Amores tóxicos, barbacoas con alas de pollo… y una boda

La periodista y autora de ‘Amor Mercurio’ Ilda Mosquera.

La periodista Ilda Mosquera –TVE, Cuatro, Telecinco, La Sexta…, también ha sido colaboradora de ‘El Asombrario´– publica su primera novela, ‘Amor Mercurio’ (Con M de Mujer). Una historia de obsesiones, enamoramientos tóxicos y amores calmados –pero demasiado calmados, ¿pueden ser entonces amores?–. Pasiones trufadas con anécdotas, chascarrillos, vida cotidiana y ocurrencias en el más puro estilo de retranca gallega; todo mezclado con esa habilidad que aporta el reporterismo que tanto ha practicado y practica la autora. Publicamos seis extractos del libro, que nos acercan a esta historia de empoderamiento de una mujer, de fortalecimiento de su autoestima frente a tanto desastre en las relaciones.

“Hay amores bonitos que duran como un suspiro, amores enfermizos y personas que enferman de amor. Esa sería mi síntesis vital del verbo amar. Es increíble el resumen que una puede construir de su vida, mientras le hacen un masaje facial la víspera de su boda. Esa palabra parecida a boba, que lleva a la gente a convertirse en un sustantivo tan áspero como marido, o un vocablo claustrofóbico como esposa. Ese acto social que anula la grandeza y morbosidad del término amantes.

Estoy a un día para cumplir el mandamiento que me hará ser liberada en cualquier acontecimiento familiar, ya sea este un velatorio o un bautizo. Ya ninguna tía, ni abuela, ni vecina, de cuando mis días eran infancia, volverán a preguntarme por la consolidación de mi vida sentimental. Ya no seré la rara, ni la posible desviada en el amorío. Ya seré una mujer, disfrutando de la luna de miel. Casualidades de la vida, nunca me gustó la miel”.

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“Las películas de Disney, las revistas de adolescentes, Pretty Woman, las telenovelas, y algunos comentarios que escuchamos desde pequeñas, nos dan una visión del amor que nada tiene que ver con lo real. No hay ningún príncipe azul; en la vida sólo hay una princesa, que eres tú; tú eres la protagonista de tu vida y a la que deberás respetar por encima de a quien ames sobre todas las cosas”. Esto que una vez me dijo una gran amiga debería estar a los pies de la cama de toda mujer. Y digo mujer porque somos las víctimas de las fábulas patriarcales. Creo que he llegado a amar desmesuradamente, tóxicamente y mal. La culpable he sido yo. Las causas, tal vez, de otros. La mala suerte contribuyó, porque me enamoré de alguien que sólo quería matar algún rato de soledad y emborracharse de sexo”.

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“A mi lado, en el autobús, viajaba una chica que había venido conmigo al instituto, Beatriz. Era bastante mona, aunque no quería sacarse partido. Sus notas iban de notables, algún sobresaliente, de vez en cuando algún suspensillo y todos sabíamos que era bastante lista. Iba a estudiar periodismo por las mañanas y pintura por las tardes. Un ser sumamente delicado por dentro, y el interior se le salía por fuera. Yo, cual si de un confesionario o un psicólogo se tratase, me puse a contarle mis sufrimientos por amor y lo cabrones que son los tíos. Educadamente me escuchaba, mientras sus ojos chivatos denotaban aturdimiento, por eso decidí cambiar de tema y ponerme a hablar de hacer barbacoas con alas de pollo en lugar de churrasco, porque son más rápidas y fáciles de cocinar. El tema le encantó y se enfrascó en todos los tipos de hoguera que hacía ella con los niños en el campamento del que había sido monitora. Parecía que le habían puesto pilas, la tía enlazó todos los temas y me sé el campamento como si hubiese asistido. Ella sí que había sido feliz un verano, gozando de esa alegría innata que solo se vive en la infancia.

Pese a que nuestro trato en el pueblo había sido un saludo y poco más, durante mis tres primeros años en la capital fueron muchos los días que llamé a Bea para quedar. Me contagiaba ese entusiasmo por la vida, que los hombres y mi atracción por ellos me habían quitado. Ella siempre estaba feliz, nunca sufría por ninguno.

En ocasiones, la miraba y quería ser como ella, en otras me daba pena que no tuviese esa capacidad de sentir que yo tenía. Ignorante de mí, sufría más que yo; sus amores eran callados y ni dejaba revelárselos a ella misma, fueron prohibidos. Al acabar la carrera hizo las maletas y se fue a Nueva York, la distancia de su familia, más conservadora que la mía, hizo que el amor brotase de ella y empezase a dar poesía a su reacción química del cuerpo humano. Las redes sociales fueron las encargadas de presentarme a su chica”.

