Ese Bloody Mary que Garci recomienda tomar en pijama de seda

José Luis Garci fotografiado por Victoria Iglesias.

En el fin de semana de los Oscar, un recuerdo a José Luis Garci (1944), el primer director de cine que logró un Oscar para una película de producción española, en 1983, en la categoría de mejor película de habla no inglesa: ‘Volver a empezar’.

Creo que he fotografiado a José Luis Garci en tres ocasiones. En tres ocasiones y media, un día que ya se ha convertido de nuevo en lejano.

En realidad no había vuelto a verlo hasta que me lo encontré en una Feria del Libro agazapado en una de esas casetas típicas de madera que recorren un largo paseo del Retiro en Madrid.

Enseguida se puso en pie al ver mi cámara colgada del cuello, quizás para estar en alerta como tiene costumbre en sus rodajes, donde dicen que deja siempre la silla del director vacía y nueva.

No sé si estas últimas fotos del Retiro cuentan. Ya que no había humo de cigarrillo, del que suele gastar Garci, entre los dos; y sin embargo, sí faltaba nitidez por ese ruido que provocaba la gente, de ida y vuelta, moviéndose delante de sus gafas oscuras.

Me hice un hueco y disparé, sin preámbulos. Apenas hablamos. Un medio saludo, pero por su mirada supe que estaba preguntándome algo…

Seguí mi camino mientras pensaba como el tiempo diluye todo, y también algunos encuentros fotográficos. Porque yo, en realidad, en otra época había recibido de él tres regalos:

Un ramo de flores y dos libros.

Las flores pagaron el precio de la altivez, como suele pasar con quien posee esa belleza impulsiva, como la de aquellas rosas que en aquel momento se pasearon por una redacción donde todavía sonaban los teclados de las máquinas, haciéndose perseguir con las miradas hasta terminar en mis manos:

-¿Victoria Iglesias?

-Sí, soy yo.

Y al contemplarlas, me quedó muy claro que sí valía la pena las horas de belleza efímera de las flores. Aunque paguen el precio de ese primer día floreciente y húmedo antes de la fastidiosa decadencia que las deja olvidadas, con la cara caída y deslucida, entre las diminutas declaraciones de muerte de su propia materia en un jarrón olvidado y polvoriento.

Los libros vinieron después y aunque no tan lucidos sí podían conservar frescas las hojas y recordar las dedicatorias:

“Para Vicky, en mitad de una sesión eterna -con pérdida de chaqueta incluida- y esperando que volvamos a mirarnos muchas veces.

Un beso.

Febrero del 94”.

Mirar por el objetivo tiene tres ventajas, enseguida las cuento. Antes, debo decir que me resulta difícil recordar algo sobre la chaqueta a la que hace alusión la dedicatoria. Tal vez se perdiera en su misma oficina, en el piso de Bárbara de Braganza:

Un piso grande y blanco. Una mesa redonda a la entrada, despejada, sólo con un cubilete de bolis y lápices. Y al fondo, detrás de una columna, la otra de trabajo llena de papeles y muchas más cosas. Un rincón rodeado de posters de cine enmarcados en una pared azul. Un cenicero con colillas, quizás el de las Caesars Palace de Las Vegas, con un cielo dibujado que tras algunos años se había vuelto amarillento por el paso de los cigarrillos que iban muriendo en él.

Pero, sobre todo, recuerdo un patio y unas ventanas. La primera vez que lo fotografié, en ese piso, no las vi. Pero en la segunda visita no se me escaparon. Y entonces me dediqué a mirar por el objetivo a través de ellas hasta que vi la silueta del cineasta con el cigarrillo que casi siempre llevaba en sus manos.

La primera ventaja de fotografiar es “mirarnos”. La de la fotógrafa, en concreto, mirar sin ser vista.

