Los antihéroes de Carlos Castán, un escritor de relatos de culto
Cuando la editorial Páginas de Espuma anunció la publicación de los cuentos completos de Carlos Castán (Barcelona, 1960) promovió un hashtag que decía algo así (cito de memoria) como #yotambiénsoyfandeCarlosCastán. Un guiño a sus lectores de siempre y a los nuevos, a quienes les resultaba difícil encontrar sus libros. Nombre imprescindible en la renovación del cuento en España, las historias de Castán suelen estar atravesadas por la melancolía, por un romanticismo urbano. Hemos hablado con él.
Sus cuentos los habitan antihéroes y fracasados que se mueven entre la realidad y el deseo, “como ocurre con la literatura”, me dirá durante la entrevista. Personajes que podrían ser protagonistas de una película de Godard o que matan su soledad en un bar mientras suena la música de Marianne Faithfull. Esta circunstancia y su aspecto físico (en Facebook una lectora dijo que cada vez se parece más al cineasta Jim Jarmuch) han contribuido a asociar a Castán con una imagen de autor underground. Sin embargo, en la realidad, nada más alejado de un escritor ensimismado que Carlos Castán.
Cuando nos encontramos para la entrevista en la librería Amapolas en Octubre, en el corazón de Chueca, lo primero que hace el narrador zaragozano (su vida ha transcurrido entre Aragón y Madrid, la ciudad en la que reside) es enseñarme uno de mis libros para comentarlo conmigo. Algo recurrente a lo largo de la charla. “Pero hemos venido a hablar de tu libro, no del mío”, casi tengo que decirle. Menciono esta anécdota (perdón por la autocita) como detalle que habla de la generosidad y cercanía de Castán, tan alejado de la tendencia al umbralismo de tantos escritores que con bastantes menos méritos se creen estrellas de rock, aunque el Umbral alejado de las pantallas y las ventas es un autor que forma parte de su educación sentimental.
Si hacemos caso a Rafael Reig cuando dice que es imposible escribir una obra maestra si uno no tiene un buen corazón, creo que Carlos Castán reúne todas las cualidades para escribirla, si no la ha escrito ya con este conjunto de narraciones que con gran acierto ha reunido Páginas de Espuma.
¿Cómo te sientes con la recepción que está teniendo el libro?
Estoy contento, porque veo que el editor lo está y compruebo que no ha sido una carga económica editar un libro que ya se había publicado. Las lecturas han sido buenas, tanto en prensa como en los blogs. Me hubiera gustado hacer más promoción presencial, especialmente en Aragón, pero estoy muy satisfecho con lo que hemos ido haciendo. Yo había hablado hace tiempo con algunas personas de la posibilidad de reeditar Frío de vivir, mi primer libro. Muchos lectores me habían comentado que era imposible de conseguir y me parecía una lástima. A mí no me quedaban ejemplares. Cuando se lo comenté a Juan Casamayor (el editor de Páginas de Espuma) me propuso no solo reeditar ese primer libro sino todos los demás. Me pareció estupendo, claro. Mi propósito no era tanto ponerlos de nuevo encima de la mesa, sino que estuvieran disponibles para los lectores interesados en mis cuentos. Que eso haya ocurrido me ha dejado muy tranquilo.
Cuando volví a leer tus cuentos, tuve la reconfortante sensación de reencontrarme con un viejo amigo. Sin embargo, la perspectiva no es la misma para el autor, ¿no? En el prólogo reconoces que fue siniestro volver a leer tus historias.
Me incomoda bastante releerme. Normalmente he evitado leer mis cuentos, incluso a veces he tenido algún problemilla con algún club de lectura cuando me preguntaban por la trama y ya no recordaba. Hay algunos cuentos a los que sí he vuelto, pero hay otros a los que no regresaba desde hacía mucho tiempo, como la cara B de un disco que nunca pones. Para mí la sensación al releerlos es difícil de explicar. Están escritos por un yo que reconoces, que tiene un aire de familia, pero que no se corresponde con el yo de hoy. Hay muchas cosas que las hubieras escrito de otra manera. A veces, hay una mezcla de rubor, un sonrojo a destiempo. Otras es al revés. “Pues este pasaje no está mal para haberlo escrito yo”, me digo.
