Hipersexualizados, listos para el gran mercado de la carne

Foto: Irene Díaz.

Se habla de lo erótico pero Eros calla. Los cuerpos están más representados que presentes, e hipersexualizados pero indisponibles para el encuentro. Los clítoris, bien succionados por las máquinas, laten en minutos, cumpliendo la promesa publicitaria. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado. En este espacio se alternan dos textos abordando un mismo asunto: el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo.

La publicidad no tiene complejos. “Venga, uno más”, clama el anuncio de una plataforma web audiovisual, imitando (y/o alentando) nuestro comportamiento adictivo con las series. Así vamos, deglutiendo capítulos casi sin masticar, cada día más abducidos por el entretenimiento de consumo rápido, a granel, acumulativo. Somos como ocas de granja, conectadas a la comida hecha puré (se traga rápido) para que el hígado se agrande en poco tiempo, a fin de convertirlo en foie, envasarlo y monetizarlo lo antes posible. Nos imagino alineados en un corral con un embudo en los ojos, por donde entran temporadas enteras de GOT, Years and Years, las de zombies, las de policías, las de presidentes, las de narcos y camellos, las de amor, las de sexo. El puré está repartido por géneros, con formatos reconocibles para que no nos atragantemos. No hay grumos que nos obliguen a pararnos a pensar, todo pasa. Venga, el último de hoy.

En medio del atracón, hay algunos destellos de verdad, porque los guionistas forman parte de esta sociedad y reflejan sus propios conflictos, aunque los envasen hechos foie, como al hígado de las ocas. Entre esas verdades, las esenciales: las de la sexualidad, que son las de los afectos, sin carne ni gracia. Algo así como sexo con estética Jeff Koons, envuelto en papel satinado, placentero e inocuo. Porque en tiempos exacerbadamente narcisistas y paranoicos, se habla del sexo pero el sexo no habla. Los cuerpos están más representados que presentes, e hipersexualizados pero indisponibles para el encuentro. Los clítoris, bien succionados por las máquinas, laten en minutos, cumpliendo la promesa publicitaria.

Disociados de los demás, con embudos en los ojos, y disociadas de cualquier negatividad del sentir, podemos elegir qué pedazo de nuestro cuerpo disfruta con la técnica impecable de la silicona. El sexo ya no nos hace perder el tiempo.

Como dice Rosi Braidotti, “el capitalismo es un sistema que produce activamente esquizofrenia”.

Sin carne ni gracia

Estamos cansadas. La tarea de sobrevivir nos deja exhaustas y, aunque nos solidaricemos con las causas justas y clamemos en Twitter por la muerte de migrantes en el Mediterráneo o los palos a menores extranjeros, nuestro cuerpo pocas veces está en juego en relación con otros cuerpos. El juego se juega a solas, a distancia. Somos guerreros esterilizados (o estériles) y objetores del campo de batalla. Algo similar ocurre con el sexo, o la apariencia de sexo: la sociedad está hipersexualizada en las pantallas, en la agenda de los medios, la vestimenta o las conversaciones y, sin embargo, el (des)encuentro humano resulta frustrante. La carne se desactiva frente a la carne. Insatisfecha.

En uno de esos destellos de verdad que suele proporcionarnos la industria del entretenimiento, hay un personaje que es el perfecto ejemplo de esa disociación de la carne y el sexo (o los afectos) de la que hablábamos. Se trata de Roman Roy, el hijo menor del multimillonario perverso de la serie Succesion, interpretado por Kieran Culkin. Aunque los demás roles están bastante desdibujados, el del pequeño príncipe algo bobo que ha sufrido los juegos sádicos de sus hermanos mayores en la infancia, da entre risa y desazón, porque pinta esta época en que el sexo se asimila solamente a descarga de tensiones, y es compulsivamente masturbatorio. No hay que perder tiempo, porque cada minuto está para ser optimizado, por lo que el sexo es mera válvula de escape, pero además es peligroso, porque los afectos –como los fluidos– se mezclan y hacen sufrir. Así, el treintañero Roman luce impecablemente sexy de la mañana a la noche, y se pasea por los cócteles con una top model altísima a la que coge por la cintura, pero únicamente puede llegar al orgasmo mirándole el escote a la poderosa dama de 60 que toma las decisiones en la junta directiva de su empresa, o cuando ella lo regaña por sus torpezas. Con su chica, la modelo, no tiene sexo y solo a veces lo intenta, cuando ella se queda muy quieta, como muerta, o dormida.

Carne sin gracia, la que no se mueve, la que se deja hacer, la que se parece a una inerme muñeca de piel satinada… Me vienen a la mente las historias de cazadores cobardes que usan sustancias que aturden a quienes ellos consideran sus presas, reales o figuradas, para que sea más fácil poseerlas. ¿Cuál es la gracia?

De un día para el otro cayó el tabú del autoerotismo

De la fotopolla impuesta a un espectador involuntario, el avance tecnológico nos ha permitido evolucionar hacia el autovoyeurismo: ya se comercializa la llamada Cock cam, que no es otra cosa que una suerte de cámara GoPro adherida al pene. Su plano único es todo lo que queda por detrás del falo dilatado en primerísimo primer plano. En el capitalismo de la experiencia nos autoerotizamos con el cuerpo reflejado en una pantalla. Son nuestros ojos enchufados al embudo para vernos, y mirarnos. ¿Para qué necesitamos al otro?

Eso sí, las mujeres hemos alcanzado igualdad en este campo: podemos hacer lo que nos plazca para triunfar y para obtener placer, especialmente el autoerótico. Sí se puede, porque masturbarnos se ha vuelto derecho y deber. “El actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito (…) La sociedad del rendimiento está dominada en su totalidad por el verbo modal poder, en contraposición a la sociedad de la disciplina, que formula prohibiciones y utiliza el verbo deber”, afirma Byung Chul Han en La agonía de Eros.

El orgasmo es un éxito. Y más “empoderado” aún si lo conseguimos a solas. ¿De verdad?

Gozar sin necesidad del otro parece ser el reclamo por el que se nos anima a empuñar un nuevo vibrador, llamado Satisfyer, que anuncia nada menos que “la siguiente revolución sexual”. Más que revolución colectiva, la proclama ensalza el triunfo individual y garantiza el éxito sin necesidad de tocarse, ni contagiarse, sin mostrar heridas ni oír lamentos. El dildo que encabeza las listas de ventas de Amazon nombra la satisfacción, lo que sugiere que se trata de lo contrario a un triste consolador, que apenas ofrece alivio. Ni hablar de “consuelo”, porque este rozador y succionador ecofriendly va más allá de garantizar la excitación: lo que vende es el empoderamiento simbólico de poder sustituir a la pareja por un proveedor de orgasmos de estilizada silueta plástica. Parece inspirado en las esculturas de Jeff Koons, pero de precio asequible, y proporciona un placer eficiente, que se logra en un minuto… Y a otra cosa. A aprovechar el tiempo en actividades más útiles, ¿no?

El aparato se queda quieto si así lo deseamos, pero tiene cable umbilical para enchufarlo al puerto USB y volver a dotarlo de movimiento.

No es carne, pero tiene gracia.

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