Cien ideas y 20 preguntas para organizar el mejor pícnic

Pícnic de César-Javier Palacios con su mujer, Marta Nistal, en un parque natural de Francia.

César-Javier Palacios, uno de nuestros guías e intérpretes favoritos de la naturaleza, lo ha vuelto a hacer. Para este verano nos ha traído como co-autor, junto a otro maestro en abrir ventanas verdes, Antonio Sandoval, un tentador libro lleno de sugerencias para reencontrarnos con buena gente y buena naturaleza: ‘De Pícnic por España. Más de 100 propuestas’ (Geo-Planeta). Le hemos hecho 20 preguntas rápidas, prácticas y directas en torno a esa saludable afición por el pícnic.

 ¿Cuál es tu primer primer pícnic que recuerdas?

Mis primeros pícnics fueron también mis primeras excursiones al campo cuando apenas tenía tres años. Eran los que hacíamos toda la familia en Burgos, junto con mis tíos y primos o amigos de mis padres y sus hijos, divertidas reuniones a orillas del río Rudrón o el Arlanza con la excusa de pescar cangrejos. Nunca olvidaré el sabor de esas ensaladillas rusas, tortillas de patata y filetes empanados, de los melones y sandías enfriados en la fuente, y del café con leche frío y muy dulce que llevábamos en una botella de gaseosa. También, el olor a cieno del río mezclado con el aroma de la menta que perfumaba nuestros paseos.

¿Y el último?

Un pícnic con amigos en la pequeña Plage des Ondes, en Antibes, en la Costa Azul, muy cerca de donde ahora vivo. Llegamos casi al atardecer, nos dimos un baño en sus transparentes y tranquilas aguas mientras veíamos cómo el sol se ocultaba detrás de las montañas que escoltan la ciudad de Cannes. Y al salir celebramos la vida brindando con champán y un salmorejo fresquito que siempre que lo hago en Francia triunfa. La velada se alargó hasta las dos de la madrugada, sin más bullicio que nuestras risas y el murmullo de la conversación relajada. Inolvidable.

¿El que tienes pendiente, que te mueres de ganas y nunca has llegado a hacer?

Tengo el veneno de la envidia inoculado por mis antiguos compañeros de la Estación Biológica de Doñana, quienes hace unos años se fueron de expedición científica a la Patagonia argentina. Un día en que estaban anillando pingüinos en una diminuta isla, me contaron los detalles increíbles de hacer allí un pícnic ante la atenta mirada de esas hermosas aves y algún que otro león marino. Al estilo de Magallanes, pero con una botella de vino bueno.

De estos más de 100 de tu libro, recomiéndanos uno para hacer frente a las olas de calor. Fresquito.

Tengo debilidad por el Parque Nacional de Garajonay y sus frescos bosques de niebla. En La Gomera no saben de olas de calor, la temperatura es siempre agradable. Y en Laguna Grande, rodeados de esas viejas selvas de laurisilva, todo sabe infinitamente más rico, empezando por las papas con mojo, el almogrote y las pellas de gofio.

Otro para el otoño. Acogedor.

El Faedo de Ciñera, en Pola de Gordón (León), a los pies del Puerto de Pajares. Es de esos bosques mágicos donde te quedarías a vivir, y eso que no es muy grande, pero en otoño tiene una magia muy especial, vestido con todos los colores, alfombrado de hojas y con unas viejísimas hayas con formas caprichosas que recuerdan toda clase de seres sobrenaturales. Para los amigos de la carne, el bocadillo de cecina de chivo local es sublime.

Otro para el frío del invierno.

Un sitio sorprendente para disfrutar del frío y hasta de la nieve está nada menos que en Almería, en el área recreativa La Merendera, muy cerca del Observatorio Astronómico Calar Alto. La Sierra de Filabres rompe los esquemas del supuesto paisaje desértico almeriense. Y desde estas alturas vamos a poder tocar el cielo.

Y otro para el estallido de vida de la primavera.

Desde el Mirador de La Peregrina, en Guadalajara, Félix Rodríguez de la Fuente nos trajo la primavera gracias a la magia de la televisión. Y desde esa misma atalaya nosotros podemos ahora disfrutarla a vista de buitre leonado, sobrevolando un pequeño río que suena a chopera y cárcavas.

Uno que veas muy ‘asombrario’. Piensalo bien, je.

Muy asombrario y puro asombro es la Foz de Lumbier. Excavada por el río Irati para atravesar la dura roca de la Sierra de Leyre, frente a tanta enormidad te quedas sin palabras. Con el lujazo añadido de poder extender allí mesa y mantel bajo la atenta mirada del quebrantahuesos.

Un lugar de estos que recomiendas que tú veas que corre peligro por el deterioro ambiental.

El Acebuche, en el Parque Nacional de Doñana. El lugar no puede ser más bello, a la vera de la Madre de las Marismas, rodeado de bosques y enmarcado sonoramente por una vocinglera pajarería. Por desgracia, ese corazón verde y marismeño está dando sus últimos latidos debido a la sobrexplotación del acuífero para cultivar fresas y la expansión descontrolada de Matalascañas. Doñana no se muere, la estamos matando.