Ahora que te has visto ‘obligado’ a releerte, ¿observas una evolución en tu escritura?
Yo sí la veo, pero no estoy seguro de que se corresponda con lo que ve un lector. Igual que me resulta difícil atisbar las influencias que he recibido, me cuesta saber exactamente de dónde provienen las cosas. Tengo una memoria más borrosa en ese sentido. Frío de vivir, el primero, es un libro más arrebatado, hay unas historias que yo entonces necesitaba escribir. En los dos posteriores (Museo de la soledad y Solo de lo perdido) hay menos diferencia entre ellos, probablemente hay más contención. Pero no sé si eso lo capta igual el lector. También contienen historias desmedidas, pero creo que se trata de voladuras más controladas. En ese sentido, los cuentos de Frío de vivir tienen algo más de inocencia.
Hay más de 40 relatos, con distintos abordajes. ¿Cómo te surgen las historias?
Hay algunos que están basados en una nota de prensa. Otros son más metaliterarios, aunque tampoco he trabajado mucho eso. Ocurre con el de Machado. Sin embargo, la mayoría de las veces el origen es la realidad, imágenes que veo. Personajes que invento a partir de alguien con el que me he encontrado sentado en la barra de un bar, por ejemplo. Me empiezo a hacer preguntas, dónde va a dormir esa noche, con quién. Es una mezcla entre decidir y averiguar. Es como si la historia estuviera ya allí y tú tienes que descubrirla formulándote las preguntas adecuadas. Depende de lo persistente que seas, surge la historia. Es más una sensación. El cuento se muestra, emerge, pero es a partir de la realidad, de la vida. Muchos de mis personajes son adolescentes y es porque he sido profesor durante más de 30 años. Por un lado, escribía sobre lo que yo vivía en ellos, lo que me sugería su vida. También porque trabajar con los estudiantes hace que tu propia adolescencia no desaparezca nunca del todo. Muchas historias han provenido de esos alumnos.
Un profesor de Filosofía que tuve en el instituto, como tú, nos decía siempre que para vosotros, los profesores, es una sensación extraña porque mientras los alumnos tienen siempre la misma edad vosotros añadís un año más cada curso.
Es un tema buenísimo porque en principio no te das mucha cuenta. Llegas con veintipocos años, acabas de pasar por lo que ellos están, pero no te das cuenta de que cada año eres más viejo. Respecto a la percepción de la propia edad no es un buen trabajo, ellos siguen siendo iguales y tú cada vez eres mayor. Todo lo contrario a trabajar en una residencia de ancianos.
Desde tu primer libro, has apostado por una visión del cuento no cerrada, no encorsetada.
Una cosa que no me gustaba mucho del género del cuento cuando empecé a escribir era que los autores se autocensuraban mucho en la estructura. Estaban escritos con un cierto constreñimiento, con unas reglas del juego demasiado explícitas. La existencia de todos esos decálogos, cada uno tenía el suyo, mandamientos que no podías saltarte, estaban asfixiando al género. Eso que se dice, que en un cuento no puede faltar ni sobrar nada, pero que nadie puede ponerte une ejemplo concreto, o la epifanía, o la redondez que tiene que tener un cuento, o la rotundidad de los finales, eran relatos que se parecían demasiado unos a otros en el intento de cumplir esa normativa. Era un gran aficionado al género y me parecía que en un cuento podían caber ciertas cosas. De modo que cuando leí los cuentos de Eloy Tizón, de Hipólito Navarro o de Juan Bonilla, vi una gran apertura, una libertad que yo interpreté que se parecía a lo que yo estaba pretendiendo hacer.
De esa época me interesó mucho también Gonzalo Calcedo, un autor que hoy está injustamente olvidado, ¿no?
