Ciudadanos que sujetan edificios y se enfrentan al poder

La actriz Carmen Machi en la Antígona de Miguel del Arco.

La actriz Carmen Machi en la Antígona de Miguel del Arco.

La actriz Carmen Machi en la Antígona de Miguel del Arco.

La actriz Carmen Machi en la ‘Antígona’ de Miguel del Arco.

La exposición ‘Retratos’ en la Fundación Mapfre en Madrid y la ‘Antígona’ del Teatro Kamikaze de Miguel del Arco logran sofocar, en parte, los rigores del calor y la soledad del agosto en la capital. 

Desde hace unos días no dejo de mirar a un niño. Y él me devuelve la mirada. Así lo creo, aunque en realidad el niño tiene la mirada perdida, hacia el suelo. Es una mirada de niño, sí, pero parece la de un adulto, melancólica, resignada, expresa el cansancio de alguien a quien le ha abandonado la vida, el futuro parece no existir, como la de un personaje de Chéjov. A esa apariencia de mirada adulta contribuye la ropa que lleva –una vieja chaqueta sobre una camisa deformada, una rebeca y unos pantalones ajados– y su actitud, las manos en los bolsillos, como si estuviera esperando en una cola para buscar trabajo. La foto está tomada en la calle, a finales de los años cincuenta, en el Barrio Chino (ahora Raval) de Barcelona. El retrato del niño está enmarcado en la parte superior por el brazo de un adulto, extendido, en actitud admonitoria, como si le estuviera dando una orden implacable o quizás regañando. La mano del hombre, su dedo índice, en la fotografía sujeta un edificio. Un poco más allá del encuadre vemos a otros niños, parecen jugar y divertirse. Al fondo, el horizonte, un horizonte que da la espalda al niño de nuestra fotografía.

Esta obra, que no tiene título, pertenece a la serie La calle (1959-1961) y es de Joan Colom, uno de los fotógrafos españoles más singulares de las segunda mitad del siglo XX. Forma parte de la exposición Retratos que se expone en la Fundación Mapfre, en Madrid y que aún está a tiempo de ver, aunque por poco, porque se acaba el 3 de septiembre. La muestra es un recorrido por el retrato y la fotografía documental del siglo XX a partir de la obra de Diane Arbus, Walker Evans, Alberto García-Alix, Cristina García Rodero, Helen Levitt, Anna Malagrida o Paul Strand, entre otros.

Tendrá que darse prisa también para no perderse Antígona en la versión de Miguel del Arco, en el antiguo teatro Pavón, ahora Kamikaze, en Madrid. El nuevo nombre va sin duda más en consonancia con los tiempos que corren porque hay que ser un kamikaze para dedicarse a la cultura y al teatro en particular. La tragedia de Sófocles, quizás la más singular de las siete que se conservan del dramaturgo griego, es una historia inmortal en torno al conflicto entre el individuo y la sociedad que ha despertado interpretaciones de todo tipo a lo largo de la historia. Creonte, rey de Tebas, prohíbe que se entierre a Polinices, su sobrino, quien ha luchado con los argivos en el asedio a la ciudad. Antígona, hermana de Polinices, se niega a acatar esta prohibición y en su decisión, que lleva aparejada la condena a muerte, arrastra en su desgracia al propio Caronte. El poder del Estado frente al individuo, el sometimiento a las leyes, aun cuando estas sean injustas, la soberbia de los gobernantes, los límites de la razón de Estado, la inflexibilidad en nuestras posturas, el rencor, el pasado que siempre nos acecha (recordemos que Antígona es hija de Edipo y Yocasta), lo íntimo y lo privado frente a lo público, el conflicto entre generaciones, entre el hombre y la mujer, la vida y la muerte. Todo está en los clásicos, en Antígona. “Más que ninguna otra de las tragedias existentes, la Antígona de Sófocles dramatiza la urdimbre de lo íntimo y lo público, de la existencia privada y de la existencia histórica”, escribió Steiner.

En la versión libre de Miguel Ángel del Arco, con una austera puesta en escena, cobra un mayor peso la figura de Creonte, que es ahora una mujer, en un papel interpretado por Carmen Machi. Esta actriz inmensa logra que el espectador sienta el conflicto moral y personal del personaje, la lucha entre lo que le dice la razón y lo que le dictan sus sentimientos. El recién llegado al poder, Creonte, no es ajeno a esa pérdida de contacto de los gobernantes con el pueblo, a una percepción distorsionada de la realidad que le lleva a sospechar de todo el mundo, incluso de su propio hijo, aunque invoque motivos que a priori nos resultan razonables y justificables, puesto que la ley debe ser igual para todos. Pero ¿está la ley humana por encima de las leyes de los dioses, de las leyes naturales? Es lo que se pregunta Antígona, quien es capaz de llevar su decisión de enterrar a su hermano hasta las últimas consecuencias. “No he nacido para compartir el odio, sino el amor”, dice Antígona en uno de los momentos más intensos de la obra, una frase que retumba hasta nuestros días.

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