Annie Ernaux, premio Nobel 2022: una mujer devorada por los celos

La escritora Annie Ernaux.

Hoy nos detenemos en ‘La ocupación’, obra de la premio Nobel de Literatura de este año, Annie Ernaux. Una novela de tintes autobiográficos publicada en 2002 y que ahora retoma en español Cabaret Voltaire. Escrita “como si fuera a morirme y ya no hubiera jueces”. Una crónica desinhibida y liberadora de un proceso de celos. De celos totales. A Ernaux ni le importa ni le preocupa ser, parecer o comportarse como un monstruo exaltado y cínico entre las páginas de este libro. No le importa contar lo que la estigmatiza, no le importa moverse sobre el cuerpo del escándalo social. No le importa ser mala hija, mala esposa, mala mujer. Nadie puede discutir a estas alturas que Ernaux es la dueña absoluta de la verosimilitud.

“Lo más extraordinario de los celos es que se puebla una ciudad, el mundo, con un ser al que no se conoce de nada”

Hay pocos escritores capaces de comenzar como comienza sus narraciones Annie Ernaux (Lillebonne, Normandía,1940). Y aún menos que quieran pactar con la verdad de la manera en que ella lo hace en este libro atribulado y desbordante que es La ocupación. Un libro cuyas páginas, sin embargo, beben de la profundidad más absoluta, manan de esa hendidura en la que nosotros mismos nos aventuramos a alimentar una locura que jamás nos llevará a conseguir la libertad que deseamos, a la longevidad emocional que nos es necesaria para entender la vida.

La ocupación es, como decía, un libro atribulado y profundo a partes iguales. Dos velocidades que recorren la columna vertebral de quien lee con esa intensidad con que recorre un inocente su camino hacia la muerte.

La ocupación tiene el poder de la verdad en estado puro, sin necesidad de literaturizarlo y, al mismo tiempo, ofreciendo una muestra de altísima literatura. Nadie puede discutir a estas alturas que Ernaux es la dueña absoluta de la verosimilitud, todo lo que nombra se convierte en una verdad que alcanza al mundo entero.

En la escritura de Ernaux deslumbran muchas cosas; es una agitadora sin parangón, pero, si hay algo que corrobora este pequeño diario de furia y vértigo, es la naturalidad con que se afianza en la autobiografía sin caer en la arrogancia del yo. Ernaux incurre de manera titánica contra ese pronombre, pelea contra él porque quiere su pluralidad, quiere que no se ahogue en su sempiterna opacidad.

A Ernaux ni le importa ni le preocupa ser, parecer o comportarse como un monstruo exaltado y cínico entre las páginas de este libro. No le importa contar lo que la estigmatiza, no le importa moverse sobre el cuerpo del escándalo social. No le importa ser mala hija, mala esposa, mala mujer. La virtud es una herida que no quiere lucir ni en su cuerpo ni en su memoria.

Ella no busca el camino a la perfección de esa forma totalitaria en que lo buscara la gran Santa Teresa de Jesús. Ella no respeta a Dios, porque no siente su respeto. Ella no teme airear sus pecados, se sabe imperfecta y dibuja su imperfección con una locuacidad que convierte su narración en una suerte de rara virtud que convoca al espectador a desear alcanzar esa falibilidad. Ernaux nos saca de la sombra, de la nociva pulcritud que a diario busca quien no tiene capacidad para romper las normas, para traspasar las altivas líneas de la rutina o para aguantarse las náuseas cuando el podrido aliento de la inercia arrincona sus pasos:

“En momentos así, notaba que volvía a ser la salvaje primigenia que dormitaba en mi interior. Entreveía todos los actos que habría sido capaz de ejecutar de no ser porque la sociedad había yugulado en mí las pulsiones”.

Leer a Ernaux es caer sin descanso sobre la boca de un oasis de reflexiones. Es caer en la grieta que se niega a ingerir cualquier porción de oscuridad que se le ofrezca:

“De manera general, yo admitía las conductas que en otro tiempo estigmatizaba o suscitaban mi hilaridad. “¡Cómo se puede hacer algo así!” se había convertido en “yo también sería capaz de hacerlo”.

“La dignidad o la indignidad de mi conducta, de mis deseos, es algo que no me planteé en aquella ocasión, como tampoco lo hago ahora al escribir. A veces pienso que creer en esa ausencia es la manera más segura de alcanzar la verdad”.

Leer a Ernaux es aceptar que nos enfrentamos a su no exclusión de ninguna verdad, aunque sea propia. Ella somete a la verdad a una agilidad incontrolable. La lucidez de Ernaux tan vigorizante y tan paralizante al mismo tiempo. Sus palabras son siempre herida y cicatriz. La vida y la muerte de cada emoción aleteando sobre sus manos y después su resurrección incontestable en el porvenir de quien accede a su universo literario son sin duda parte indisoluble en este minúsculo y potentísimo discurso:

“Simplemente  creía que, tras superar la época de los estudios y del trabajo a destajo, del matrimonio y de la reproducción, tras pagar, en suma, mi tributo a la sociedad, me consagraría por fin a lo esencial, perdido de vista desde la adolescencia”.

Ernaux posee una exclusiva visceralidad, un irrefrenable deseo de movilizar todas y cada una de las posibilidades narrativas a su alcance. Y en La ocupación lo pone más de manifiesto que nunca. Este colosal manuscrito de supervivencia evidencia de manera rotunda la huida de la autora de todo lo que se espera de ella como mujer civilizada y como narradora:

“Me dijo que estaba muy guapa y que se la chupaba de maravilla”.

Es deslumbrante cómo acaricia siempre Ernaux la verdad, lo hace como si se tratase de un animal salvaje que momentos antes de caer en una trampa se sintiese capaz de renunciar a su naturaleza:

“La imagen de su sexo sobre el vientre de la otra mujer surgía menos a menudo que la vida cotidiana que él evocaba cautelosamente en singular y que yo oía siempre en plural. No eran los gestos eróticos lo que más iba a unirle a ella, pero la barra de pan que él le llevaba a medio día, las bragas y los calzoncillos mezclados en el cesto de la ropa sucia, el telediario que veían juntos por la noche mientras comían espaguetis boloñesa, eso sí”.

Por eso La ocupación es un libro necesario y envolvente que pone a prueba nuestra inteligencia. En él todo está lejos de la cautela que se espera de una autora consagrada como lo es Ernaux.

La ocupación es un trozo de carne que bulle como solo sabe hacerlo la carne después de una herida. La ocupación es el rumor de muchas cicatrices femeninas en busca de una nueva vida.

Ernaux habla de ella, sí, pero al hacerlo habla también de cada una de las mujeres pasadas, presentes y de las que están por llegar. Ernaux despedaza en este libro el círculo concéntrico que desea ser siempre el futuro:

“Me hice la prueba del sida. Se ha convertido en una costumbre semejante a la de ir a confesarme cuando era una adolescente, una especie de rito de purificación”.

Y eso es lo que supone La ocupación, un rito de purificación extremo con cilicios que se dejan al descubierto. Un rito de purificación sin encubrimientos. Sin la connivencia de ninguna de las oraciones que alguna vez en la vida imaginamos que podrían salvarnos. Una resurrección a palo seco, sin llantos externos y sin esa ración de agua capaz de sellarnos las llagas al salir del sepulcro. Un libro imprescindible en el que la traducción de Lydia Vázquez Jiménez es un prodigio de exactitud que hay que nombrar también.

‘La ocupación’. Annie Ernaux. Cabaret Voltaire. 84 páginas. Traducción de Lydia Vázquez Jiménez.

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