Carlos Fonseca y la generación que creció después del fin del mundo

El escritor Carlos Fonseca. Foto: David Myer.

El escritor Carlos Fonseca. Foto: David Myer.

El escritor Carlos Fonseca. Foto: David Myer.

El escritor Carlos Fonseca. Foto: David Myer.

Carlos Fonseca (San José, Costa Rica, 1987) arriesga en cada frase. Se juega la vida. Fonseca va siempre más allá y su escritura esconde una voz propia que imagina territorios nuevos, mundos nuevos por donde transitan personajes que buscan una línea de fuga para desaparecer, para encontrarse a sí mismos desde el anonimato. Fonseca ha publicado Mundo animal (Anagrama), una novela de múltiples capas, un artefacto literario-artístico que surge tras las buenas críticas que recibió con Coronel Lágrimas (Anagrama).

“Me interesan esos personajes que se atreven a patinar sobre el vacío. En cierto sentido el arte moderno sería eso, una apuesta total por construir una catedral sobre una capa de hielo finísima, esa capa infraleve como la llamaría el gran Marcel Duchamp”.

Me gustaría que en esta entrevista no hubiera un comienzo, que pudiera conseguir de alguna manera camuflar esta primera pregunta, esconderla en alguna parte, que el inicio fuera sólo un espejismo de imágenes vacías, una performance de agujeros negros patinando hacia el vacío, un trozo en blanco. No sé si me explico…

Esa sería un poco la utopía de toda entrevista: esconder la brusquedad del comienzo, dar a entender que se trata realmente de una conversación infinita, sin comienzo ni final. Una conversación marcada por el tiempo de la lectura en vez de por las cronologías tradicionales, con sus falsos comienzos y sus falsos finales. Así que acá estamos, improvisando comienzos como si de retomar una antigua conversación se tratase.

Escribes que todo comienzo es mera réplica, que la mejor manera de evitarlo es imitar otro anterior. Decía Kierkegaard que el recuerdo se repite retrocediendo y la repetición se recuerda avanzando. Además, se lee en el tramo final del libro: “No existía originalidad alguna sino el placer de la repetición”. ¿Es el arte una repetición con la que se avanza, con la que se diluye y se transforma una originalidad para alcanzar y construir una propia?

Como bien sugieres, se trata de cómo relacionarse con el tema del tiempo, tanto con el pasado como con el porvenir. Se trata, en cualquier caso, del tema de cómo afrontar lo nuevo. En el caso de Museo animal, me pasó algo interesante, que casi vino a confirmar la hipótesis del protagonista sobre los comienzos, las réplicas y la falsa originalidad. Terminé el libro hace ya más de un año y finalmente regresé a la lectura. Uno de los primeros libros que leí fue Mac y su contratiempo, la última novela de Enrique Vila-Matas. Y encontré allí una teoría muy similar, sobre el autor como ventrílocuo, sobre la repetición y la diferencia, sobre la forma en la que innovar es siempre repetir. No me extrañó. Todos, parece, somos hijos de Borges y como Borges sabemos que el autor moderno no es más que un humilde copista, una suerte de Pierre Menard que en sus tiempos libres renueva la tradición replicándola con destreza. Me gusta pensar que el mundo en el que vivimos es algo así: un gran archivo o museo que hemos heredado y con cuyas piezas tenemos que imaginar un mundo distinto.

Esta novela-archivo de múltiples capas, este artefacto literario-artístico que se escribe entre lo conocido y lo desconocido, es sobre todo un ensayo de ideas sobre el arte, y sobre el arte de escapar, de desaparecer, de devorarse a uno mismo para ser de pronto otro, de dejar de ser para ser anónimo… Esta novela es la historia de un desvío, una forma de experimentar con la vida y hacer de cada minuto puro arte y sacar las cosas de sus goznes, de su contexto…

