Autónomos del amor: El sexo de una única vez es lo que se lleva

Foto: Irene Díaz.

Foto: Irene Díaz.

¿Por qué todo el mundo está solo, pero nadie se queda en ningún lugar? Nos conectamos, en lugar de relacionarnos. Juego mercantil y acumulación erótica marcan esta época de ‘nodos’ que se conectan en lugar de relacionarse. El sexo de una única vez es lo que se lleva en este tiempo de ‘players’ ansiosos. Los jugadores impacientes van ganando la partida al amor y todos nos estamos convirtiendo en ludópatas. Séptima entrega de esta sección quincenal a dos voces, ‘Por culpa de Eros’. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes en tiempos de turbocapitalismo. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

The game is the game (el juego es el juego)era la frase que a menudo repetían los patrones de la droga en la popular serie The wire. The game era un eufemismo para el mercado; en este caso, un mercado monopolizado por dos o tres poderosos distribuidores de la ciudad (Nigger, entre ellos), que mandaban en el juego del tráfico, la vida y la muerte, como aliados callejeros del dinero blanco y corrupto (de corruptores caucásicos en la timba financiera de siempre).

“Es el mercado, amigo”, decía, a su turno, Rodrigo Rato, un apostador con privilegios en un game como cualquier otro, que se rige por unas reglas que no se cuestionan, aunque amedrenten y hundan a la mayoría inerme.

En ambos casos –el narcotráfico y la banca– las reglas del juego se presentan mentirosamente como unas objetivas circunstancias externas a los intereses de los individuos. Así, el mercado-game resulta, de primeras, amplia y exclusivamente beneficioso para unos jugadores, pero a la postre, y en mayor o menor medida, termina hundiendo a todos. Rato está en la cárcel y los educadores y repartidores son autónomos que facturan con cierta regularidad; el resto (que incluye a periodistas y camellos), freelance.

¿Qué tiene que ver esto con el amor?

El mercado de la carne es otro game regido por las reglas del universo capitalista. Atravesado, por supuesto, por lo que de animal tienen el sexo y la reproducción, y lo que de ancestral tiene el ordenamiento de nuestras relaciones afectivas, el juego del amor se ha percudido de la lógica de la acumulación.

Poluido, envuelto en material descartable hecho de hidrocarburos, así nuestro erotismo. Forrados en plástico, vamos seguros de no contagiarnos enfermedades ni sentimientos que incomodan.

El sexo de una única vez es lo que se lleva en este tiempo de players ansiosos. Los jugadores impacientes van ganando la partida al amor y todos nos estamos convirtiendo en ludópatas de echar una moneda en la tragaperras y, sin apenas esperar el resultado, pasar a la siguiente. El actual mercado de la seducción es hacer stock, sin detenerse en el control de inventario.

Liberados (y liberalizados) de las categorías morales que rigieron en Occidente hasta los 60, hombres y mujeres de todas las edades somos emprendedores del follar, en cualquiera de sus formas. El placer es un derecho: somos players con el respaldo de aseguradoras oficialmente registradas.

“Es que no estoy acostumbrado al sexo matrimonial de dormir juntos en una cama”, le oí decir a un señor con el que habíamos quedado por segunda vez en 15 días. Perpleja por un concepto de lo matrimonial que abarcaba dos salidas, pensé en los hábitos sexuales que nos hace creer el porno de las embestidas de dos minutos, de pie (con los calcetines puestos los pornstars) y de ahí al siguiente (literal) hueco en primerísimo primer plano.

¿A quién se le ocurre quedar dos veces con la misma persona? ¿Y estar cómodos, charlando, un rato?

