Himno a la Alegría en el Año de Beethoven y del covid-19

Ludwig van Beethoven retratado por Joseph Karl Stieler, 1820.

Ludwig van Beethoven retratado por Joseph Karl Stieler, 1820.

En un Año Beethoven obligado a vivirse en gran medida de puertas adentro, recordamos la figura del compositor alemán a través de su obra más conocida: la ‘Novena Sinfonía’, en concreto su ‘Himno a la alegría’, convertido en símbolo de la UE. Compuesto sobre una oda del poeta Friedrich Schiller, adaptado por el propio Beethoven, este himno reivindica la alegría como ese lugar en el que perderse -o más bien en el que encontrarse- y como base de la hermandad entre los seres humanos. La alegría, tan necesaria como nunca en este 2020, a la que hay que dar cabida como remedio ante tanto desastre. La autora de este homenaje nos cuenta cómo aprendió a amar la música aprendiendo a amar primero a Beethoven a través de su padre. Y cómo, gracias a esta música, aprendió a amarse a sí misma, a su padre y a la vida con alegría.

Las mañanas de sábados y domingos las tenía reservadas para música más ligera: Carlos Gardel, Louis Armstrong, Burt Bacharach… Era por las tardes, ya casi de noche, cuando del imponente aparato de radio-tocadiscos de mi padre surgían los sonidos más solemnes: sonaba Wagner, sonaba Brahms, sonaba Rachmaninov, Tchaikovsky, pero sobre todo y por encima de todo, sonaba Beethoven. La Novena, su obsesión, también otras de sus sinfonías pero menos (la Séptima, la Sexta, la Quinta, el Concierto 5 para piano y orquesta ‘Emperador’). Eran los primeros años 70 en una España a punto de renacer tras cuatro décadas de dictadura.

Por esa época, en que la Novena llena nuestras tardes de domingo, tengo 5, 6, 7 años y cada fin de semana observo a mi padre escuchar esta música y la gozo con él. En el único espacio que compartimos de verdad en nuestras vidas ya que el resto del tiempo es, bajo mi punto de vista de hija pequeña y enmadrada, un padre algo distante y yo una hija poco proclive a relacionarme con él.

Está en la salita de estar de nuestro pequeño piso de extrarradio. Es su reino particular, donde muestra sus dos caras: la industriosa y preocupada, que no cesa de calcular la difícil contabilidad del hogar a lápiz, encorvado sobre una libreta minúscula; y la artística y sensible, que escucha música con toda su alma, con todo su cuerpo. Y, a veces la dirige, cual Karajan, ante una orquesta imaginaria, aunque no sepa nada de notas ni de escalas.

Frrrrreude”, “Alegría”. Los versos de Schiller resuenan con fuerza, caen como una lluvia recia y sanadora, de erres que se derraman sobre aquel que tiene la suerte de estar presente mientras suceden. Que lo bendicen. Alegría, Freude (pronunciada ‘Froide’), las dos con r. Una letra que cuando suena parece que nos da energía, que nos espabila, que nos hace mirar lo que se presenta ante nosotros.

Comienza el barítono con el Recitativo. Con su vozarrón exhorta a aquel que le escuche (a sus amigos, Freunde) a abandonar la tristeza o al menos lo contrario de la alegría (en unos versos que añadió el propio Beethoven a la Oda de Schiller). ¿Se lo estaría diciendo a sí mismo, tan amargado como parecía estar?:

¡Oh amigos, dejemos esos tonos! / ¡Entonemos cantos más agradables y llenos de alegría!

¡Alegría! Alegría!

Y una vez hecha esta petición, proclama la buena nueva, la nombra. Freude! Le contesta el coro, Freude! Y aunque sea alemán, se entiende que lo que quiere decir es algo rotundo, importante, necesario: que el hechizo de la alegría reúne de nuevo lo que el gris día había separado, une a la humanidad en fraternidad. No es un deseo, es una afirmación. Qué curioso, Freunde (amigos) y Freude (alegría), dos palabras tan parecidas. ¿Acaso no beben la una de la otra, en realidad? ¿No producen la amistad (o fraternidad) la alegría y la alegría atrae la amistad? 

¡Alegría, hermoso destello de los dioses, / hija del Elíseo! / Ebrios de entusiasmo entramos, / diosa celestial, en tu santuario. / Tu hechizo une de nuevo / lo que la acerba costumbre / había separado; / todos los hombres vuelven a ser hermanos / allí donde tu suave ala se posa.

Tempestad y emoción

La Novena de Beethoven es una música de la que es imposible abstraerse, en la que suceden eventos apasionantes, que hay que escuchar atentamente, nada de tenerla de fondo. En la que la orquesta atruena, susurra, se acelera, va lento súbitamente y sugiere energía, asombro y pasión ante una vida que hay que culminar con alegría a pesar de lo que venga. Digna hija del movimiento Sturm und Drang (tempestad y emoción, el prólogo de Romanticismo), la Novena tiene en algunos de sus episodios lo que ahora calificaríamos como un “volumen brutal” y en otros apenas es audible por lo delicado y piano de ciertos pasajes. Retrata, podríamos decir, las ansias y cuitas de la exaltada juventud de la época, que rechazaba el Racionalismo precedente, las ataduras, y reinvindicaba, básicamente, la libertad del ser humano como individuo.

