¿Nos atrevemos a refundar la dictadura del placer?
El sexo es encuentro y podría ser el escondite común de los amantes heridos si perdiéramos el miedo a amar, sin adjetivos. Sin la dictadura de buscar el placer por encima de todas las cosas. Indagando en conexiones más profundas. Porque la sociedad de consumo occidental ha puesto el placer en un lugar central del escaparate y eso implica muchas ataduras. Retomamos esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado, que abordan el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo.
Desde que se inauguró el tiempo para el placer en la vida sexual de la mujer (algo que apenas se concebía posible en la era del mero sexo reproductivo), el deseo femenino se celebra en el mercado de compra-venta y alquiler de experiencias. En Occidente, a partir de principios de la década de los 60, se fueron volteando barreras morales –como el requisito del vínculo matrimonial para legitimar el sexo–, con consecuencias diferentes sobre la vida de las personas, y dependiendo de los mandatos de género, entre otros condicionantes. Pero, básicamente, la sociedad de consumo occidental ha puesto el placer en un lugar central del escaparate. En tanto mercancía liberalizada, el gozo sensual se tornó accesible para todas las personas, nacieran con los genitales que nacieran, devinieran del género que eligieran y optasen por la sexualidad que optasen.
Abolidos aquellos compromisos con anillos, ya en su tercera ola, el feminismo avisaba que la fantasía romántica no nos hace necesariamente felices, mientras Marguerite Yourcenar alertaba contra el excesivo entusiasmo de las mujeres por participar del mercado laboral de la explotación, como contrapartida a una supuesta emancipación económica de los maridos. Así, trabajando en triple jornada y autorizadas al placer en nuestros ratos libres, ya hemos pasado más de medio siglo.
Hemos dejado atrás los 70 del porno de industria pesada, y los reaccionarios 80, para que hoy las chicas buenas hablen de sexo en voz alta y compren juguetes ligeros en el aggiornado sex shop, ahora iluminado en colores claros y renombrado como tienda erótica. En el siglo XXI, el porno tampoco pesa: es streaming y gratis. Algunas chicas buenas hasta dirigen porno “ético”.
En la cuarta ola de los feminismos, los manuales de empoderamiento anti-romántico coinciden con la expansión del mercado de los más eficientes dildos con nombre de satisfacción. Somos sex-positive, eyaculamos (según nos explican las revistas de estilo) y podemos solas, aunque muchas y muchos reconoceremos que seguimos insatisfechas.
¿Cómo? ¿No era placer lo que reivindicábamos?
Sí, pero no como otra exigencia, ni separado de sentir, ni meramente fisiológico, ni…
El caso es que con Lionel nos propusimos arrancar esta temporada hablando de la diversidad del deseo sexual y su construcción de género, y se me ocurrió dar un paso más allá de nuestro placer.
La orgía de la luz: todo está a la vista
“Enrollarse con alguien consiguió desligarse de la reproducción, como fin, allá en los 60/70. Ya verás cuando lo desliguemos también del placer. El placer ocupa tanto espacio que no nos imaginamos qué quedaría si no es el fin: la intimidad, la vulnerabilidad, la conexión profunda”, fue el tuit que nada inocentemente lanzó @lamoscacojonera (aka Miguel Vagalume), días atrás.
Quienes hace ya casi una década que le damos vueltas al asunto y escribimos sobre sexualidad, en especial, acerca del placer femenino como materia por centurias borrada de la escena, hemos visto con qué rapidez se instaló en la agenda mediática la cuestión del deseo y el derecho. Deseos y derechos se mezclaron, de tal modo que cualquier ciudadana podía exigir su porción de gozo sexual o disponer de medios para adquirirla, en formato de masajes tántricos, con suelos pélvicos tonificados en el taller de bolas chinas y orgasmos exprés en igualdad de condiciones con usuarios de Badoo o Tinder, a través de plataformas de online dating donde nosotras lleváramos la iniciativa. Obteníamos placer físico sin ser esposas ni hacernos “ilusiones” de apego romanticón con partners al paso.