La segunda ventaja es aislar, a la persona que sostiene la cámara y al personaje. Y la tercera, fijar en el tiempo ese rostro y esa escena. Cogen olores y sabores las fotos después de los años. Porque se ha quedado separado el sujeto, recortado en una atmósfera que creaste para él y para tus ojos de fotógrafa, para que ese sujeto nunca vuelva a ser el mismo. Pasas a repasar los detalles… El color de las paredes, el nudo de una corbata, las arrugas en los ojos, el ojal en una tela…

Pero la mirada se produce, en mi caso, cuando por fin se hace el silencio. Cuando retienes los segundos sin hablar. Cuando desaparece el ruido de las palabras y conviertes el obturador de tu cámara en la claqueta que da paso al rodaje. Un aire de silencio, un terreno enmudecido pero que, como un camino solitario en el bosque, te deja escuchar el aleteo de un pájaro, el crujir de una hoja; un tiempo sin palabras que funciona como el hilo conductor que te hace descubrir el final del trayecto o el principio de algo nuevo. Hasta que se corte la escena, y se acaben los disparos de la cámara y así se despierte uno mismo de la ensoñación para volver a la palabra. Tan imperceptible y sutil es el silencio que a veces arrastra algo que acaso solo puede estar detrás de los ojos que miras y que amplías con las lentes del objetivo. Esa es la magia de las fotos, ese es el milagro.

Hoy escrutando esta imagen que presento repasé dos verbos:

Morir y beber, las dos palabras que aparecen en los títulos de esos dos libros que me regaló firmados.

Por sus hojas Garci muere por los cines de Madrid siendo niño; muere por una Marilyn sonriente en el cartel de Niágara que se exhibe en una pared seduciendo, desde ella y con el amplio escote de color rojo, las pupilas del niño que juega a las canicas entre la calle Lope de Rueda e Ibiza. Muere por John Huston, en El Halcón Maltés o en El Tesoro de la Sierra Madre o en La Jungla de Asfalto. O muere por Bogart y Katherine Hepburn, en el río Ulanga…

Pero también se bebe el cine, en esa “prórroga escarlata, en esa hora extra que no aparece en ningún reloj y que solo bebiendo un Negroni se otorga”(*). Cuando en una terraza de la Piazza Navona levantas la bebida al sol evocando con el sonido del hielo a Nino Rota a la vez que la luz del sol atraviesa ese Campari rojo que inicia su pequeño oleaje en la copa, suavemente deleitándose.

Garci también se bebe el cine en los ojos de otra Hepburn, Audrey, recordando al Wyler que ofrecía a la actriz ese mismo Negroni, u otro parecido, cada día antes de la jornada de rodaje, de Vacaciones en Roma.

O se toma a sorbos el cine con un Bloody Mary “ejecutado con el mismo vaivén de aquel capitán Achab que cruzaba la cubierta de su barco olisqueando la ballena blanca”. Un Bloody Mary que Garci recomienda tomar en pijama de seda preparado para apurar la noche.

Se toma el cine entero saboreando un Manhattan que va recordando sorbo a sorbo y bala a bala (Balas sobre Broadway) mientras se remueve el bourbon y el vermut rojo que a su vez se revela en el paladar, como ese papel mojado en el que va apareciendo la imagen todavía sujeta en las pinzas de William Klein, (fotógrafo y director de cine admirado por Garci).

Beber de cine, enfocando la lluvia de un Manhattan, en esa ciudad por la que pasea la imagen eterna de James Dean que al morir de cine se convirtió en el mito.

*En el libro de Jose Luis Garci Beber de cine (1996).

Deja tu comentario

¿Qué hacemos con tus datos?

En elasombrario.com le pedimos su nombre y correo electrónico (no publicamos el correo electrónico) para identificarlo entre el resto de las personas que comentan en el blog.

No hay comentarios

Te pedimos tu nombre y email para poder enviarte nuestro newsletter o boletín de noticias y novedades de manera personalizada.

Solo usamos tu email para enviarte el newsletter y lo hacemos mediante MailChimp.