Pícnic con amigos españoles, de Francia y de Italia, en la playa de Antibes (Francia).

Otro por urbanización acechante o masiva turistificación.

El turismo se nos ha ido de las manos en Baleares. Primero fue Mallorca, luego Ibiza y Formentera, pero ahora también está muriendo de éxito Menorca. En la profunda cala de Els Canutells se levantó una de las primeras urbanizaciones turísticas menorquinas y todavía hoy se puede encontrar un hueco donde disfrutar de sus aguas color esmeralda, pero la tranquilidad cada vez es más difícil de localizar en esos lugares de ensueño.

Y algún emplazamiento que hay que destacar por lo bien cuidado.

El área recreativa de Arcaute en Salburua, entre los bosques y humedales del Anillo Verde de Vitoria-Gasteiz. Es un lugar que todos querríamos tener cerca de nuestras ciudades, hermoso hasta la perdición, pero sobre todo querido por los vitorianos y vitorianas más allá de ideas políticas. Lo aprecian tanto que cada vez tiene mayor biodiversidad, así de agradecida es la naturaleza.

Recomiéndanos uno de especial interés por su paisaje.

Me ha impresionado, y mucho, el paisaje que se disfruta desde el área recreativa de Moniello, en Gozón (Asturias), muy cerca del cabo de Peñas. Es una verde pradera colgada sobre impresionantes acantilados batidos por un fiero mar Cantábrico. Y esconde una playa monumental. Aquí no es raro escuchar el grito del halcón peregrino sonando potente sobre el rumor del oleaje.

Otro por el valor de su fauna.

El área de pícnic junto a la Casa de Fusta, en L’Encanyissada, en pleno Parque Natural del Delta del Ebro. Pocos sitios en Europa te ofrecen el lujo de disfrutar de una buena comida rodeados de vida salvaje personalizada por esos bandos de flamencos que pasan ruidosos por encima de nuestras cabezas mientras brindamos con un vino del Priorat.

Y otro por su patrimonio artístico.

Sanlúcar de Barrameda es una ciudad blanca y atlántica con un sorprendente casco histórico artístico lleno de sorpresas. Aquí se hicieron a la mar Magallanes y Elcano en esa épica aventura de circunnavegar la Tierra, y aquí nosotros saldremos hacia el área recreativa del Pinar de La Algaida, una isla verde frente a los últimos meandros del Guadalquivir y la inmensidad de la vecina Doñana. Por supuesto, en nuestra cesta no faltará una botella fresquita de manzanilla pasada.

Y otro por el encanto rural.

El área recreativa del Navazo, en Albarracín. Porque Teruel no solo existe, sino que tiene localidades absolutamente maravillosas como esta encaramada villa, propuesta por la Unesco para ser declarada Patrimonio de la Humanidad y que con todo mérito está considerado uno de los pueblos más bonitos de España. Sollapas, quesos artesanos y almojábanas alegrarán nuestra mesa.

Un bosque.

El Puerto de Canencia es el sorprendente, por lo inesperado, pulmón verde de la estresada ciudad de Madrid. Parece mentira que a poco más de una hora en coche pueda existir un bosque tan salvaje donde al principio casi nos cuesta respirar de lo puro que es su aire.

Un lugar de costa.

El área recreativa y mirador de Con do Forno, en la Isla de Arousa, Pontevedra. Es el corazón verde de la ría, la de mayor extensión de Galicia y probablemente la que conserva una mayor riqueza natural y paisajística. Su mar amable nos regala tranquilidad y buenos alimentos, abanderados por esas empanadas gallegas que ya por sí solas alegran un buen pícnic. 

El autor del libro, de pícnic en Los Alpes.

¿Qué no debe faltar nunca en un buen pícnic?

La buena compañía. No es posible disfrutar de una buena merienda en el campo si no es acompañado por la gente que quieres. Y sin compartir platos sobre el mantel, esas cosas ricas que hemos cocinado o comprado con amor y hemos echado en la mochila con la única intención de dárselo a probar a quienes nos acompañan. En mi caso no puede faltar ni un buen queso artesano ni un vino singular que sea reflejo de ese paisaje.

¿Y qué opinas que sobra y, sin embargo, solemos llevar?

La música saliendo de esos altavoces de potencia infernal. Se están poniendo de moda y pueden fastidiarte el pícnic. ¿En qué momento dejamos de escuchar los sonidos de la naturaleza y los cambiamos por ritmos enlatados?

Tu próximo pícnic, este verano, ¿dónde será?

En mi querida playa de Tebeto, en Fuerteventura. Al atardecer, contemplando la puesta de sol y brindando con cava con los amigos mientras nuestras miradas se pierden en el horizonte y mordisqueamos un trozo de queso majorero junto con una fougasse de Manuel Trenado, nuestro panadero de cabecera y gurú del epicureísmo.

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