Bares-tienda de Asturias, compañía y cuidado en lo rural

Bar-tienda regentado por Ana María ‘La Gallega’ en Sotres, municipio de Cabrales. En el Parque Nacional de los Picos de Europa. Foto: Turismo de Asturias / Gonzalo Azumendi.

En pleno periodo de ‘descanso santo’, el ‘Viajero Asombrado’, trasunto del escritor Use Lahoz, nos lleva a Asturias, a dos recovecos que significan mucho de las dos caras de esta comunidad: la vida sencilla de los bares-tienda, elogio de la compañía y el cuidado en la cada vez más vaciada vida rural; y la vida enigmática de la presa de Grandas de Salime, toda una locura del arquitecto Joaquín Vaquero Palacios. Añade ‘el viajero asombrado’ una escapada a Galicia a probar el pulpo de Melide, que, como los bares-tienda, le conmueve y traslada a tiempos de infancia y meriendas inolvidables en su pueblo.

En su último libro, La escuela del alma, Josep Maria Esquirol habla de la importancia de cultivar el espíritu en las escuelas, que para él deben ser lugares de encuentro, “una escuela de verdad”, dice, “es el lugar donde se entrena el prestar atención a las cosas del mundo y a los demás”. También el viaje es una escuela, pues permite sentir la euforizante sensación de estar en otro lugar entre desconocidos, el beneficio de aprender, la revelación de un nuevo paisaje.

De todo ello me acordé el otro día cuando tuve la fortuna de descubrir lugares desconocidos (y cercanos) en la siempre fértil Asturias. Prestar atención al mundo es muy saludable. Más allá de los lugares clásicos como Avilés (el restaurante Tataguyo es también una escuela, como lo es el centro cultural Niemeyer), los espacios abiertos y abrazadores de Gijón y Oviedo (donde disfruté de lo lindo en un llagar de las afueras, la sidrería Quelo, en Tiñana, y evidentemente también lo hice ante la perfecta autoridad del pre-románico refinado como nunca en esa joya que es Santa María del Naranco, el caso más noble de ese estilo arquitectónico, del siglo IX, cuando sirvió de lugar de residencia para la realeza asturiana, y la vecina iglesia de San Miguel de Lillo y la fuente de la Fontcalda), me llamaron especialmente la atención otros lugares en los márgenes de las rutas habituales, como el museo del calamar gigante de Luarca, el museo de arte sacro y el de Valentín Alba junto al hotel Palacio de Merás, en Tineo, el mercado dominical, la capilla de los Dolores y, por supuesto, el aula de las metáforas de Grado, que acaba de cumplir 20 años de feliz resistencia poética, un lujo improductivo como los versos.

Vale que aquellos edificios (junto a otros declarados igualmente Patrimonio Mundial por la Unesco, como la iglesia de San Julián de los Prados) son testimonio del arte y la cultura asturianos de los siglos VIII y IX, y muestran la influencia de la arquitectura visigoda y bizantina en la península Ibérica y forman parte de mi formación (y de mi selectividad) y uno nunca se cansa de ellos, pero debo reconocer que aún me gustaron más dos cosas: el bar-tienda de Santiago en Oubona (parroquia del concejo de Tineo) y la presa de Grandas de Salime.

Larga vida al bar-tienda

Los bares-tiendas forman parte de la memoria sentimental y colectiva de muchas generaciones de asturianos. Este tan peculiar lo encontré en la parte baja del pueblo de Oubona, durante el transcurso de una etapa del camino primitivo, que empieza en Oviedo y termina en Santiago, y que durante dos siglos fue el itinerario más utilizado por los peregrinos, aunque posteriormente fue desplazado por el Camino francés, al parecer hoy la ruta más popular. El bar-tienda se reveló ante mí como un fascinante viaje al pasado y un feliz contrapunto del cercano monasterio románico de Oubona, de finales del siglo VIII, fundado por uno de los hijos del rey Silo, y que contiene menciones a la sicera, precedente de la palabra sidra actual, con la que se pagaba la renta de la tierra y la vivienda a los colonos.

