¿Por qué la brujería se ha asociado siempre con las mujeres?

‘Las tres brujas’ de Macbeth, obra de Henry Fuseli.

Desde hace algunos años, la investigación histórica se está interesando por temas que, hasta no hace mucho, habían sido olvidados por la oficialidad académica. Asuntos como la vida cotidiana en el pasado; el devenir de determinadas sociabilidades, como la masonería; los estudios ‘queer’ o los trabajos de género son algunos ejemplos. Entre estas realidades también se hallan los procesos inquisitoriales por brujería y cuyo estudio se está comenzando a generalizar. Además, cuando se aborda esta materia, surge siempre una misma pregunta: ¿Por qué la mayor parte de los juicios por prácticas brujeriles fueron contra mujeres?

Jesús Callejo, escritor, investigador y autor del libro Breve historia de la brujería (Editorial Nowtilus), confirma que hubo una mayoría de féminas procesadas. Una proporción que llegó a alcanzar el 80% del total, frente al 20% de hombres. De hecho, el historiador Javier Fernández Ortea, en su artículo Hechicería y superstición en la Alcarria de Guadalajara (Cuadernos de etnología de Guadalajara, 49), indica que la mencionada actividad “no fue una cuestión exclusivamente femenina, pero el factor de género fue predominante en su represión”. Se estima que 500.000 personas fueron procesadas y quemadas en Europa entre los siglos XV y XVII, “especialmente procedentes de estratos sociales bajos, como vía para desmovilizar protestas en contra del sistema vigente”.

“No es que la brujería fuera un ámbito exclusivo de las mujeres. Lo que ocurrió es que aquellas que la utilizaron fueron concienzudamente perseguidas”, puntualiza Fernández Ortea. En cambio, “era más difícil reprimir las prácticas heterodoxas realizadas por los hombres; sobre todo, si ocupaban una cota de poder”. Por tanto, las señoras se alzaban como “un blanco más fácil” para el Santo Oficio. Y, especialmente, aquellas que se encontraban en situación de menor protección, como las adultas mayores en estado de viudedad. De esta forma, “se convirtieron en el chivo expiatorio de los males de la comunidad”.

Tampoco se puede olvidar la percepción social sobre lo femenino que existía en aquel momento. “En culturas judeocristianas como la nuestra, siempre se ha considerado a la mujer más cerca de la maldad y más proclive al pecado, debido al mito bíblico de Eva”, relata Jesús Callejo. En consecuencia, “existía una importante animadversión hacia las féminas, y no sólo si eran brujas, también si practicaban la hechicería, la curandería o si, supuestamente, detentaban algún tipo de poder”. De hecho, éste fue “el colectivo más castigado por la represión inquisitorial y civil”, se confirma en el libro Alcarria bruja. Historia de la hechicería en Guadalajara y los procesos de la villa de Pareja (Océano Atlántico Editores y AACHE Ediciones), aparecido este mismo año.

En cualquier caso, el grueso de las acusaciones del Santo Oficio tuvo lugar durante la Edad Moderna, y no en el Medievo, como habitualmente se piensa. “La «caza de brujas comenzó con el arranque del Renacimiento, lo cual parece contradictorio, porque se trató de un momento de esplendor cultural. Y, sin embargo, fue cuando se llevaron a cabo la mayoría de las atrocidades incluidas en los procesos por brujería”, enfatiza Jesús Callejo.

Y para muestra, Zugarramurdi, uno de los juicios por este tema más conocidos de España. Tomó el nombre de la aldea navarra donde se presentó el mayor número de delaciones a inicios del siglo XVII. Pero también se pueden mencionar los sucesos de Pareja, una localidad ubicada en la actual provincia de Guadalajara. En esta villa, la Inquisición conquense abrió, en el siglo XVI, seis procesos brujeriles, en los que las acusadas fueron todas mujeres.

‘El aquelarre’ de Goya.

En estos ejemplos, “la Iglesia, a través de su brazo armado, que era la Inquisición, buscaba devolver al redil a los elementos que consideraba subversivos. Sobre todo, a aquellos que generaban escándalo público”, subraya Fernández Ortea. Y entre los comportamientos que más alarma social provocaban se hallaban la herejía, la hechicería o la brujería, que, según el ideario de la época, suponía la “utilización de las fuerzas de la naturaleza en beneficio o perjuicio de un tercero”. Y eso generaba temor.

Unas realidades que se han de entender en la situación social que sufría la mitad de la población en aquel momento. “El espacio destinado a las mujeres se limitaba al ámbito doméstico y a la crianza, permitiéndoles un papel secundario en actividades económicas discontinuas e irregulares, distinguidas por su versatilidad, como lavanderas, costureras, hilanderas… Aquí también se incluían ocupaciones como la hechicería, las ligazones, los sahumerios y los oficios sanatorios, entre los que destacaban comadronas, parteras y curanderas”, se explica en Alcarria bruja.