Tienes razón. Todos los protagonistas de Museo animal buscan una línea de fuga, una forma de ser otros. Buscan, en fin, escapar de sus miedos apostando por el abismo de lo anónimo. En ese sentido, encuentran esa pulsión de anonimato, ese flujo de representaciones, en el reino animal: en la mantis religiosa, en las mariposas, en los fásmidos… En ese mundo que encuentra en el camuflaje una suerte de poesía interna, un ritmo a través del cual poder escapar dentro de sí mismo. A fin de cuentas, como bien sabía el gran peruano Miguel Ángel Arguedas, esa pulsión mimética que marca los flujos del mundo animal es un retrato perfecto del movimiento interno del lenguaje: escribimos porque nuestros signos siempre quieren ser otros. Escribimos –y ahí estaría el origen del la metáfora– porque el lenguaje se nos escapa, tal y como se nos escapa la mantis que de repente se mimetiza sobre una hoja.

Por el funambulista Philippe Petit sabemos que el vértigo es el guardián del abismo y precisamente uno tiene la sensación en tu nueva obra, Museo animal, que los personajes han perdido el vértigo y viajan despacio hacia su propio territorio abisal, a un mundo confuso y turbio de invisibilidades, máscaras, espejos, destellos alucinatorios, un espacio, en verdad, interminable, infinito, sin punto de llegada…

Sí, me interesan esos personajes que se atreven a patinar sobre el vacío. En cierto sentido el arte moderno sería eso, una apuesta total por construir una catedral sobre una capa de hielo finísima –esa capa infraleve como la llamaría el gran Marcel Duchamp– que podría quebrarse en cualquier momento. En Museo animal tal vez esa capa quebradiza sea la identidad: todos sus personajes construyen un laberinto de máscaras sobre la intuición de que la identidad es una ficción muy frágil pero exigente. Lo fascinante, ahora que lo pienso, sobre la imagen del funambulista es que sólo funciona mientras exista peligro, mientras haya riesgo. Me gusta pensar que en esta novela los personajes juegan a bailar sobre un terreno abismal, a sabiendas de que en cualquier momento esa ficción aérea podría colapsar.

El lector encuentra distintos tipos de arte a lo largo de la obra. El arte de la paciencia (Tancredo, por ejemplo, registrando de joven todas las llegadas del tren, los desfases de sus horarios, las tardanzas); el arte del camuflaje (como artimaña para hacer invisibles a los soldados y ganar la guerra); el arte de escapar (hacia un lugar perdido y remoto en la selva); la relación entre el arte y la justicia; y también el arte de mirar. Leemos: “Me desbocaba sobre la pequeña libreta de cuero rojizo y esbozaba ideas alocadas: traer a un animal vivo al museo, elaborar una anatomía de la mirada, llenar la sala con retratos de ojos hasta que se confundiesen las miradas y ya nadie supieses cuáles eran los animales y cuáles los humanos”. Se respira en este pasaje ecos de Sebald, cuando en ‘Austerlitz’ se refiere, en el Nocturama, a los ojos de los animales que se confunden con los de los pintores y filósofos…

Originalmente la novela llevaba un epígrafe de Sebald, pero me pareció innecesario. Sentí que su sombra se extendía sobre el libro sin la necesidad de ese epígrafe. Fue Sebald, tal vez, el escritor que más claramente imaginó la forma de la novela-archivo contemporánea, el escritor que más claramente pensó el arte de la caminata que marca la novela, el escritor que con mayor lucidez pudo ver que el arte se esconde en nuestros gestos más cotidianos. En Sebald el arte no es más que una forma de cuestionar la realidad, una manera de desnudar el velo de ficciones sobre las que se esconde lo real. Siempre recordaré mi primera lectura de Austerlitz, la forma en la que al terminar de leer esa magnífica novela sentí que lo único que quedaba era un rumor de fondo, una sensación de atmósfera acompañada por la imagen de un tren atravesando una llanura nevada. Desde entonces creo que todo libro debe aspirar a eso: a crear, más que una trama, una sensación de lugar.

La pintura o la fotografía están también muy presentes en tu narración, con cuadros como los de Hopper que dices que encarnan el insomnio. Y añades: “El arte fotográfico es algo así, un arte de la pausa y de la suspensión, un arte de la luz estática con mucho de oscuridad adentro”. ¿Es la fotografía otra forma de escape?

