Cien años de María Casares, la diva trágica, ‘guerra y paz’

María Casares, en ‘Los niños del paraíso’. Foto cedida por la Filmoteca Española.

Guerra y paz, la llamó Albert Camus, su amante. Rebelde, excesiva, tenaz, María Casares hizo del teatro su patria en el país que la acogió, Francia. Allí se exilió a finales de 1936, cuando tenía 13 años, aunque ella nunca se consideró exiliada, sino desplazada. Solo volvió a España, fugazmente, tras la muerte de Franco. Al cumplirse un siglo de su nacimiento, su país de origen recuerda estos días a la actriz. La editorial Renacimiento ha reeditado sus memorias, Residente privilegiada, y la Filmoteca Española le acaba de dedicar un breve ciclo. Trazamos aquí un perfil biográfico entreverado de comentarios sobre sus escasas películas relevantes.

Ya todo ha pasado. Las ráfagas de tormentas, las suyas, las de María Casares (1922-1996), han quedado atrás, como un recuerdo. En 1981 parece conforme consigo misma. O eso se desprende de la conversación que mantiene con el periodista Joaquín Soler Serrano en el programa de televisión A fondo. No lo dice así, pero podría decirlo: “Sí, me exalté y grité, me insubordiné, desprecié, amé y me entregué, me pegaron, me emborraché; sí, me hundí en la oscura noche de la depresión”. Ante la cámara, su divismo se ha diluido. Los constantes cigarrillos que fuma delatan sus crónicos nervios. Acaba uno, enciende el siguiente. Se rasca la nariz. Sonríe o ríe abiertamente. Imagen de María Casares, como en una fotografía. Una hora de una vida entre sus miles de horas vividas. Al volver a España por unas semanas tras la muerte del dictador, cerró una etapa de su existencia. Y salvo algunos escasos viajes más de ida y vuelta, como el que hizo para esta entrevista, no retornará a su país.

A finales de 1936, con 13 años, había abandonado España junto a su madre y el amante de su madre, al que esta hacía pasar por hijo. Como hija de Santiago Casares Quiroga, último presidente del gobierno de la República hasta el golpe militar, el viaje, la estancia en el país extranjero que María Casares hizo suyo conllevaba ese privilegio que reconoce en sus memorias (Residente privilegiada). Ni durante la guerra, ni bajo la ocupación nazi en Francia ni, ya valiéndose por sí misma, fue ella uno de esos exiliados, o desplazados, amargos, desenraizados, desasistidos. Al contrario, hizo una casi absoluta conversión: arrumbó su idioma y adoptó frenéticamente, en pocos años, el francés.

Tenaz, compulsiva, obsesiva, lo dominó hasta que el despreciativo desdén que causaba su pronunciación, su deje español, entre quienes la rodeaban, desapareció: esa, la de la asimilación de una lengua ajena, era la condición esencial para hacer teatro. Pero no solo teatro. Tras los primeros destellos de su nombre en las tablas, los estudios cinematográficos le reservaron un lugar en sus repartos. Su paso por el cine, sin embargo, resultó decepcionante. Es cierto que no le gustaba; pero, aun así, firmó contratos para trabajar en una treintena de películas, de las que solo cuatro merecen una revisión. Ante la cámara, nunca alcanzó el estado con el que explicaba su entrega al teatro: el de trance. “En el cine”, escribió, “me despojaba de toda iniciativa personal”. Era un objeto al servicio “del único actuante y creador”: el director. En sus memorias, esas películas son estaciones de paso de una experiencia mucho más intensa, más atenta a las gentes que a la mecánica diaria de los rodajes. 

Con Marcel Carné y Robert Bresson

Tras su fulgurante debut en 1942 en el Theatre de Mathurins, a los 19 años, creció vertiginosamente como actriz con la fuerza y la afirmación de una fanática. Se sucedieron los estrenos, los requerimientos de la radio y el cine. A mediados de 1943 la reclamaron para participar en uno de los grandes filmes franceses, Los niños del paraíso, de Marcel Carné. Le ofrecieron el papel de la joven amante de un mimo que no la ama, pero que se casa con ella. Rodeada de la élite de los actores de la escena francesa (Jean-Louis Barrault, Arlety y Pierre Brasseur), compuso con eficacia y emoción un personaje apacible, complaciente y sufrido, opuesto a su propia personalidad y a su gusto, que preferirá los grandes, fuertes y trágicos caracteres del teatro universal: Juana de Arco, lady Macbeth, Fedra, Medea, Madre Coraje…

Aún sin concluir el rodaje de Los niños del paraíso, Robert Bresson la eligió en la primavera de 1944 para un papel de mayor entidad en el melodrama Las damas del bosque de Bolonia, el de una mujer que se venga del hombre al que ama cuando este le confiesa que quiere dejarla. El rodaje le resultó deplorable. A veces se suspendía por falta de electricidad a causa de los bombardeos. Bresson no la entendía; la veía ampulosa, artificial. Le irritaba. No captaba de ella el magnetismo que atraía a otros. Y sin embargo, en el personaje de esa mujer que ama con desesperación (como en el de La Princesa y La muerte que interpretó en los filmes que Jean Cocteau dedicó al mito de Orfeo: Orfeo y El testamento de Orfeo) pueden superponerse rasgos de la propia Casares: fuerza, violencia, divismo, poder, energía, cólera, dolor.