Fue el primero en trasladar la atmósfera de los cuentitas norteamericanos. La llegada de Carver y los americanos fue un bombazo, una pulsión mimética. Pero imitar, como hacían muchos, no es lo mismo que profundizar en lo que quiere decir el autor, en saber cómo funcionan los cuentos de estos autores, algo que sí hizo Calcedo. Es lo que tienen las modas. Hubo también una moda Borges o Cortázar. Son escritores inagotables, para homenajearlos. Hacer un cuento a la manera de Borges no es meter muchos laberintos o tigres.
Hoy vivimos un auge del cuento. Los talleres, las editoriales que han apostado por el género. ¿Son responsables de ese buen momento?
Cuando comencé a publicar, muchas veces me preguntaba por qué el cuento no tenía el tirón que merecía. Por qué no se tenía esa valoración como había en EE UU o Argentina. Y nunca he terminado de entender por qué. Tengo algunas teorías. Me acuerdo cuando El País sacaba los cuentos de verano. Para sus ventas dependían de lo mediático de las firmas y se lo encargaban a novelistas que en muchos casos les ofrecían retales de una novela. Mucha gente pensó que los cuentas eran eso. Si se hubieran publicado buenos cuentos habría favorecido al género. Luego, lo que le gusta a la gente son las novelas gordas, cuanto más mejor. A la gente le cuesta entrar en una historia nueva. En una novela te quedas a vivir, en un libro de cuentos entras y sales, no terminas de meterte en una historia y ya estás en otra. No sé si hay un tipo de lector al que le pone nervioso el cuento. Cuando en realidad, para el tipo de vida que llevamos, la brevedad del relato debería ser lo ideal. En este mundo donde hay tanta competencia, podríamos pensar que un cuento podría tener más recorrido que una novela, porque en cierta forma estás leyendo una obra completa.
Me da la sensación de que tú eres uno de esos autores que escribes para entender qué escribes, ¿no?
Efectivamente. Hay mucho de poner las cosas en orden, de autoindagación, la dependencia de las palabras y de las historias para saber qué está ocurriendo. Aunque muchas veces no sea una introspección.
Una de las cualidades de tus cuentos que siempre ha señalado la crítica es la capacidad para crear atmósferas. En ese sentido, te comparo con Onetti. ¿Cómo trabajas la atmósfera?
He hablado con bastantes colegas sobre su escritura y sostienen que toda la poética y el discurso sobre sus libros acaece a posteriori. Tu escribes el libro con una serie de intuiciones, pero son las lecturas ajenas las que te pone a pensar sobre el libro. Ese discurso no precedía al libro sino que te has dado cuenta después. Yo no sé si en algún momento me he planteado eso de crear una atmósfera. Yo creo mucho en el poder de sugerencia de las palabras, cómo lees en tinta una palabra y te trae mundos, te remite a otras cosas, juegas un poco en la confianza de que esa palabra tenga para quien te está leyendo ecos parecidos que tenía para ti, ¿no?, que tú relaciones con estados de ánimo. Así se construyen las atmósferas. Los sonidos de una habitación, los objetos, la luz. La conjunción de un estado de ánimo es más universal de lo que parece.
Eso te permite que aunque una historia esté ubicada en un lugar, el sitio no importe, lo hace más universal
Es lo que intento. La inmensa mayoría de los cuentos transcurren en las ciudades donde he vivido, Madrid, Huesca y Zaragoza. Me gusta situarme en territorios que conozco, pero siempre he tenido el convencimiento de no estar haciendo algo localista. Esto lo incumplo en la nouvelle final, Polvo en el neón, en la que todo transcurre en un lugar donde no he estado nunca. Era un homenaje a Wim Wenders, Shepard…
Ese aire de western lo he sentido también en otros cuentos tuyos, ambientados en el mundo rural, con gasolineras solitarias, historias que podrían haber salido de un cuadro de Hopper. Otras están localizadas en Madrid y una buena parte en ciudades de provincia. Creo que las peor paradas, como lugares, son las ciudades de provincia. El relato ‘Escuela de la muerte’, por ejemplo, comienza así: “Existe una clase de horror que solo se respira en las ciudades de provincia, no en aldeas y mucho menos en una urbe de verdad”.