Aceptábamos ser carne a cambio de que ellos también fueran carne, porque ahora nosotras optábamos por despojarlos del aura romantizadora del “prometido” y hasta podíamos extirparles lo de adentro, para servirnos de la parte exterior de su cuerpo que nos viniese bien.
El gran dios Eros se había vuelto carne y, no obstante, espejismo, apenas carne representada, en una sociedad hipersexualizada destellando en las pantallas pero en la que crecía (y crece) la insatisfacción a causa del desencuentro.
En mi caso, me revolví contra el asunto de seguir construyendo dualidades (deseo-sentimiento; cuerpo-alma; amor-sexo; adentro-afuera) y llegué a escribir un ensayo -en coautoría- sobre la omnipresencia del porno (Lo que esconde el agujero, el porno en tiempos obscenos). Se trataba de desmenuzar la industria del placer representado en primerísimo primer plano ginecológico para reivindicar un placer ligado a un ser integral que no puede dividirse en cuerpo (tentación) y alma (pura verdad interior), como han intentado desde el teólogo hasta el pornógrafo. Hablábamos de refundar un deseo amoroso, que conectara la carne con la herida. O, lo que es lo mismo, nuestra sensualidad con su reverso en sombras, el hueco que deja la herida (en latín, vulnus), y que expresa nuestra vulnerabilidad más profunda.
“Entregarse a la orgía de luz eléctrica”, llamaba el escritor japonés Junichiro Tanizaki a este fervor por hacer desaparecer las sombras que a ellos les había llegado de Occidente, más precisamente de Norteamérica, ya en los años 30. En cambio, evocaba la posibilidad milenaria de “crear la belleza haciendo nacer sombras”. En su ensayo El elogio de la sombra, Tanizaki sospechaba que los orientales se atrevían a las sombras porque aceptaban los límites, “en cambio los occidentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar persiguiendo una condición mejor a la actual. Buscan siempre más claridad y se las han arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de la sombra”.
Fondo y forma del sexo
Muchas situaciones de la propia experiencia me llevaron a descreer del placer físico desligado de una conexión interior, íntima, como arguye Vagalume, y que incluyera las sombras (nuestra vulnerabilidad). Buscábamos respuestas en pilas de libros sobre ellos, elles y nosotras, pero al cabo sabíamos (sabemos) que los orgasmos en los que se empeñan los partners para quedarse más o menos (des)acomplejados no expresan más que buenas técnicas, que todas podemos aprender. Esas gozosas válvulas de escape de la masturbación o del sexo como consuelo dejan expuesto todo lo que está en negativo y que creíamos haber positivado: alivio y revelación de un vínculo profundo o de un pozo insalvable. Sin paliativos.
No importa si la relación viene de ser o si será, si la revelación es de una intimidad fugaz pero imborrable o si dará pie a un encuentro duradero. No hay receta moral de lo que debe ser, de lo que debe durar ni adónde debe ir. Sin embargo, si nos abismamos en nosotras sabremos ya en el cuerpo lo que nos pasa dentro, porque en el sexo forma y fondo se funden. Y quizá ese instante pueda llamarse amor.
Para amar hay que entrar en contacto con la herida más profunda. El deseo conecta esa herida con la carne. En el relato mitológico, Eros fue enviado por su madre con una flecha para dañar a Psique (el alma), pero quedó subyugado de pasión al verla y tiró la flecha al mar. El deseo los llevó a amarse y a sortear penumbras y manipulaciones. El deseo sexual de Eros y Psique es el que nos ha traído hasta aquí. “Te deseo”, entonces, es mucho más amoroso que los despojos de placer físico con los que nos (in)satisfacemos.
Del sexo pueden surgir conexiones emocionales y virtud, siempre que seamos capaces de crear ese espacio compartido, hecho de la carne herida de los amantes. El amor incorpora el dolor de los cuerpos y los arraiga a la vida, en un escondite efímero. De ahí que es posible otro placer, desde ese amor, que no es romántico ni tiene más adjetivos. Solo hay que intentar el primer paso, ganarle a la mezquindad y perder el miedo a dar, a darme, a darnos.
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