Ángeles Caballero aborda el cuidado de los padres enfermos

La periodista Ángeles Caballero.

Puede seguir al autor GUILLERMO MARTÍNEZ  en X aquí: @Guille8Martinez

La periodista Ángeles Caballero (1976) habla de su pasado, de lo que le ha hecho ser como es ahora, con una voz oceánica: en calma ante el primer vistazo, brava cuando es necesario, cuando la vida lo exige, cuando el viento levanta olas inimaginables. Recientemente ha publicado ‘Los parques de atracciones también cierran’ (Arpa), un libro –con prólogo de Jorge Javier Vázquez– cercano y susurrante, sobre su familia y sobre ella. En casi 300 páginas, rememora su infancia en los 80, su adolescencia en los 90 y la madurez que llegaría después, con la difícil etapa del cuidado de sus padres enfermos y la llegada del final. 

En el libro abordas cómo viviste el envejecimiento de tu padre y de tu madre, acompañado de la enfermedad y la muerte. Es un relato muy duro. ¿Qué sentías mientras lo escribías?

Bastante serenidad, muchos menos sofocones de los que yo intuía. Conociéndome, que soy bastante sentimental y emocional, y a pesar de que hay pasajes duros, complicados e intensos, también me he preocupado de que pesara mucho la risa. Si hago un balance general y contextualizo esos momentos difíciles, en realidad tan solo son una parte pequeña de todo el tiempo que he pasado con mis padres. He tenido mucha suerte con mis padres y me he preocupado de que eso también se viera reflejado.

Ahondas en tu memoria familiar que, aunque pueda parecer mentira, no es tan particular. Muchas familias tipo de los 80 seguro que comparten esas vivencias en las que te centras en la primera parte del libro. ¿Qué es lo que recuerdas con más cariño de aquellos años?

Recuerdo muchísimo afecto y cariño, mucha protección, quizá demasiada. Recuerdo con mucho cariño el ser una familia con muy pocas pretensiones. Puede parecer contradictorio, pero cuando yo nací, la vida de mis padres era tremendamente aspiracional. Vivíamos en Getafe y nos podíamos permitir ir a Madrid, a restaurantes y hacer ese tipo de planes que no todo el mundo tenía a su alcance.

Fue un aterrizaje muy rápido. Era una sensación de que eso estaba muy bien, pero nuestras raíces estaban en otro lado. Con eso mi padre era muy insistente, casi hasta pesado. Yo nací en 1976 con la suerte de hacerlo en una familia sin problemas económicos, pero él se encargaba de recordarme que eso no siempre había sido así. Eso me ha permitido tener los pies en la tierra y el ego y la tontería bastante contenidos.

El ocaso de tus padres pronto se convierte en el eje articulador del texto. ¿Cuándo te percataste de que los roles estaban cambiando en la familia y qué supuso en tu vida?

Yo lo ubico en escenas tan cotidianas como el intercambio de táperes. Cuando me casé y salí de casa, mi madre se encargaba mucho de rellenarnos la nevera, como si mi marido y yo estuviéramos incapacitados para comprar unos filetes o unas naranjas. Y de repente, en relativo poco tiempo, vi que la que guisaba y llevaba táperes a la nevera de mis padres era yo. También pasaba cuando eran ellos los que te enseñaban a hacer según qué cosa, que con el tiempo era yo quien les enseñaba a ellos.

Si amplío el foco, no es tanto el haberme convertido en la madre de mis padres, pero el papel de cuidadora me fue otorgado cuando a los 13 años mi hermana cogió un avión a Estados Unidos en 1989 y no volvió. Mi padre se volcó en el trabajo para superar esa tristeza, y mi madre lloraba todo el rato. En aquella época las llamadas telefónicas costaban una fortuna y ni siquiera existía internet. En ese momento me tocó a mí sacar la nariz de payaso. No sé si me convertí en la cuidadora de la familia o en la animadora de la fiesta, pero ahí fue realmente el cambio de rol.

Lo intentabas, pero no llegabas a todo, y encima tuviste que tomar decisiones cruciales, como si seguir adelante con el tratamiento tan agresivo, el único posible, con el que tu padre intentaba superar un cáncer terminal. En aquellos momentos, ¿crees que la gente entendió lo que pudiste llegar a sentir?

Era muy complicado que la gente lo entendiera, y no lo digo por incapacidad de las personas de empatizar, sino por mi propia creación de una coraza y de intentar jugar a esta cosa que solo puede llevar a un fracaso estrepitoso: creerte wonderwoman, que puedes con todo, pero eso nunca sale bien. Yo, que soy bastante emocional y visceral, hacía un ejercicio de racionalidad extremo ante la situación. Daba a entender que esto era así, y ya está, casi con frialdad. Es probable que mi familia o una persona próxima pensaran que lo llevaba bien, que estaba fuerte, que no me iba a desmoronar, pero por dentro tenía todas las procesiones de semana santa.

A tu madre le diagnosticaron cáncer de hígado después. En esos momentos tan duros, ¿cómo de importante es la comunidad?

La comunidad es esencial para cualquier persona que sufre una enfermedad, también para sus seres queridos. Antes del diagnóstico de mi madre, escuché en televisión que hay determinados cánceres que estigmatizan, igual que tener sida. No creo que la gente piense algo tan salvaje como que se lo merece, pero el cáncer de próstata de mi padre recibió otras miradas y palabras que no recibió el de mi madre, un cáncer de hígado ante el que muchas cabezas bajaron la mirada. Ahí supongo que la gente hizo el mismo ejercicio que hice yo, ayudar a esta mujer para que no lo lleve todo sola, siendo consciente de una particularidad, y es que el cáncer procedía de una cirrosis, y ya sabemos todos qué lo causa. Fue complicado, pero la comunidad, la red, la tribu de la que uno se rodea es fundamental.

