresponsal Olga Merino (Barcelona, 1965) llegó a Moscú en 1992, unos meses después de la caída de la URRS, se encontró un país en bancarrota, “mientras la vieja élite soviética se repartía la propiedad estatal como en una subasta amañada en la que se amasaron fortunas”. Con los cuadernos que escribió durante los años que pasó como periodista en la capital moscovita ha escrito ‘Cinco inviernos’ (Alfaguara), un libro donde asistimos a la forja de una escritora que busca su voz propia. Hablamos con ella. 

“En mis libretas, que eran un diario íntimo -jamás pensé en publicarlas- vertía mis tanteos, mis dudas, mis angustias ante la escritura”, dice la autora de La forastera (Alfaguara), con la que hablamos también en esta entrevista de la actual guerra de Ucrania, del alma y la mente rusa, de Putin, de la precariedad periodística…

Llegaste a Moscú en 1992 como corresponsal de ‘El Periódico de Cataluña’, justo cuando unos meses antes se había derrumbado la Unión Soviética y el comunismo. ¿Qué Rusia encontraste?

Un país desnortado, profundamente herido, donde la producción industrial había caído en torno al 70%. La gente o no cobraba el salario o bien lo percibía en especies (ollas, tornillos, termos, bombillas), mientras los ancianos, con pensiones de miseria, tenían que venderse el ajuar doméstico para sobrevivir a base de gachas de avena o trigo sarraceno. La chica que me ayudaba en casa con las tareas domésticas, Alla, era una ingeniera aeronáutica que se había quedado sin trabajo. Me encontré con un país en la absoluta bancarrota, mientras la vieja élite soviética, los apparatchiki, se repartía la propiedad estatal como en una subasta amañada en la que se amasaron enormes fortunas. Moscú era entonces el Chicago de Al Capone, con tiroteos incluidos prácticamente a diario.    

¿De qué está hecha el alma rusa?

Es un constructo intelectual que surge en la literatura rusa del siglo XIX y, como tal, en buena parte es un invento, mera especulación. Ahora bien, me encanta la idea de que la haya, y sigo buscándola, intentando comprenderla. A fuerza de lecturas, tras vivir en el país, creo que se compone de muchos ingredientes, como la sopa borsch, de hermoso color violeta: misticismo, nostalgia, exceso y pasión, espíritu comunitario, estoicismo, una extraordinaria capacidad para encajar el sufrimiento, alcohol, largas conversaciones y una buena dosis de pereza, esa languidez inmovilista que proviene de su parte oriental.

A partir de los 18 años comenzaste a rellenar libretas, donde escribías de todo y de nada, copiabas poemas, pegabas recortes de periódicos, párrafos de novelas… “Tenía terror a la escritura”, dices. Con siete de esos cuadernos -las libretas rusas- has escrito ‘Cinco inviernos’. Tus años moscovitas son, sobre todo, los años de la forja de una mujer que soñaba con ser escritora, de una periodista que buscaba una voz literaria propia…

Me hice periodista por encauzar el ansia de escribir, de aprender a urdir historias como las que me fascinaba leer. En mis libretas, que eran un diario íntimo –jamás pensé en publicarlas–, vertía mis tanteos, mis dudas, mis angustias ante la escritura. Tenía una vocación tan férrea que ahora, leídas las anotaciones 30 años después, me parece que fui dura en exceso conmigo misma. Me comía la impaciencia. Me daba cuenta de que estaba viviendo un momento excepcional, que constituía un combustible magnífico para la escritura. Pero necesitaba tiempo, sedimento.

El comunismo, “el laboratorio del marxismo-leninismo” como lo llama Svetlana Aleksiévich, creó al ‘homo sovieticus’, una categoría en la que se incluían los rusos, los bielorrusos, los ucranianos, los turkmenos… La creación de esta utopía, de ese universo soviético, de esa unión de diferentes nacionalidades agrupadas bajo una misma bandera, ¿qué ha sido, la historia de una humillación humana, de una tragedia, o algo más?

Una tragedia. El experimento constituyó un fracaso debido a la rapacidad de los humanos y derivó en una pesadilla totalitaria. Recordemos la hambruna por la colectivización agraria, las purgas estalinistas, las deportaciones al hielo eterno del gulag… En el fondo, la idea primigenia, “la construcción del paraíso del proletariado en la Tierra”, era en sí misma una quijotada. Don Quijote podría haber sido un personaje salido de la pluma de un autor ruso.

Moscú, abril de 1995. Olga Merino, con tres ex generales soviéticos, uno por cada rama del Ejército, veteranos de la Segunda Guerra Mundial. Frente al monumento al teniente general Dimitri Karbishev, capturado en la batalla del Dniéper por los nazis y muerto en Mauthausen. © Xavier González

“El que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón”. Con esta cita de Putin abre Emmanuel Carrère su libro ‘Limonov’. ¿Qué busca Putin invadiendo Ucrania?