Lo que encuentro bello en el arte de la fotografía es que se trata un arte del reverso. Desde su invención, desde la época de Daguerre, de Fox Talbot, la fotografía es un arte del negativo: volvemos a ver la realidad replicada pero invertida. El escape iría por ahí, escapar hacia una historia de dobles e inversiones, escapar hacia la historia subterránea, esa que se esconde en el cuarto oscuro. La fotografía es también un arte del duelo: el instante que ya no existe pero intentamos rememorar a través del artificio fotográfico. En este sentido, se relaciona con la novela, pues lo que allí se cuenta es una historia de pérdidas y duelos: el duelo ante la muerte de la diseñadora, el duelo ante la pérdida de la familia, el duelo ante la pérdida de la identidad. Ahora que lo pienso, siento que muchos de los personajes de la novela parecen habitar en un enorme cuarto oscuro, como si buscasen revelar las fotos que le darían acceso al sentido de su historia privada. La fotografía es entonces un escape, sí, pero también la forma de retomar el sentido de lo que se nos escapó.

Tus personajes también escriben y lo hacen en libretas y cuadernos como tu profesor Ricardo Piglia, que dejó esos 327 cuadernos que ahora se están publicando y en los que el desaparecido escritor argentino también es otro, es Emilio Renzi. Decía Piglia: “El narrador debe saber menos que los protagonistas”. El de ‘Museo Animal’ es una especie de detective privado que va descubriendo, a partir de rastros, huellas y documentos, quién es Giovanna, Toledano, Virginia, él mismo…

Tienes razón. De hecho, mientras releía la novela antes de su publicación, noté que hay una pequeña libreta de cuero rojizo sobre la cual muchísimos de los protagonistas escriben. Una libreta que recorre la novela como motivo secreto. La idea sería un poco esa: a falta de sentido, cada personaje construye una ficción conceptual que intenta darle sentido a la historia. Una ficción que acaba siendo parte del mismo cuaderno de cuero rojizo en la que se amontonan las ficciones de los demás protagonistas. Museo animal es tal vez ese cuaderno: el mundo ficcional que acaban configurando, desde sus delirios y desde sus miedos, una serie de protagonistas que buscan entender el sentido de una historia que se les escapa. El género policial surge un poco así, dentro de la novela, como parte del intento por unificar una serie de ficciones dispares. Se trata, al final, de una búsqueda de sentido: todos intentan comprender el sentido de un acontecimiento que ocurrió en la selva centroamericana en 1978, un acontecimiento del que muchos fueron parte pero cuyo relevancia –personal y política– cada uno tendrá que reconstruir a su manera.

Ya decía Deleuze que el que narra no es el que escribe y el que escribe no es el que es…

Ahí estaría la cuestión: escribir es siempre un acto de desaparición, un acto de camuflaje. El que escribe deja el hogar, el espejo, la identidad estable, para entregarse a una errancia que termina por convertir el mundo en un juego de máscaras. El que escribe no es el que es precisamente porque escribir es proponer juegos miméticos, tal y como la mantis religiosa propone ilusiones ópticas en plena selva.

Me gustaría detenerme, precisamente, en el libro ‘La forma inicial. Conversaciones en Princeton’, donde Piglia escribe que hay dos modos básicos de narrar que han persistido desde el origen, dos grandes formas, que están más allá de los géneros: el viaje y la investigación. Precisamente en tu relato se narra la historia de un viaje de unos personajes que lo dejan todo y se van a un lugar recóndito, selvático, perdido del mundo.

La intuición de Piglia es brillante. Habría que añadir que todo viaje tiene mucho de investigación. Todo viaje propone investigar, como bien supo Kafka, la posibilidad o imposibilidad de llegar a la meta. En Museo animal hay muchos viajes y muchas investigaciones, cada una guiada por un deseo. Es tal vez eso lo que me interesaba explorar: el abismo que separa el deseo de la meta, la ilusión de la realidad. Creo que en la novela todos los personajes buscan llegar al final pero en el final no encuentran el sentido que buscaban, sino otro abismo de posibilidades. La novela surge de esa confrontación y de la valentía de sus protagonistas por intentar reconstruir un sentido ausente. 