La liberalización del deseo

En un artículo anterior, poníamos en duda las virtudes de la llamada revolución sexual sesentista, toda vez que aquella pretendida liberación erótico-estética se ajustó a la perfección a las demandas de la sexualidad masculina dominante y, al fin, a las reglas de una sociedad de consumo en aceleración (con píldoras anticonceptivas y amor libre). Por lo tanto, la liberalización sexual nos reclutó como entusiastas prosumers (consumidores y productores a la vez) de la mercancía del deseo. En el camino, reforzando al individuo que tiene garantizado el derecho a desear y a complacerse, aprendimos a eludir el sida y otros peligros (sobre todo, los emocionales), comprando los productos que diseña la industria del riesgo.

Las redes y el online dating son apenas exponentes de lo que se cuece en la existencia real: nos comportamos en Internet, más o menos explícitamente, como lo que somos, y transparentando nuestros miedos y nuestro afán de alejarlos.

Así, honrando el dogma de la vida sin peligros, nos hicimos “nodos” (según un concepto de Byung-Chul-Han), nos apuntamos a Tinder o Bumble y contamos likes en Instagram o Facebook, con la ventana de Netflix minimizada. Y, que conste, Lionel, que esta mera descripción no pretende, de ningún modo, que sacrifiquemos las herramientas de socialización de la época, dentro de las que vivimos muy integrados.

Nos conectamos, en lugar de relacionarnos. Todo el mundo está solo, pero nadie se queda en ningún lugar, acompañando a nadie.

De esto había hablado largamente Zygmunt Bauman en Amor líquido: acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, un libro de 2003: “Estar conectado es más económico que estar relacionado (…) Cuando la calidad nos defrauda, buscamos la salvación de la cantidad. Cuando la duración no funciona, puede redimirnos la rapidez del cambio. La finalización a demanda –instantánea, sin inconvenientes– es la mayor de las ventajas de las citas por internet. En un mundo de cambios fluidos, valores cambiantes y reglas eminentemente inestables, la reducción de los riesgos combinada con la aversión a descartar otras opciones es lo único que queda de una elección racional. Y las citas por internet, a diferencia de las molestas negociaciones de acuerdos mutuos, cumple a la perfección (o casi) con los requisitos de los nuevos estándares de elección racional”.

La verdad es que en el mundo precarizado de hoy ya no es ni siquiera la falta de tiempo la razón por la que se busca una vida emocional online; pasa simplemente que la sexualidad y los sentimientos dejaron de formar parte de la vida real.

“Si vuelvo temprano de viaje, te llamo el domingo para que quedemos”, me dijo un galán por Bumble, el jueves de algún puente festivo. A continuación, agregó, sin que nadie le preguntara: “Me voy de finde con una chica de Tinder”.

Con esta anécdota hice humor del amor en el turbocapitalismo. Podía reírme con ganas porque no conocía ni nunca conocería a quien se escondía tras el avatar coleccionista (además de darme letra para esta columna). Pero pensé bastante sobre lo devaluada que está la ilusión ante un encuentro amoroso cuando, en pleno finde compartido, seguimos deslizando los deditos nerviosos sobre la pantalla del smartphone –en modo selección/derecha y eliminación/izquierda– a la caza de más carne de casting.

“Mis amigos que están en Tinder me dicen que las mujeres buscan hablar. Claro, estamos solos todo el día corriendo y, además de hacer el amor, quieres alguien que te preste atención, que te escuche”, explicaba -como un neófito- el filósofo italiano Franco Berardi.

Lo más seguro del mercado

Es cierto que la comunicación virtual permite eludir cualquier compromiso humano y que, como certeramente dice el psicoanalista Gustavo Dessal, “las aplicaciones de citas han construido un muro que separa de forma radical la vida cotidiana de la vida sentimental”, mientras “Tinder se ha convertido en un trabajo más, incluso un goce en sí mismo, que sustituye el encuentro”.