El bar-tienda representa la diferencia, un salto lateral, como el del caballo en el ajedrez, que decía Canetti. Entre un supermercado y un chigre, entre una abarrotería y un café de pueblo, entre un ultramarinos y un todo a cien, los bares-tienda gozaron durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX de un periodo de esplendor, de popularidad y de servicio a la comunidad. Aquí encontraba el campesinado literalmente de todo. Cada vez quedan menos. Son dignos de conservar. Un bar-tienda tenía los básicos que se precisaban para vivir: pilas, martillos, bisagras, pegamento, libretas, rotuladores, café, infusiones, magdalenas, galletas, cubiertas de ruedas, bombas para hincharlas, hoces, cerillas, latería y, además, y quizás más determinante, mesas, sillas y calor de lumbre que daban cobijo a todas las edades de pueblos en los que no quedan hoy más de 30 o 40 personas.

Chigre-Tienda en Rozaes. Foto: Turismo de Asturias.

Chigre-tienda en Rozaes, en el Concejo de Villaviciosa. Foto: Turismo de Asturias / Les Fartures.

Visitar un bar-tienda como este es lo que Esquirol llama cultivar el umbral. Dice el filósofo que “sin umbral todo sería igual”, todo sería lo mismo. La globalización y el capitalismo buscan desesperadamente lo indistinto, que todo sea igual en todas partes y que se gaste en ellas mucho dinero. Pero en realidad es la diferencia lo que orienta al viajero, y la homogeneidad lo que le aburre. “Cuando la niebla cae”, dice Esquirol, “los caminos se borran y todo parece igual. En cambio, cuando despeja, de nuevo se vislumbra el horizonte  y se recupera el sentido, la orientación”.

Nada hay más bello para el viajero que el asombro. La filosofía y el viaje buscan la diferencia para entender el mundo. Y desde aquel bar-tienda de Santiago, en mitad de ninguna parte, entendí la vida de gente bien orientada y sin prisa, aquella que, como decía Machado, donde hay vino beben vino; donde no hay vino, agua fresca.

No todo puede ser Starbucks.

Bar-tienda de Santiago visitado por el autor durante su viaje a Asturias. Foto: Uselahoz.

Bar-tienda de Santiago en Oubona, Tineo, visitado por el autor durante su viaje a Asturias. Foto: Use Lahoz.

Chigre-tienda en Cueves, Ribadesella. Foto: Turismo de Asturias / Mampiris.

No se pueden entender los últimos 200 años de Asturias sin los bares-tienda. Por supuesto, no faltan voces que reivindican la resistencia de los pocos que siguen abiertos en Asturias (atención al de Cai Milio, de 1925, en Oviñana, Cudillero), igual que se reivindican las fotografías antiguas, como las de Ruth Matilda Anderson (Phelps, Nebraska, 1893 – Nueva York, 1983) que encontré en el libro Hallazgo de lo ignorado y que no envejecerán nunca. Famosa por sus expediciones por Zamora y León, Anderson también dejó huella en Asturias, y llevó a Estados Unidos toda esta autenticidad. En aquel bar-tienda, en fin, mientras tomaba un té y me reía con Fran y con Marta, evoqué en silencio al niño que fui y que pasaba veranos en un pueblo con un solo comercio en el que se vendía igualmente de todo.

Elogios de la vida sencilla, los bares-tienda son faros que hacen brillar la diferencia y hablan de una manera muy concreta de vivir. Un bar-tienda es sinónimo de compañía, cuidado, contemplación, palabras entre las que el viajero asombrado siempre se siente muy a gusto. “Cada lugar tiene su luz”, dice Esquirol, “pero la luz no solo se percibe por los ojos. Se nota en el aire que se respira y en la tierra que se pisa”.

La presa de Grandas de Salime

Después de respirar aire limpio y pisar tierra embarrada en el trayecto que va desde Peñafurada-Lago a Allande, llegamos al otro lugar que aún me fascina más: la presa de Grandas de Salime.

Salime quedó sumergido cuando se inundó el valle, de ahí su gran  interés etnográfico. Esta presa propició lamentablemente la anegación de varios pueblos de la ribera del río Navia y varios núcleos de población para priorizar la producción de energía eléctrica. La edificación de este salto de agua que supera en 42 metros a la torre de la catedral de Oviedo fue una tarea faraónica. El arquitecto asturiano Joaquín Vaquero Palacios ideó plantas industriales altamente poéticas. En 2018, la fundación ICO le dedicó una retrospectiva con el título Joaquín Vaquero Palacios, la belleza de lo descomunal. Asturias 1954-1980, a través de la que pudimos conocer a un artista total, de una imponente fuerza expresiva como arquitecto, escultor y pintor. Desarrolló cinco catedrales industriales, cinco centrales hidroeléctricas. Salime fue la primera, una presa con instalaciones dedicadas a generar energía eléctrica que él transformó en un espacio peculiar y fascinante a medio camino entre el museo y la locura.

