‘Carnada’, todos son víctimas del deseo extremo y la superstición
‘Carnada’, primera novela de la uruguaya Eugenia Ladra (Montevideo, 1992), provoca ese efecto en quien atraviesa la formidable encarnadura de esta historia en la que todo el mundo es víctima del deseo y de la superstición. No es una novela agradable, tampoco ese pasatiempo que muchos buscan en la lectura. Es un tratado emocional en el que el desarraigo colapsa la vida de sus protagonistas, cazadores y víctimas en igual proporción. Eugenia Ladra no hace concesiones y construye personajes amamantados por la lubricidad más extrema, por las fantasías más inverosímiles, por la orfandad social más dañina. Paso Chico es un pueblo al borde del río, en una orilla invadida por barcos de carga y jaurías de perros, por el calor y la más absoluta sordidez. Algunos pasajes son estremecedores.
Las novelas escritas desde el estómago causan un efecto imprevisible en quien las lee. Sacuden su cuerpo, su conciencia, su mirada, no dejan nada en él para que pueda asirse a la realidad, a lo previo a esa inmersión tan fatídica como gratificante.
La historia está narrada con esa velocidad con que hay que narrar el eco de una herida que se abre para no cerrarse jamás.
Eugenia Ladra no hace concesiones y construye personajes amamantados por la lubricidad más extrema, por las fantasías más inverosímiles, por la orfandad social más dañina.
Algunos pasajes son estremecedores, de una dureza casi imposible de digerir en pleno siglo XXI. Hay actos excesivos en muchas de las páginas de esta novela contundente, asfixiante y descarnada. Actos injustificables en los que la violencia es un arma que descompone el sentido de la sociedad a través de variadas atrocidades.
El paisaje que envuelve a Marga, a Olga, a Justa, a Recio, a Don Godoy y al resto de personajes es una mortaja en la que respirar resulta ser una fantasía inalcanzable. Demasiado polvo, demasiado abandono, demasiados sueños truncados llegando del exterior. Un río caprichoso como prisión y maná y solo la posibilidad de mantenerse en pie si se acatan las normas que la violencia impone y exige. En Carnada todo discurre hacia la animalidad, sobre todo las biografías y la sexualidad de los hombres y mujeres que la protagonizan.
Ladra extiende la silueta de una bacanal rural con un acierto y un afán de verosimilitud incuestionables. Todo es exactitud en los actos contados, no hay palabras sobrantes cuando se termina de leer. No queda carne que no devore la historia y que no dé sentido a ese título tan absoluto:
“El pueblo parecía haberse puesto de acuerdo para atravesar el luto del ciego. En la calle solo había aguaciles muertos, y en las casas el letargo estaba apoyado en todas las cosas”.
“Le pidió que no intentara entrar en La Paraíso: aunque te inviten, Marguita, mejor quedarse afuera; no es que sea un lugar peligroso, no, es que a veces, dentro de esas paredes, los hombres se olvidan de cómo funciona el mundo”.
Ladra crea dos atmósferas, la visible, la que acoge a la fauna, a la flora, al lento silbido que acompaña a un cielo a punto de reventar, y que es una metáfora aguerrida y transformadora para personajes y lectores, y que muestra y demuestra la indefensión y el olvido a que se ven sometidos muchos lugares del mundo. Y después, ese oasis de carnes sudorosas y leyes muertas que es La Paraíso, una taberna que se asemeja, como el resto de la novela, a El Infierno de Dante en un alarde de buena literatura.
Carnada te mantiene en vilo, te caza. No hay lugar para la distracción mientras presenciamos cómo sus protagonistas tienen que pagar sus sueños con actos injustificables y perversos, porque la infancia no se acaba cuando quiere un pervertido como el ermitaño Don Godoy o cuando alguien que te jura amor atraviesa la virtud de una niña alentado por el exceso, el vicio y la impunidad que tener una determinada genitalidad otorga a algunos individuos.
Carnada es una novela que denuncia, pero no adoctrina, es un cálculo emocional libre de juicios. Es un expositor brillante y perfectamente iluminado en el que se exponen los vicios y virtudes de una sociedad que siempre avanza hacía la supremacía del patriarcado. En la que el abuso, la violencia o el suicidio se convierten en mapas de carne angustiada y doliente, en pedazos de tela demasiado parecidos al lienzo de La Verónica y sobre los que queda sobre-impresionado el lento avance de lo femenino.
Leer este libro es una tarea ardua, algo así como quedar aprisionado dentro de las entrañas de la arena movediza. Requiere una fuerza mental importante entregarse a su lectura, pero también ofrece una experiencia única y satisfactoria el haberlo hecho.
Carnada es, como he dicho más arriba, un cielo cárdeno a punto de estallar, un cielo que derrama sobre quien la escoge maná literario, la respuesta que nos salva de la hedionda silueta de la literatura enlatada y manoseada por la viciada caricia del vil metal.
Eugenia Ladra posee junto a autoras como Sara Jaramillo Klinkert, Mayte López, Mariana Enríquez, María Fernanda Ampuero o Martha Luisa Hernández la llave de la cerradura que abre paso a la nueva y gran literatura sudamericana. Ninguna de ellas le teme a la verdad, pero tampoco ninguna de ellas le teme a la imaginación ni a la justicia que lleva implícito ese sustancioso equilibrio.
‘Carnada’. Eugenia Ladra. Tránsito. 160 páginas.
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