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“En el acantilado, el mar se pierde en la inmensidad. Inestable. Lleno de sueños y agua salada. A veces dulce y otras cruel. Con olas que te sacuden y otras que te divierten. Testigo de besos y de adioses. Musa de poetas, maldecido por quienes les ha tragado un alma querida. Buena metáfora de la vida: aguanta tormentas y se junta con el sol. Con su ir y venir, algo tiene para ser capaz de decir siempre quién y qué. Frente al mar, salen a flote los sentimientos; entre ola y ola balancea el alma, le plantea nadar para cogerlos, bucear para no verlos o quedarse en ese punto y seguir mirando para ellos. Mar de desvelos, nadie chiva como tú los contigos deseados de la vida. Tú nos marcas el devenir, nosotros ponemos las ganas.

La magia del sitio también conquistó a Ángel, que se quedó mirándolo, y comentaba algo que yo oía sin escuchar. Nos quedamos allí, observando el mar, poco a poco me fui a mi mundo, lejos de la realidad del exterior y cercana a la verdad interna. El mar iba y venía, con pequeñas olas que se fundían entre ellas como un todo que eran. Me llamaban, me sentía una de ellas y quería sumergirme en la armonía de su choque contra las rocas. Iba a su compás, y con ellas alcanzaba el más gozoso de los nirvanas. Me llamaban, me necesitaban y yo a ellas”.

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“No importaba nada, y por ella podía enfrentarme a mis padres y soltarles en su rancio salón con cortinas claustrofóbicas: “Soy bollera, yo no lo sabía, y ahora que lo sé os lo cuento para que lo sepáis y lo tengáis claro”.

En estos pensamientos me venía arriba y sentía que mataba a los fantasmas de mi pasado. Un pasado gris marcado por una adolescencia con la censura de unos padres pertenecientes a lo más gris de la España más conservadora. A la mujer que soy le ha costado amar el sexo y aún recuerda cómo sus padres cambiaban de canal si en la película proyectada en aquel salón, de cortinas de encaje horrendo, salía una escena de cama. Y ahora he aprendido a disfrutarlo con quien quiero, cuando me da la gana y sin importarme nada.

Por otro lado, pensaba en Iker y creía que era historia pasada. La que estaba contando y la que estaba por contar se llamaba Mariela.

Pese a visionarme hablándoles a mis padres de esta historia de amor, que había cumplido aquella frase profética de ‘cuando menos te lo esperes’, y, sobre todo, con quien menos me lo esperaba. Pese a eso, no era capaz de ir por la calle con ella como había ido con otras parejas e incluso con alguna historia masculina de una noche. No sé si era culpa mía o de mi infancia llena de armarios, de la que había cogido los referentes. O tal vez que alguna de las dos, o las dos, en el fondo pensábamos volver a la cómoda vida heterosexual. Pero eso ahora no importaba, era el tiempo de saborear una relación de amor y descubrir texturas nuevas en los arrumacos. Me gustaba recorrer con mis mofletes la piel sedosa de sus piernas; a ella le encantaba hurgar en los dedos de mis pies, con su dedo índice me iba separando los dedos y a veces acababa sin darme cuenta con la pedicura hecha. Porque con ella todo enlazaba, el sexo acababa en la rutina más bonita, porque cada una era lo que la otra necesitaba en ese momento de nuestras vidas”.

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“Con el pasar de los días nada nuevo sucede. No hay nada más pesado que cuando no pasa nada. Proyectos que no me motivan y besos que no ponen versos a mi vida. Mi existencia, una vez más, no tiene ni rima ni poesía. El sueño de la felicidad se sigue escapando, pese a haberlo intentado. Mi sensación es de arrepentimiento y, mientras la pasión se esfuma, el amor se transforma un poco en cariño y otro algo en aborrecimiento hacia David.

La vida me demuestra que quise huir de la soledad, pensando que así se irían mi miedos. Aquí siguen todos, con mis inseguridades y mis sombras. Ni la mejor compañía me va a quitar esos demonios que, además, crecen conforme avanza la existencia.

Me di cuenta de esta reflexión desde el primer momento de la relación, y el matrimonio está poniendo el acento. Este amor me cobija, me quiere, pero algo está sucediendo en mi interior. Mi autoestima se hace más fuerte y mi matrimonio, una losa. Quiero a mi marido, pero no lo suficiente para renunciar a la soledad.

Cada vez la extraño más. La necesito. Quiero mi soledad. Me hace falta silencio y ensimismamiento al llegar a casa. El ardor de este amor calmado se va apagando y cada vez somos menos pareja, para ser nuevamente dos. Ese amor que no llegaba al notable comienza a alejarse del aprobado. Mutuamente nos da pena, porque nos caemos bien, pero la vida es caprichosa y no todo lo que se quiere puede ser.

Los días pasan y cada uno se refugia en su interior. Intentamos hacer que nos deseamos, y todo lo que se fuerza como mínimo roza, en ocasiones causa herida”.

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