Embalse de Grandas. Foto: Turismo de Asturias.

Embalse de Salime. Foto: Turismo de Asturias / Noé Baranda.

El tratamiento del espacio subterráneo y el tratamiento decorativo asombran por igual. Rafael Moneo calificó la obra de Vaquero Palacios como “enigmática”, y uno no puede más que darle la razón. Esa combinación de intereses arquitectónicos y plásticos lo acercan a Le Corbusier y su idea de casa-máquina. Hay referencias a figuras como Picasso, Freud, Plank, Einstein. Atención a los relieves de hormigón que ornamentan la fachada principal de la galería. El acceso a los murales (en las pinturas figurativas de la sala de turbinas colaboró su hijo Vaquero Turcios) está muy limitado; quedan dentro de las instalaciones y hay que pedir acceso a las tripas de la presa, un viaje subterráneo alucinante. Un verdadero salto de energía y de arte.

Este embalse sigue siendo un referente de la arquitectura industrial y la ingeniería al combinar técnica y cultura en un punto del mapa que vio transformada su fisonomía para siempre. Esta impactante presa es una obra definitiva, brutalista en el sentido más estricto; el mirador y el museo, una fantasía arquitectónica vanguardista que evidencian que la herencia industrial no debe borrarse (en Nantes por ejemplo, han hecho de las grúas de antaño su símbolo más vistoso), sino reivindicar.

El templo de Cibeles y el pulpo de Melide

Damos un salto, y ya en Galicia, otra catedral que me impactó fue la de Lugo, cuya historia e importancia desconocía, y su muralla, sobre la que pude correr al amanecer en un perfecto tramo circular percibiendo una sólida armonía con el entorno, experimentando una buena dosis de topofilia, el vínculo afectivo que a menudo se da entre el viajero y el ambiente que le asombra. Muy acorde al descubrimiento posterior del Templo romano de Santa Eulalia de Bóveda (declarado BIC), un santuario tardo-romano del siglo III, dedicado a la diosa Cibeles y reconvertido al culto de Santa Eulalia, un edificio unicum, pues no hay otro de estas características en lo que queda del Imperio romano.

Horas más tarde, al llegar a Melide (A Coruña) por primera vez en mi vida, mi memoria se puso en marcha y recordé cuando mis padres, hace años, fueron con unos amigos al Camino de Santiago y llegaron a casa hablando del pulpo de A Garnacha (la otra pulpería mítica de Melide es Casa Ezequiel).

Desde aquel verano, cuando sus amigos venían a cenar a casa, que era cada sábado, siempre que había pulpo salía el tema, ¿te acuerdas del pulpo de Melide? ¡Oh, el pulpo de Melide! Pues bien, el otro día, sentado al lado de Fran, Nuria, Marta y Laura, entendí el porqué de aquellos recuerdos. A veces la comida se nos queda en la memoria como la música. Viajamos y envejecemos y conservamos aquel momento de comida compartida como un tesoro.

El ser humano es feliz con lo más sencillo, como una melodía que nos conmueve porque nos recuerda lo que nos gustaba y cómo éramos, la comida de los viajes florece en la memoria para recordarnos también cómo éramos entonces. Ningún adulto de los que conozco ha olvidado las meriendas de la infancia. Como yo recuerdo el pan con vino y azúcar con el que me crié en los veranos eternos de cuando todo era ir, tengo un amigo que se sigue atracando de galletas maría mojadas en leche siempre que puede con 47 años, porque dice que es lo que tomaba con su madre de pequeño. Tienen que ser esas galletas, no quiere otras.

Cuando volví a casa, le hablé a mi madre del pulpo de Melide y seguiré hablando de ese pulpo siempre que tenga ocasión.

Somos lo que recordamos y quizás por ello uno siempre se acuerda de lo que comió en los viajes.

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