Eres doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Princeton, donde Piglia te impartió clases. ¿Qué papel jugó el autor de ‘Antología personal’ en tus inicios literarios, cómo te influyó su figura y su presencia en el día a día durante esos años universitarios?

Las influencias siempre tienen formas secretas de manifestarse. Piglia, para mí, al igual que para tantos de sus lectores y de mis compañeros de curso, fue fundamental ya que cambió mi manera de leer. A Piglia le gustaba, en clase, citar a Faulkner cuando decía: “Escribí El ruido y la furia y aprendí a leer.” Creo que ese vínculo fundamental entre lectura y escritura fue el aprendizaje central que saqué de Piglia. Luego, tendría que mencionar que nadie como él para demostrar que el pensamiento también es una aventura y que tal vez la novela sea el género que narre la pasión de una idea. A partir de esa intuición Piglia abre, como Duchamp antes en el arte, la literatura al mundo de los conceptos. Me gusta pensar que muchos de sus estudiantes retomamos esa vertiente conceptual de la literatura.

Especial fascinación generan en tu libro los mundos subterráneos, el inframundo. En ese subsuelo encontramos catacumbas, fuego, minas, tiendas… Un mapamundi donde el lector consigue adentrarse en otros lugares, como si la historia se bifurcara y sucediera en dos tiempos, en dos espacios simultáneos…

Me gusta esa idea de que hay muchos mundos dentro del mundo, pero principalmente dos: el mundo que late a ritmo humano y el mundo que late a ritmo geológico. Una de las imágenes que dio paso a la novela justo tiene que ver con esto: un amigo me contó que en distintas partes del mundo, en minas subterráneas, arden fuegos subterráneos que pueden llegar a durar mil años. Esa discrepancia entre la escala geológica y la escala humana me sedujo. La novela parte un poco de ahí, de esa discrepancia entre el mundo natural y la realidad humana. Una discrepancia que se traduce en lo que dices: en la existencia de un mundo subterráneo, un gran cuarto oscuro como ese en el que buscan los fotógrafos sus revelaciones.

Macedonio Fernández, Wittgenstein, Kafka, Gramsci, Burroughs, el funambulista Karl Wallenda, el subcomandante Marcos, entre otros, desfilan por tu libro, y también lo hace un excéntrico especial, B. Traven, que llevó una vida de desapariciones y anonimatos, que nos permite hablar de todos esos artistas de lo excéntrico, como el que cruza tu primera obra, ‘Coronel Lágrimas’. ¿Qué te cautivó de Alexander Grothendieck para inspirarte un libro?

Sí, es una novela repleta de excéntricos, dentro de la cual, como bien mencionas, Traven se convierte un poco en el excéntrico por excelencia: aquel que lleva al límite el arte del anonimato. Me interesan esos personajes que, un poco como los alocados artistas del art brut que le fascinaban a Jean Dubuffet, lo apuestan todo por imaginar el mundo al margen de lo que sociedad impone. Me interesa esa apuesta por imaginar un mundo delirante. En el caso de Alexander Grothendieck, se trata de un excéntrico ejemplar: un genio que un día, ya avanzada su vida, decide separarse del mundo y emprender un proyecto totalizador, alucinante, de ambición borgeana. Creo que me interesan los proyectos conceptuales de esos personajes precisamente porque son los únicos que se atreven a llevar a la razón hasta el límite, hasta ese punto en el que la catedral racional colapsa y muestra sus aristas.

¿Y después del fin?

Esa sería la pregunta. Creo que mi generación heredó una serie de falsos finales: el final del siglo y del milenio, el final de la historia según lo pronosticó Fukuyama, el final de la literatura y de la novela, el final del mundo según se encargaban de subrayar todos los medios sensacionalistas. Somos una generación que ha crecido después del fin. La pregunta, entonces, sería: ¿Qué ficciones podemos narrar después del fin? En Museo animal, de alguna manera, intenté desarticular esas ficciones del fin. Mostrar, siguiendo a Kafka, que al final del trayecto no se encuentra la iluminación de la meta sino un falso espejismo en el que se retrata el malestar de nuestra cultura.

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