El día que Beethoven plantó cara al coronavirus en el Palau de Les Arts

La orquesta de la Comunitat Valenciana tras el concierto ofrecido el pasado día 15 de julio en el Palau de Les Arts de Valencia.

La orquesta de la Comunitat Valenciana tras el concierto ofrecido el pasado 15 de julio en el Palau de Les Arts de Valencia.

Asistimos al primer concierto sinfónico que tuvo lugar en el Palau de Les Arts de Valencia desde que comenzara la pandemia. Un programa íntegramente dedicado a Beethoven, que celebra este 2020 -que parece haber sido escrito por Stephen King– su 250 cumpleaños. La obertura de ‘Filelio’ y dos de sus sinfonías, la octava y la sexta, interpretadas por la Orquesta de la Comunitat Valenciana –una de las mejores de España- dirigida por Thomas Hengelbrock, fundador y director del Balthasar-Neumann Ensemble, completaron una velada para el recuerdo. Una noche en la que el genio del músico alemán plantó cara al monstruo y que sirvió como una inmejorable inyección de esperanza y optimismo para un sector, el de la música, que encara su futuro con inquietante incertidumbre.

Siempre se debe tener la actitud de mirar el vaso medio lleno, aunque la realidad se empeñe en agujerear el recipiente día tras día. Dicen que en tiempos de crisis, la inteligencia se demuestra con la capacidad de adaptarse con rapidez y eficacia a situaciones nuevas y complicadas. Eso es lo que intentan, desde hace cinco meses ya, con mayor o menor éxito, no solo todos los habitantes del planeta, también todos los sectores económicos a los que se les ha planteado el reto de transformar en entornos seguros los lugares en los que transcurre su actividad.

Desde el principio de la pesadilla, la música en directo parecía enfrentarse a un callejón sin salida. Una nube negra ha sobrevolado los auditorios de toda la Tierra. Orquestas, músicos, compositores, cantantes se lanzaron, en un principio, a una frenética actividad online (gratuita) no solo como alimento para una humanidad en zozobra, también como inmejorable y permanente altavoz de lo que en aquel momento parecía la crónica de una muerte anunciada.

Cinco meses después, parece que la música –sobre todo la clásica– está siendo capaz de amoldarse a una realidad que esperemos cambie a medio plazo con la fabricación de una vacuna o el hallazgo de un tratamiento eficaz contra la Covid-19. Y parece que la clave de este logro temprano, por más inquietante que suene, reside en el orden, cierta disciplina y una férrea responsabilidad individual. Son tres conceptos con los que el coronavirus da la impresión de que no se siente muy a gusto. Sabemos que el riesgo cero de contagio no existe, pero también que hay que ir recuperando la vida y eso pasa por ponerle al virus las cosas lo más difíciles posible.

Telediario tras telediario asistimos a noticias de rebrotes en su mayoría relacionados con actividades en locales cerrados y masificados respecto a sus superficies. Banquetes, celebraciones, fiestas… Entornos, horarios y actividades -casi todas ellas curiosamente relacionadas con el consumo de alcohol- en las que es fácil que se baje la guardia y donde las medidas de seguridad terminan irremediablemente relajándose muy peligrosamente según avanzan las horas.

Los teatros, sin embargo, han entendido que la clave para la seguridad tanto del público como de los ejecutantes pasa por cumplir escrupulosamente unas normas de sentido común enfocadas a minimizar lo máximo posible la peligrosa conjunción de situaciones de riesgo. Tras leer decenas de reportajes e informaciones sobre las causas de transmisión de la enfermedad, se podría asegurar que no poder mantener la distancia de seguridad con ocho personas que te rodean (en el peor de los casos) siempre las mismas, siempre sentadas en la misma butaca y siempre utilizando todas ellas la mascarilla parece ser un riesgo asumible en una situación epidemiológica favorable. Si además esas personas van a permanecer en silencio durante la mayor parte de la duración del evento, las probabilidades siguen decreciendo. Básicamente se trata de encontrar el justo término medio entre sucumbir al miedo y encerrarte en casa o jugártela, como quien va al casino, apostándolo todo a la suerte.

El Palau de Les Arts, que como todos los teatros de ópera del mundo tuvo que suspender su programación desde que empezó la pandemia, ha organizado desde mediados de junio una serie de conciertos de cámara, con formaciones reducidas en los primeros conciertos y finalmente uno sinfónico, que ha denominado Torna a Les Arts, en los que los aforos también se han ido variando según se avanzaba en el tiempo y las normativas de las comunidades autónomas.