Los niños del paraíso y Las damas del bosque de Bolonia son sus dos grandes películas. Sorprende que después de los 23 años, su torrente interpretativo se encauzara en el cine como un pequeño reguero de agua que se evapora. Ni grandes directores, salvo Cocteau y sus orfeos, ni grandes filmes, nada memorable. Ya entonces, 1944, ensayaba para el teatro El malentendido. Le habían presentado a su autor, Albert Camus, entre bastidores, y él se había fijado en ella en más de una función. Pero a partir de los ensayos, la firme ligazón que establecieron enseguida se mantuvo hasta la ruptura a finales de aquel año, porque el escritor le aseguró que nunca abandonaría a su esposa Francine. Cuando se reencontraron en 1948, reanudaron la relación. Entonces sí aceptó las condiciones que puso él: no se divorciaría de Francine ni conviviría con ella, con María, sino a salto de mata, en escapadas dentro y fuera de París hasta la muerte del escritor en 1960. Aun 20 años después confesaba que el nombre de Camus todavía hería su alma y hasta sus labios.

La violencia de los hombres y del alcohol

De modo que ella no abandonó la casa familiar parisina, donde murió de cáncer su madre (en 1946) y su padre (en 1950), tras volver del exilio en Inglaterra. A sus progenitores le sucedería una pequeña cuadrilla de asistentes (un matrimonio español) y amigos que iban y venían, una especie de familia sustituta que la acompañó a partir de entonces. Ya era una criatura herida, arrogante, tremenda, trágica. Guerra y paz, la llamaba Camus. Y de esos tremendismos sabía su cuerpo, que reaccionaba patológicamente, que recibía la violencia de los hombres: del actor Jean Servais, con quien iba a casarse, durante el rodaje en Roma en 1947 de La cartuja de Parma, y que le dejó en la cara moratones que ella explicó como consecuencia de un accidente. O de un hombre del que se hizo amiga en Milán en el mismo rodaje, y que intentó violarla. O del director teatral Jean Tasso, un hombre violento con quien mantuvo una relación destructiva a finales de los sesenta.

En la posguerra padeció tosferina y rubeola; a veces le entraban ataques de urticaria, erupciones, temblores insoportables de una timidez que conjuraba con whisky antes de las funciones. Pero, como avanzando por una selva a machetazos, impuso su talento en el teatro y se fueron sucediendo los éxitos, los personajes (clásicos y modernos, griegos y franceses, isabelinos y camusianos: tras El malentendido, estrenó Los justos, en 1949), las giras internacionales, el descubrimiento de Argentina durante uno de sus viajes americanos y que consideró un segundo hogar, la apoteosis del Festival de Avignon con lady Macbeth…

La Princesa y La Muerte, con Cocteau

Cuando en 1950 Jean Cocteau la solicitó para el doble papel de La Princesa y La Muerte en Orfeo, ella aceptó por la admiración y el cariño que sentía por el poeta y cineasta. En esta reinterpretación del mito clásico en clave contemporánea, la presencia de Casares es la proyección de su propia imagen vital: vestida de negro, con sus imponentes ojos oscuros, llameantes, su personaje, como ella, ama hasta la desesperación a Orfeo y se sacrifica por él para evitarle la muerte, una condena que recibe del inframundo cuando para rescatar a su amada muerta, Eurídice, infringe el mandato de no mirarla mientras asciende de nuevo a la tierra. Casares no entendía la película, pero cumplió disciplinadamente, en unos meses de intenso trabajo, rodando de ocho de la mañana a cinco de la tarde, y aún le quedaba la función vespertina del teatro, que duraba hasta la noche.

Cocteau volvió a contar con ella, nueve años más tarde, para una continuación de Orfeo, El testamento de Orfeo, una muestra surrealista, narcisista del propio Cocteau, en la que Casares ejercía como juez del inframundo que juzga al propio poeta. La película coincidió con el despegue de la nouvelle vague, pero ninguno de los jóvenes turcos se interesó por la actriz, aún joven (en 1960 cumplió 38 años). Fue una época, recordó, de hundimiento, de depresión, abducida totalmente por el teatro y casi sin vida propia, como se reprochará posteriormente. Se había abandonado por completo a su profesión y había dejado de vivir. La redimió parcialmente Cher menteur, un tremendo éxito económico teatral que le permitió comprarse una finca próxima a París, desde donde intentó reorganizar su vida. En el cine ya no volverá a hacer nada relevante. Aceptará personajes secundarios en películas olvidadas o, rara vez, estimables ya al final de su trayectoria (como La lectora, de Michel Deville), alternándolos con adaptaciones de obras teatrales para la televisión.

María Casares y Jean Marais, en ‘Orfeo’. Foto cedida por la Filmoteca Española.

España olvidada

Su vuelta a España, tras la muerte de Franco, parece un espejismo, porque, a diferencia de otros exiliados relevantes (Alberti, Guillén, Ayala, Zambrano), ella no retornó. En 1977 cruzó sola la frontera. Apenas le esperaba nadie en Madrid. Cumplía con el reencuentro con el país que dejó 40 años atrás, pero llegaba a un mundo que ya no existía (el de todo exiliado). Ni siquiera viajó a la ciudad donde nació, A Coruña. Y a pesar de la acogida que le dio un público que nunca la había visto en el estreno, aquel año, de El adefesio, de Rafael Alberti, entendió que ella era francesa, y enseguida volvió a su piso parisino, a estrenar en los teatros galos. En 1980 le concedieron la nacionalidad francesa.

Siguió fumando y tosiendo mucho, salvo en escena. A veces tenía ataques de furia, recuerda Anne Plantagenet en su biografía La única. María Casares. Se casó con el actor André Schlesser y su vida pareció estabilizarse. Cuando falleció de cáncer a los 74 años, la prensa gala la definió como la luz de la tragedia en el escenario. Hasta pocos meses antes de su muerte siguió actuando. Ya era un mito, una consagrada. Concluía una existencia que había discurrido demasiadas veces al borde del abismo, de la nada, como subraya en sus memorias, pero siempre había hallado en sus propias fuerzas el impulso para renacer.

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