En los años que viví en Moscú, recuerdo una viñeta muy significativa que publicó un periódico ruso: en una esquina, sentados en el suelo, están pidiendo limosna Lenin, Marx y Engels. Vestidos los tres con harapos, han dejado una gorra en el suelo. Y en estas, Marx, sentado entre los otros dos, va y les suelta: “Pero la idea era buena, ¿no?”. A eso se refiere el latido en el corazón, supongo, a que la idea sobre el papel era magnífica, pero… Respecto a la segunda parte de la pregunta, Putin nos ha colocado en el filo del abismo con esta guerra que de nuevo asesta una cuchillada sobre la carne de Europa que tardará generaciones en cicatrizar. Un espanto en el que Occidente también tiene gran parte de culpa: durante los años 90, la OTAN fue ampliándose hacia el Este irresponsablemente. Caída la URSS, luego de que Gorbachov lo entregara todo prácticamente gratis, ¿contra quién se hacía la ampliación?, ¿quién era entonces el enemigo? Rusia pidió incluso el ingreso en la Alianza Atlántica, pero la petición cayó en saco roto. Con la terrible invasión de Ucrania, Putin pretende restaurar un estatus de potencia venida a menos, restañar la humillación. Aparte de que Rusia tiene una tradición imperialista que se remonta al menos al siglo XVII.

¿Está Putin, tras la resistencia ucraniana, perdiendo la guerra o sus repliegues son solo maniobras parar rearmarse?

Está claro que no esperaba ese nivel de resistencia, pero no, no está perdiendo la guerra a pesar de las bajas sufridas y del hundimiento del crucero Moskvá. Me atrevería a aventurar que ahora va a centrar la presión bélica en la conquista de Mariúpol. A riesgo de equivocarme, creo que no irá a por Odessa. A Putin no le interesa que la guerra se alargue más ni que sigan llegando a casa ataúdes de zinc con soldados muertos. Ojalá.

Señalas que el octubre negro que se vivió en 1993 fue el auténtico final de la Unión Soviética y que esa crisis constitucional abanderada por Yeltsin le dejó con las manos libres para lanzar un programa de privatizaciones  que destruyó la industria soviética, para aprobar una carta magna que le otorgó amplios poderes comparables a los de un zar. De este poder se está valiendo hoy también Putin. ¿Crees que el silenciado pueblo ruso se terminará levantando contra él o caerá por la intervención de la comunidad internacional ante los crímenes que estamos viendo?

Confío en que la guerra en Ucrania no derive en una confrontación Rusia-OTAN, pues esa eventualidad nos colocaría en el abismo de un holocausto nuclear. Por desgracia, la gran perdedora en este conflicto es Ucrania, desgarrada como un cordero en el altar del sacrificio. Y ojo con las sanciones, podrían volverse en nuestra contra. Rusia no es una democracia, sino un sistema autocrático con elecciones falsas, un Parlamento de mentira y sin libertad de expresión. Esta situación a medio plazo es insostenible. Confío en las generaciones más jóvenes, que se miran en el espejo de Europa. En realidad, a Rusia se la debilitaría más dejándola cocerse en su propia salsa.

En ‘Cinco inviernos’ narras también momentos de tu precariedad laboral como periodista. ¿La de hoy es peor que la de entonces?

Desde la irrupción de internet, la profesión ha ido cuesta abajo en la rodada. A gente joven, con toda la ilusión y energía necesarias para ejercerla, se le paga salarios muy magros a cambio de muchas horas. Al mismo tiempo, se está prejubilando a personas que rozan la sesentena, gente con un gran bagaje, experiencia, con una agenda compilada al cabo de muchos años… Todo ese capital se está arrojando por el desagüe.

“Internet ha convertido el periodismo en fugaz y prescindible. Un oficio camino de la extinción como el linotipista, el taxidermia, el ballenero, el afilador”, señalas. ¿Podemos entender un mundo sin el papel crucial de contrapeso, de contrapoder que desempeña el periodismo, o una parte concreta del periodismo actual?

Si fuera conspiranoica, que no lo soy, pensaría que las fuerzas oscuras han elegido el momento idóneo para acabar con el contrapoder del periodismo, justo cuando más necesario es, en medio de tanta sobreinformación, en el momento en que más que nunca necesitamos separar el trigo de la paja. Estamos en crisis, a qué negarlo. El buen periodismo, el que calibra, contrasta e indaga, requiere tiempo, y en nuestro sistema el tiempo equivale a dinero. No quiero sonar pesimista: también hay oasis, periodistas que están haciendo un buenísimo trabajo. También tenemos responsabilidad como consumidores de información: no conformarnos, preguntarnos, no dejar de leer, exigir lo mejor.

Entre las muchas historias que leemos en tu libro, hay una, la del asesinato de tu tío Paco, un suceso que dices que no te apetece narrar. El horror siempre encuentra hueco en lo cotidiano…

Es un mazazo terrible, en efecto, constatar cómo la posibilidad del horror puede colarse en tu realidad de la noche a la mañana. Imagínate, llevas una vida normal y, de repente, un familiar cercano tuyo desaparece. Nunca se encuentra el cadáver, aun cuando las pruebas, incluso el adn, señalan que fue asesinado y descuartizado. Presumimos que su cuerpo fue arrojado al mar o a unos cimientos sobre los que se construyó un hotel durante la investigación y juicio de los hechos. Aún me cuesta hablar de ello.

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