Buscar algo más que el desconcertante ‘desarrollo tecnológico’
Tres paradas para tomar aliento, para respirar aire puro, antes de comenzar el curso: La valiente decisión en referéndum de la población de Ecuador para proteger el Parque Nacional de Yasuní, la enigmática exposición ‘Lo oculto’ en el Museo Thyssen de Madrid y ‘Vienes por un camino que mi memoria sabe’, relato autobiográfico de Montse González de Diego.
A veces, no muchas, también hay buenas noticias. En Ecuador, el 60% de los ciudadanos han votado en un referéndum que prefieren la vida al petróleo. Después de diez años de lucha ecologista (en América Latina los defensores de la naturaleza se juegan la vida), con todos los poderes fácticos en contra para que no se celebrara, la plataforma Yasunidos logró finalmente que los ecuatorianos tuvieran la última palabra y votaron que no: que el Parque Nacional Yasuní no se toca, que importa más preservar la naturaleza que los petrodólares.
Los ciudadanos, desgarrados por la violencia del narcotráfico y las corruptelas políticas, saben bien además que los beneficios van a parar a unas cuantas manos. El Parque Nacional de Yasuní, en plena Amazonia, acoge una de las mayores reservas de la biodiversidad del planeta. Ojalá sirva de ejemplo para otros países de la región, donde además de en los hidrocarburos, la codicia de las multinacionales ha encontrado un nuevo “oro negro” en los minerales y metales raros, imprescindibles para el desarrollo tecnológico (teléfonos móviles, baterías, paneles solares, etc…). Tal y como nos enseñó Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, que la editorial Siglo XXI ha reeditado con gran acierto porque sigue siendo tremendamente actual, este continente aún padece el colonialismo económico, con la complicidad de las clases dirigentes.
Ecuador cuenta con algo más de 18 millones de habitantes y más del 70% de la población es mestiza. Tal vez la sangre indígena y africana que corre por las venas de los ecuatorianos ha estado detrás de esa decisión heroica y a contracorriente, aunque debiera ser lo habitual. Como sabemos, la mayoría de las culturas nativas mantenían una relación con la naturaleza mucho más respetuosa que la de los occidentales y colonizadores. Ahora, siglos después, estamos volviendo a estas culturas en busca de respuestas. No solo por el uso medicinal de algunas plantas cuyos secretos ya conocían, sino también en busca de formas de vida más armónicas con el medioambiente y que no sean suicidas: agredir a la naturaleza no es sino un suicido colectivo a cámara lenta (o rápida, según se mire).
El chamanismo forma parte de esa cultura ancestral de las naciones indígenas y atrajo ya a los pintores de las vanguardias europeas de principios del siglo XX. El chamanismo, como la teosofía, la alquimia, la astrología o los sueños y su relación con la pintura, son algunos de los temas en los que se estructura Lo oculto, una exposición temporal imprescindible que se expone hasta el 24 de septiembre en el Museo Thyssen de Madrid. Nuestro compañero Rafa Ruiz narró estupendamente esta muestra en un recorrido que hizo con el director del Museo, Guillermo Solana.
Como apenas me he movido en agosto de Madrid, he aprovechado para ir a verla. A pesar de que es un mes en el que la ciudad se vacía, las salas estaban llenas, y no solo de turistas. Creo que este primer tercio del siglo XXI guarda muchas semejanzas con el de la anterior centuria y, como nuestros bisabuelos, abrumados por el desarrollo tecnológico, el auge de la ciudades y la quiebra social, buscamos algo más allá de lo evidente. La pintura no puede ser ajena a esta necesidad de hacer visible lo invisible, en palabras de John Berger.
También hay una búsqueda en Vienes por un camino que mi memoria sabe (Ediciones con M de mujer), de la escritora catalana Montse González de Diego. La búsqueda, en este caso, es el de una identidad como escritora y el encuentro con la naturaleza. Hija de una madre muy religiosa y un padre ateo y militante de izquierdas, González nos trae un relato autobiográfico que comienza con los recuerdos de infancia, en un barrio periférico de Barcelona, y termina en un pueblo de Tarragona que se besa con el mar. Ya desde el título (unos versos del poeta uruguayo Liber Falco) se adivina el tono poético de la prosa de González, su sensibilidad, esa manera que tiene de detenerse con honestidad y sinceridad en algunos detalles de su vida hasta conformar la mujer que es hoy. Dividido en cuatro partes (El barrio, El pueblo, Los tejados y El mar), González rinde homenaje a sus padres y reivindica la memoria de quienes lucharon contra el franquismo. Aparte de la conciencia de clase, hoy desgraciadamente olvidada, de su padre heredó también la pasión por los libros. En cierta forma, a él le debe también que se haya convertido en escritora. Nunca dejes de leer y escribir, le dijo. De hecho, la literatura le ayudó a encontrar el paso en medio de una crisis personal que, finalmente, le llevó a la escritura de naturaleza.
“Es curioso observar el efecto de la palabra escrita, el orden que domina, cuando se lee literatura sobre naturaleza. Me produce una paz casi religiosa. Y cuando me detengo frente a una enredadera que trepa entre coníferas y olivos como si tratara de engullirlos o frente a las ramas de un olivo que irrumpe en la copa de un pino sin temor a mezclarse, en los campos aledaños a mi casa, me sorprende el contraste entre el caos y el orden que imprime la palabra. Y en esa anarquía aparente vislumbro lo mucho que ignoro sobre la naturaleza y el efecto cautivador de los árboles cuando te acercas. También el de las palabras que los nombran”.
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