Afirmas que tu madre siempre estuvo dedicada a la casa, a su marido y a sus hijos. Como tu madre, miles de mujeres más. ¿Qué deberíamos aprender todos y todas de esa generación de mujeres?

Yo creo que es una generación de mujeres a las que se le intenta dotar de cierta épica. Fueron mujeres que nacieron, como en el caso de mi madre, en mitad de una guerra, en un lugar que no era el suyo mientras huían de circunstancias terribles. Fueron mujeres sin acceso a ningún tipo de formación, donde la palabra pobreza estaba profundamente instalada. Y les hemos dotado de cierta épica, quizá porque no sé si nos ha dado pudor o cierta superioridad respecto a ellas. En el fondo, ¿qué han hecho ellas? Ninguna ha descubierto nada, son personas que han vivido en los márgenes e invisibilidad. Es una épica que quizá no tienen ni tampoco han pedido. A esa generación la vemos con cierto paternalismo.

Fueron mujeres que asumieron un destino haciéndose muy pocas preguntas: nos casaremos, esperemos que con alguien que traiga dinero, tendremos hijos, aprenderemos a cocinar aunque no nos guste y a ver si nos podemos ir de vacaciones. Yo siempre tuve muy claro que no quería una vida como la de mi madre, siendo la suya muy buena respecto a otras mujeres de la misma generación. Recuerdo que ella, cuando tuve a mi primera hija, quería que dejara de trabajar. Cuando me negué, se lo tomó como una especie de afrenta. Ahí sí que fui un poco rebelde, y mira que yo he sido muy poco rebelde en toda mi vida. He sido una hija hasta aburrida.

El coronavirus sobrevuela el texto con el trágico final de su madre, fallecida en los primeros días de la pandemia en una residencia madrileña. No pudo despedirla. ¿Cómo te has sobrepuesto? ¿Es algo que todavía te persigue?

Yo no diría que me he sobrepuesto. Hace unos días visité el tanatorio por la muerte de mi tía y una de las cosas que me hizo llorar fue pensar, tres años y pico después de lo de mi madre, que hasta visitar un tanatorio o un hospital se nos fue negado a los familiares de las personas que murieron en aquel momento, de cualquier edad. Lo que yo pienso sobre la gestión que hizo de las residencias la Comunidad de Madrid ya lo he escrito. Podría decirte que es un pasaje que he querido pasar por alto en el libro para no mancharlo. He querido mostrar mucha luz, tanta como la que tenían mis padres y que espero haber heredado, pero es un tema que me sigue torturando.

Las cosas han cambiado mucho en este salto generacional, aunque no todo el mundo pueda concebirlo. ¿Cuáles de tus decisiones como mujer castiga más la sociedad?

Yo creo que nos enfrentamos a una especie de examen severísimo desde el momento en que normalmente en la ecografía de la semana 20 de embarazo te dicen el sexo del bebé. El mero hecho de que los padres sepan que van a tener una niña, la sociedad nos tatúa la palabra cuidadora en cada parte de nuestro cuerpo. Ese papel de cuidadora que asumimos parece no estar nunca a la suficiente altura, y ¡ay de ti si no asumes el papel! Tuve suerte de poder dedicarle tanto tiempo a mis padres, pero me he encontrado con muchas mujeres con circunstancias económicas y profesionales que no les permiten hacerlo, y se han sentido culpables de ello pudiendo haber mandado a la mierda a la gente que les juzgaba. Ahora, mi hija de 16 años, después de lo vivido, no deja de repetirle a mi hijo de 13 que cuando enfermemos sus padres aquí tendrán que estar los dos. De todas formas, si mi hija me cuida menos que su hermano, probablemente recibirá un juicio que no tendría lugar al contrario.

Una de las reflexiones finales es concisa y certera: “He pensado que mi parque de atracciones tenía el deber de seguir abierto, que podía con todo. Pero escribo esto y digo que no, que es compatible todo esto con mostrar las costuras”. ¿Te has hecho la fuerte demasiadas veces?

Me considero una persona más bien blandurria y bastante tierna. Voy buscando abrazos y hombros allá por donde voy y sí que hay una cosa que me parece bonita y que me ha dicho gente que me quiere y me conoce: que escribir este libro ha sido un ejercicio de valentía, que soy más fuerte de lo que me creo. Me he hecho la fuerte muchas veces, pero esta época de mi vida también ha hecho asomar una fortaleza que no conocía, quizá porque nunca antes la he tenido que utilizar. Mi parque de atracciones estuvo siempre abierto porque el de mis padres también lo estaba.

El libro es una especie de catarsis en el que no huyes de la autocrítica y la reflexión más profunda. Al principio hablábamos de cómo te sentías mientras lo escribías. Ahora te pregunto cómo te sientes después de haberlo terminado.

Aquí me voy a gustar un poco. Me siento muy bien, porque me gustó mucho el final, donde reflejo muy bien lo que soy. Me han educado en ese tipo de familias en las que, si había un momento de tensión, alguno de nosotros soltaba un chiste para aligerar el oxígeno que se respiraba. Me siento muy contenta de que algunos lectores que no me conocen me hayan dicho que sus familias se parecen mucho a la mía, que en el fondo había una conexión sin vivir en Getafe ni coincidir en edad y circunstancias. No somos los Alcántara, pero que haya muchos Caballero Martín y muchos getafes entre los lectores me genera una alegría enorme.

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