Estas últimas ocupaciones –las médicas– se vinculaban “con la alta mortalidad de los recién nacidos”, lo que generó una sombra de sospecha sobre quienes las practicaban. Esta desconfianza desencadenó la aparición de la creencia de que las brujas utilizaban a los niños difuntos como “vía de alcanzar sus lóbregos objetivos”, indica Javier Fernández. “Este tópico caló profundamente en la sociedad rural, hasta el punto de que las denuncias por brujería aparecían, habitualmente, precedidas por oleadas de muertes súbitas en los menores”. Unos fallecimientos que, en realidad, podían estar generados por epidemias, falta de higiene y otras razones similares.

De cualquier forma, se observaba “un repunte de estas acusaciones en periodos de crisis”, explica Jesús Callejo. Cuando había pestes, guerras o cualquier tipo de circunstancia similar, “se buscaban chivos expiatorios”. Según la mentalidad de la época, “las mujeres personificaban esa parte maléfica que venía desde épocas bíblicas, al ser consideradas las causantes del pecado original”. Por tanto, eran ellas las que alcanzaban “pactos con el diablo”; las que seducían a los hombres para que “participaran en las prácticas brujeriles”; y, en último término, las responsables de todas las desgracias padecidas por la comunidad.

En consecuencia, los procesos inquisitoriales estaban enfocados a buscar a aquellas personas que “pudieran justificar, a través de supuestas acciones maléficas, los momentos críticos que estaba atravesando la sociedad”, explica Jesús Callejo. De esta forma, “se intentaban hallar las marcas de la bruja, como juanetes, verrugas o elementos similares, que se interpretaban como que el diablo las había señalado”. Asimismo, en otras ocasiones, se pretendía la confesión a través del tormento, ya que para el Santo Oficio no existía la presunción de inocencia, como ocurre en la actualidad. A la encausada se la consideraba culpable desde el principio, por lo que su confesión y autoinculpación eran un elemento esencial del procedimiento.

‘Las brujas de Zugarramurdi’, película de Álex de la Iglesia.

Una visión global

En cualquier caso, la Inquisición de la Corona de Castilla no fue tan beligerante como en otros reinos de la época. Francia o Alemania fueron mucho más contundentes en temas brujeriles. “En España, el Santo Oficio fue incrédulo sobre los actos de hechiceras y brujas. Las consideraba mujeres descarriadas que no estaban en sus cabales, más que responsables de haber alcanzado un pacto con el diablo. Por tanto, los inquisidores no fueron furibundos con ellas”, asegura Javier Fernández Ortea. En cambio, el tema de los falsos conversos sí que fue valorado como “un problema político de primer orden” en nuestro país, por lo que los inquisidores se volcaron en su represión.

De hecho, a lo largo de tres siglos, en los procesos por brujería en España hubo únicamente 59 condenas a la hoguera, cuatro en Portugal y 36 en Italia. Las penas más habituales en nuestro país fueron los azotes, el destierro, la reclusión domiciliaria o la imposición del sambenito, una suerte de atuendo de arpillera que portaban las sentenciadas para que la población las identificara a simple vista. Sin embargo, en el centro y norte europeo los castigos fueron mucho más duros, con miles de ajusticiadas, ya que “quienes realizaban los juicios y ejecutaban las penas pertenecían al brazo laico; es decir, se trataba de los civiles y no de los religiosos, que –durante la Edad Moderna– eran más cultos y, por tanto, requerían mejores pruebas para lanzar sus veredictos”. No hay que olvidar que, hasta no hace tanto, la Iglesia contaba con el monopolio de la educación y la cultura…

Además, muchas de las delaciones por brujería no poseían base real. Estaban motivadas por “odios y envidias” ancestrales existentes en los pueblos. En consecuencia, eran denuncias falsas, lo que generó “muchas víctimas involuntarias”. Unas damnificadas que, en la mayor parte de los casos, pertenecían a “clases sociales bajas o en situación de marginalidad y desprotección”, denuncia Jesús Callejo.

Por tanto, recuperar la memoria de estas víctimas es fundamental. Como se ha visto, la mayor parte de las denuncias por brujería en España –en torno al 80%– recayeron sobre mujeres. Unas féminas que, a su vez, formaban parte de unos sectores sociales muy concretos, vinculados, normalmente, a los estamentos menos favorecidos y con una serie de conocimientos especializados –botánicos y de otro tipo– que generaban desconfianza entre los miembros de sus comunidades. Una circunstancia que, a su vez, acabó propiciando un gran número de denuncias falsas, que, además, se incrementaban durante épocas de crisis, ya que las culpaban de los males que aquejaban a la sociedad. Por ello, es muy importante seguir investigando sobre estos procesos y divulgar lo sucedido durante la caza de brujas de la Edad Moderna. De hecho, conocer la historia es la única forma para evitar su repetición.

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