Cuando dejé Madrid y me fui a Huesca, una ciudad muy querida por otro lado, tuve muchas dificultades de adaptación. En ese momento, identifiqué la ciudad con mi estado de ánimo, con lo que acababa de perder. La percepción de una vida por delante sin sal, de resignación, más mansa. Había la nostalgia de lo salvaje, de lo festivo que suponía la juventud de Madrid, que casi termina conmigo. Es como cuando un enfermo toma manía a su cuidador. Había una rebelión un tanto irracional. También está lo que a cada uno le guste. Lo que valoro de una gran ciudad es el anonimato, ser diferente cada día, cambiar de estilo. En las ciudades pequeñas la sensación es la de vivir en un escaparate. Cuando estás bien puede ser hasta divertido, pero si estás mal, como yo estaba, tienes que dar cuenta de tus estados de ánimo.
Una gran ciudad. Ser uno diferente cada día. Como escribir cuentos diferentes cada vez, ¿no?
La sensación que da una ciudad pequeña es como que el pescado está vendido, que no hay más cera de la que arde. Aunque luego eso no sea real, es como si no hubiera lugar para lo inesperado. En contraposición a eso veía Madrid como un gigantesco archivo de historias. Veía los edificios, el horizonte sin límite, y pensaba que en cada ventana existía una historia. Era una visión idealizada, por supuesto, pero la cuestión para mí era estar en medio de un montón de historias cruzadas. Me parecía un terreno donde yo podía pescar. La vida era eso, ser alguien en la vida de los demás. No esa vida tan presupuestada de antemano de las pequeñas ciudades, como yo lo percibía, erróneamente con seguridad, de que todo estaba establecido.
Ese paraíso perdido de la juventud, esa nostalgia que envuelve muchas de tus historias, no es una actitud pasiva y doliente, sino una manera de reivindicar la vida, de vivir plenamente.
Sí, efectivamente, es una apelación a eso. Parece que es una apología de la autodestrucción, pero es una autodestrucción que por otra parte yo he rechazado, aunque es verdad que con la boca pequeña. Tú mismo ves que esa forma de vivir puede destruirte, pero que algo hay dentro de ti, como un niño, que protesta y que dice preferiría lo otro, lo de antes, esa vida salvaje. Quizás porque lo nuevo no acaba de responder a las expectativas que tenías. Al final la sensación que puede quedar es la de que no hay remedio, no hay solución.
En el relato ‘La vida por delante’, comienzas así: “Que vivir es un ejercicio triste es algo que he sabido siempre”. Toda una actitud que encaja muy bien con ese primer libro: ‘Frío de vivir’.
Es la primera frase de todo el libro, la frase más antigua. Pertenece al primer cuento que escribí, al menos de los que pasaron ese filtro inicial. El que lo dice evidentemente es un personaje, pero siempre hay mucho de mí en mis historias, o más bien de mí en algún momento. Yo creo que todos somos un poco plurales, no tanto como Pessoa o Machado, pero sí que tenemos diferentes yoes. Comulgo bastante con la idea de buscar heterónimos y ver lo que escriben tus otros yoes. Hay un palo muy mío en muchos de mis cuentos: el personaje transido de melancolía, atravesado por la sensación de pérdida, y que se pregunta por qué lo perdió. Personajes con una sensación de intemperie, de orfandad, muy heridos, algunas veces con motivos sobrados pero otros sin saber muy bien por qué, quizás por un hastío vital, por una falta de deseo, por no encontrar la energía para vivir. Pero son siempre personajes que se rebelan contra eso, se retuercen en sus propias búsquedas.
El poema cernudiano de la realidad y el deseo recorre gran parte de tu escritura, ¿no?