Una obra que vertebra mi infancia y mi vida. Beethoven fue la puerta. Lo demás (Bach, Haendel, Mozart, Brahms, Mahler, Monteverdi, la música antigua…) vino después.

Tanto le gusta Beethoven a mi padre que hasta tiene una estatuilla de él en la biblioteca que le acompaña toda su vida. Y tanto escucha el himno a la alegría y me cautiva (la música y él escuchándola) que me lo aprendo y lo toco a todas horas en la flauta dulce, ese instrumento que se ha ganado fama de insufrible en las comunidades de vecinos. Leo en Wikipedia que esta obra es “herencia espiritual de la humanidad”. Pues, sí, estoy bastante de acuerdo. Y si lo llevo a mi terreno, he de decir que esta es una de las herencias que nos dejó mi padre a mí y a mis hermanos, a partir de la cual se configuró nuestra sensibilidad, nuestra manera de entender y amar la belleza, la vida.

Beethoven tiene algunas cosas de mi padre, o quizás debería decir que mi padre tiene algunas cosas de Beethoven: sensible, introvertido, melancólico. Con un fuerte carácter. A veces muy extrovertido, paradójicamente. Aunque, por suerte, mi progenitor con un excelente oído y bastante más blando y alegre que el compositor de Bonn, de hecho, nada amargado. Con una sólida familia y amigos. Satisfecho con sus pequeños logros. Pero hay algo en este genio en el que mi padre siempre se ve reflejado; en su alma apasionada, seguramente, y yo le miro a él mirarse y acabo mirándome a mí. Y en este juego encuentro el rostro de mi padre y me encuentro. Y me reconozco.

Oda a la libertad

Estrenada el 7 de mayo de 1824, en el Kärntnertor Theater de Viena, la Novena sinfonía es una oda la libertad, además de a la alegría. Su autor compone de una manera muy nueva, a “su manera”, diríamos, en lo que supone la transición entre el Clasicismo y el Romanticismo. Para empezar, su famoso broche final, el Himno a la Alegría, en el cuarto movimiento, con cuatro cantantes y coro sinfónico, es una manera inusual de concluir una pieza de estas características en la época.

Una buena batería de contrabajos, los más graves de las cuerdas de la orquesta, son los primeros que entonan la famosa melodía de ese Himno. Y en ese momento no resultan precisamente alegres; más bien circunspectos, serios. Pero pronto retoman la melodía los violines y en seguida todo empieza a adquirir un tono sereno y armonioso, hasta desembocar en la exaltación total.

Al principio y a lo largo de toda la sinfonía, Beethoven nos muestra una composición orquestal imponente, con una atención especial a ese original comienzo, por el que siempre he sentido especial debilidad, en el que por un breve momento cada instrumento de la orquesta parece ir por su lado, como si estuvieran afinando antes de empezar a tocar, y que se alinea en un tachán a partir del cual todo será delirio, grandeza, sensibilidad, melancolía o gravedad hasta desembocar en esa Alegría.

¿Y qué es la Alegría?

Su significado profundo. Para mí no es risa, ni pasárselo bien, ni hacer muchas cosas, ni estar ilusionada o enamorada de alguien. Es una sonrisa interna, íntima, tranquila, una emoción profunda que nos lleva a celebrar la vida, afrontar con entereza y sin amarguras los avatares de la existencia. Habrá que pasar por lo malo, atravesar el desierto, vivir la tristeza y abrazarla para poder sanarla, pero sabiendo que toda pena alberga siempre la semilla del amor, de la alegría. Que es lo que al final nos traerá la abundancia (y no me refiero precisamente a la material), que nos hará superar lo que sea.

Busco en Wikipedia y encuentro diferentes acepciones para definirla. Me gusta y me identifico con la de Nietzsche que, explica la cita, “asocia la alegría con la capacidad de superar la existencia y su carácter trágico, como una expresión de la voluntad de poder que supone ser alegre a pesar de los sufrimientos de la vida, sin refugiarse en una felicidad ilusoria”.

Esa alegría nos llevará a abrazarnos, como sugiere Schiller. Sus versos vienen bien en estos grises y duros momentos de 2020, en el Año Beethoven, en el año del covid-19. Reivindiquemos la alegría, como la reivindicaron Schiller y él. Palabra y música en perfecta aleación. Para vacunarnos contra el dolor, contra la suspicacia, contra la desconfianza, contra todo lo que nos separa a los seres humanos. Parece mentira que tenga que ser un viejo cascarrabias, que compuso esta obra completamente sordo, bastante amargado y pocos años antes de su muerte, el que tenga que recordarnos que es en la alegría y en la amistad donde podemos crear algo que merezca la pena. Que hay que cambiar el tono bronco, y que eso no nos hará ser menos conscientes de la tragedia pero nos ayudará a reconstruir lo perdido.

Así que, ¡Alegría, amigos! Freude! Más de un coro cantará unido este himno antes de lo que pensamos. Y celebrará que al final del desierto encontraremos el oasis. ¡Ojalá!

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Comentarios

  • Imelda Pliego

    Por Imelda Pliego, el 02 junio 2022

    Excelente reflexión sobre la obra de Schiller, Nietzsche Beethoven, etc

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