El pasado día 15, casi 70 músicos de la Orquesta de la Comunitat Valenciana dirigidos por el alemán Thomas Hengelbrock protagonizaron el primer concierto sinfónico que ha tenido lugar en el edificio diseñado por Santiago Calatrava desde que estalló la pandemia en España. Este concierto, sumado a las representaciones de La Traviata en versión semiescenificada que han tenido lugar en el Teatro Real de Madrid, son sin duda dos hitos que –esperemos que no haya sorpresas dentro de 15 días– supondrán haber subido un peldaño más de esperanza para las nuevas temporadas que ya han presentado la mayoría de los teatros españoles.

El aforo máximo permitido es del 75%. El precio de la entrada más cara, 20 euros. Como en la Sanidad, también en la Cultura hemos de reivindicar las bondades del sistema público capaz de sortear el concepto de ‘superbeneficio’ en aras del bien común. Los espectadores, precavidos, llegan al teatro escalonadamente y el ingreso en la sala se realiza siempre manteniendo las distancias de seguridad y tratando por todos los medios de evitar aglomeraciones. Al pasar el arco de seguridad, toma de temperatura y obligatoriedad de utilizar gel hidroalcohólico. Dos alfombrillas: de desinfección de suelas de zapatos y secado.

El acceso a la sala se realiza por la puerta que corresponde a cada localidad evitando los tapones que se solían formar en las puertas más cercanas a la de acceso general del recinto. El programa se ofrece en versión electrónica (eso sí, el folleto de la próxima temporada está en papel repartido por las mesas del vestíbulo, una contradicción flagrante). La zona acotada para cenas vip ha desaparecido para dejar todo el espacio para que el público pueda mantener las distancias de seguridad antes de comenzar el concierto. En los aseos se limita a tres el número de personas que pueden utilizarlo al mismo tiempo y una vez que esas tres personas salen, un ujier se encarga de desinfectar los tres habitáculos utilizados. Se ruega al público que, salvo por motivos de necesidad, no abandone su butaca una vez se haya sentado y, por supuesto, que ocupe solamente la localidad que ha adquirido sin cambiarse de sitio como volveremos probablemente a hacer una vez que pase la Covid-19.

El programa –obertura de Fidelio, octava y sexta sinfonías de Beethoven– se representa sin descansos para evitar el posible contacto social incontrolado en el foyer habitual durante los entreactos. Lo importante vuelve a ser escuchar música y no tanto dejarse ver en un acontecimiento social. Una vez terminada la representación, se pide al público que el desalojo de la sala se realice de forma controlada continuando sentados hasta que hayan abandonado el auditorio las personas más cercanas a las puertas.

Parecen medidas de un aplastante sentido común, una perogrullada atroz, pero siempre, siempre, hay electrones libres. Pocos, pero los hubo también en esta ocasión. Esperemos que la disciplina de muchos sea más importante que el negacionismo de unos pocos y, sobre todo, confiemos en que las direcciones de los teatros pidan, en la medida de lo posible, a los responsables de sala que cojan la sartén por el mango y, al menos, recuerden las normas a los olvidadizos reincidentes y a esos recalcitrantes que hasta en una pandemia y en un evento comunitario no se apean del ‘mi vida, mis normas’, tan presente en los reclamos publicitarios televisivos y algunos discursos políticos radicales.

La del día 15 en Les Arts fue una velada para el recuerdo, no sólo porque tanto el maestro como la orquesta estaban con la mejor de las actitudes, sino porque los ávidos aficionados que estábamos allí ocupando nuestras localidades aplaudimos casi siete minutos, no solo por unas interpretaciones emocionantes, y muy, muy entregadas, sino también por un concierto brillante y vibrante de altísima calidad.

También se notó que aquel era un aplauso para nosotros mismos, el público, los ciudadanos. Esa noche quedó claro que una de las materias primas espirituales para encarar al monstruo está siendo, sin duda alguna, la esperanza. Confían los expertos en que más tarde o más temprano esto pasará, que es pasajero y temporal. Sí, ha dejado y deja destrozos irreparables a su paso, pero pocas medicinas hay más eficaces para el alma que la música. Que nada pare jamás la música. ¡Nada ni nadie!

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