Sí, es un tema al que le he dado muchas vueltas. Esa distancia que hay entre lo que anhelamos y conseguimos. La imposibilidad de alcanzar lo que se desea y cuando lo atrapas, si lo haces, pierde el atributo de lo deseado, como le ocurre a Daphne. Me interesa mucho la ambivalencia del deseo. Por un lado es positivo porque es el combustible que nos hace vivir, pero también te remite a una pérdida. Esa idea de la realidad y el deseo también está en la literatura, entre lo que te propones escribir y lo que consigues al final. A veces, pensabas escribir algo más humilde y logras algo mejor, pero otras veces es al revés.
En el prólogo hablas de que tus cuentos responden a una estética del fracaso. ¿Cómo defines esa estética?
Una cosa es el pesimismo y otra el fracaso. El pesimismo a veces me parece hasta optimista. El fracaso es otra cosa. A mí siempre me han interesado las historias de los perdedores, gente que no consigue lo que busca. Creo que hay más literatura ahí, en el fracaso que en el éxito. El éxito tiene menos juego literario que la historia de esas personas que no saben lo que quieren, que se pelean contra las circunstancias del mundo, igual que el autor se está peleando con el fondo del idioma para encontrar la forma adecuada. Otra cosa es que a nadie nos gusta vivir en el fracaso y nos guste tener algún tipo de éxito en algún campo.
Después de reunir estos cuentos completos, ¿tienes proyectos pendientes, nuevos textos?
Sí, tengo cuentos. Los cuentos se te imponen y cuando surge una idea de un cuento no es tan sencillo como anotar. Hay historias que se cruzan por el camino y hay que atenderlas, las voy escribiendo. También tengo algo que puede ser una novela, un libro personal, disperso y desestructurado, pero ando todavía con muchas decisiones que tomar, respecto a lo que tiene que ir dentro, fuera. Pero cuanto más trabajo, más dudas tengo.
Comentarios
Por angel coronado, el 16 mayo 2021
Se me antojan muchas cosas a comentar en este texto. Escojo dos. Una trata de algo complejo que intento aclarar metiéndolo dentro de un nombre muy estrecho. El “como si”. El “Como si” se instala, o al menos a mí se me ocurre verlo así, entre lo que me acontece y lo que puedo contar acerca de lo que me acontece. El “Como si” es (lo creo), un intento de reconciliar dos instancias irreconciliables, la instancia del qué y la instancia del cómo. Ontología y metafísica frente a frente. Es como si quisiéramos presenciar un combate entre dos amigos, o como si quisiéramos arbitrar ese combate imposible, o como si luchando a muerte contra otro, quisiéramos hacernos amigos.
Vano intento. De conseguirlo veríamos la lengua muerta, habríamos dado muerte al habla. Porque hablar, lo que se dice hablar, ni puede hacerse al margen de algo que a su vez es al margen de lo primero, ni tampoco el habla encuentra su lugar al margen de lo segundo. No hay ontología sin metafísica porque no hay metafísica sin ontología.
Y es aquí donde precisamente surge la otra cosa que quisiera comentar del texto. Se habla en él de los diferentes “yoes” del escritor (del hablante, añadiría), y a este propósito se menciona a Pessoa y a Machado. Y me pregunto ¿No se hacían Reis o Mairena, cada uno por su parte y olvidándose por la suya de Abel Martín o Alberto Caeiro o Álvaro de Campos, etc., esta misma pregunta?
Entiendo que solo ese “yo”, siendo capaz de desdoblarse, puede hacer frente al imperiosamente ambiguo “como si”. Lo dice así el maestro Caeiro (a sí mismo como a cualquiera, y cito de memoria): ”No hay mayor ni mejor filosofía como la de no pensar en nada”
Por José Ángel Escarpeta Sánchez, el 23 mayo 2021
Excelente entrevista. No he leído nada de Castán. Ahora, gracias a la entrevista, quiero hacerlo