Sin embargo, más allá de lo virtual (de sobra conocido a esta altura del desarrollo de las apps), esta manera de relacionarnos –como jugadores compulsivos, sin una mínima expectativa verdadera, sin darnos tiempo para algún intercambio un poco más profundo, sin siquiera ver al otro– está impregnando también cada roce entre nodos… de carne y hueso. Sucede en línea y sucede en el romance de carne y hueso: probamos al paso perfiles románticos como reservamos alojamientos por Airbnb o vuelos baratos adonde sea, en el site de Last Minute.

Estos nodos que somos conectan de igual manera con alguien que han conocido en una conferencia que con el tío del Meetic. No es el medio, es que ya somos eternos players (como llaman las veinteañeras a los seductores consuetudinarios) y juro que no hay una pizca de nostalgia por el amor romántico de los años 40 en esta afirmación; se trata apenas de constatar los rasgos de nuestro tiempo histórico.

Sabemos que siempre hubo cultores de primeros encuentros, a los que lo que viene después no les pone nada, como aquel Antoine Doinel de las películas inolvidables de François Truffaut sobre las pasiones y sus imposibles. Existen, existimos, estos buscadores de estímulos y emociones fundacionales, pero no siempre se renegó tanto del vínculo (y su continuidad) como en esta era-selfie del narcisismo de la pura imagen representada. El cuerpo hoy está decididamente en otro lado, quizá celebrando el Año Nuevo con los abuelos, o con los sobrinos, o encerrado frente a la pantalla, masturbándose con una foto de Mónica Bellucci, y hasta puede que levantándose de una cama fugaz, pasajera, turística, que se marcará con un aspa, como el penúltimo monumento que nos quedaba por ver en Berlín. Delete. Borrar al otro sale gratis, porque, además, todos los protocolos del ser un buen ciudadano cool están previstos en el mercado del placer neoliberal.

Capitalismo de la experiencia, le llaman, también, a este estadio tecnologizado y tardío del sistema, en el que nos da pavor quedarnos enganchados a la espina de algún amor, correr el riesgo de contagiarnos de alguna emoción ajena o perder el brillo de nuestro espíritu start up.

Tengo la sensación de que con el sexo y las relaciones viene pasando lo mismo que con la vida cotidiana y nuestros hábitos de consumo desde hace 50 años (cuando aparecieron la píldora anticonceptiva, las medias de nylon, las bolsas y el plástico desechable para todo): dejamos de tapar la fuente de la empanada con un trapo de cocina limpio, porque resulta cómodo enroscar film plástico alrededor de la bandeja y, tras cada apertura, romper, tirar y reemplazar (eso sí, las hilachas plásticas las echamos al cubo amarillo de reciclaje).

Hemos ganado en higiene, orden y civilidad, y hemos perdido hondura del alma y del cuerpo, que son lo mismo. No se trata de tradicionalismo (Lionel me ha pedido que aclare que no somos tecnófobos), sino de ser conscientes de nuestra banal acumulación de cosas, basuras, relaciones, encuentros, protocolos. Reutilizando un trapo de cocina tras su lavado y escuchando a otra persona con atención, renovando un vínculo humano, estaremos descarbonizando, subvirtiendo el orden oscuro y pringoso del petróleo (materia prima indispensable para el film plástico, los condones y el dildo) y atreviéndonos a impregnarnos en la sensibilidad de otro ser vivo.

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Comentarios

  • c

    Por c, el 29 diciembre 2018

    El neoliberalismo ha convertido nª vida en tal desgracia ,
    que hemos acatado conformarnos cn aliviarnos y no entrar a enamoramientos ni relaciones mas profundas =
    rapido barato superficial sin sentimiento

  • @lex

    Por @lex, el 30 diciembre 2018

    Remor de otros tiempos. No estamos solos en el lamento. El mundo sigue otros ritmos, y nuestras barcas navegan alejándose entre si ante nuestras pantallas.
    Lloro por dentro como cuando leo al profesor

  • Fran

    Por Fran, el 30 diciembre 2018

    Si no fuera porque la linea del relato ya la tengo más que aprendida, este pastiche tendría algo de curioso. Pero no.

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