¡Comamos y bebamos!: El placer culinario de la mano de Ignacio Peyró
¿Mejor morir pronto, tomando rosbif y armagnac bajo la mirada de un retrato del duque de Wellington, o mejor cuidarse y compartir un aguacate con tu profesor de spinning? Es el tipo de preguntas que nos lanza, con fino humor, el periodista y escritor Ignacio Peyró (Madrid, 1980), que acaba de publicar ‘Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida’ (Libros del Asteroide). Un libro que ensalza el placer de comer bien, reír y celebrar la vida. Que todo va unido. Nada hay más sano.
Nunca me ha interesado la cocina, ni la cultura culinaria más allá de algunas nociones sobre aceite de oliva, pasta y pescado mediterráneo. Sí comer bien, pero en gustos siempre fui algo más que conservador: reaccionario. Entre un plato con alguna innovación y un filete empanado con patatas, sin dudarlo elegía lo segundo. Y entre un vino añejo al que mi padre estuviera cantando alabanzas y una cerveza Victoria bien fría y bien tirada, sin pestañear lo segundo. Soy poco –y cada día menos– sofisticado en el comer y el beber. Si por sofisticado entendemos el gusto por platos sofisticados. Porque exigente sí lo soy con aquellas comidas que me gustan.
A veces pienso en mi desapego a la cocina, y siempre he creído que la culpa fue del listón tan alto que puso mi madre en casa. Nací y crecí en la cúspide del bien comer, donde las mejores croquetas y el mejor bacalao a la portuguesa eran la norma, y la excepción de mis primos y tíos, que parecía que pasaban hambre en sus casas cuando llegaban a comer con nosotros.
Desde que me fui de casa de mis padres, el mangiare ha sido para mí una decadencia irreparable a la que ya me he resignado. Las veces que vuelvo a la casa familiar sólo sirven para recordarme lo que fue y ya no es, y con toda seguridad ya no será. Algo que da a mi conservadurismo culinario un aire proustiano. Me acuerdo, incluso, de los trucos que tenía ante la tendencia de mi madre a ponernos sobreabundancia de albóndigas o empanadillas. «¿Cuántas quieres?», me preguntaba ella. Y yo, si quería 5, le decía 3, y si quería sólo picar un par de ellas, le decía que prefería no comer nada.
Siendo esto así, me alegré mucho cuando el periodista y escritor Ignacio Peyró (Madrid, 1980) me dijo que iba a publicar Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida (Libros del Asteroide), pero pensé que el libro me interesaría poco, ajeno como soy a un mundo al que consagra aquí unas páginas ya inolvidables. Lo abrí con el cariño con el que se abren los libros de los amigos, y lo leí en tres sentadas en las que iba subrayando y comentando con otros amigos a través de mensajes.
Y es que Comimos y bebimos es un libro de cocina, pero también de vida, como deja claro el subtítulo. De una vida generacionalmente como la mía, con experiencias, anhelos y desencantos similares, que Ignacio Peyró cuenta aquí a través de la comida en 12 capítulos con el nombre de cada mes del año. Un libro con mucho de último adiós a una cultura y a unas costumbres que dejan ver su final tras el auge del cuidado del cuerpo y la salud a todas horas.
El autor explicita este leitmotiv al principio: «La escritura sobre cocina ha sabido encarnar no sólo una retórica para especialistas o un mundanismo dichoso, sino –por decirlo al modo de Perucho- una estética del gusto y una belleza de vivir que va mucho más allá de la crudeza del comer. Temo que algo de eso se está perdiendo ahora –y este libro lo quiere reivindicar». Y bien que lo hace, porque el libro es una sucesión de ataques de síndrome de Stendhal culinarios narrados con exquisitez.
Ignacio Peyró es un anglófilo irredento, y con los platos recuerda a un inglés hablando del imperio británico en 1950, cuando parece que se escapa irremediablemente tras tantos años gloriosos. «¿Mejor morir pronto, tomando rosbif y armagnac bajo la mirada de un retrato del duque de Wellington, o mejor cuidarse y compartir un aguacate con tu profesor de spinning?», se pregunta recurriendo a otra de las virtudes del libro: la ironía y el finísimo sentido del humor.
Comimos y bebimos funciona también como una guía de restaurantes clásicos, especialmente de Madrid, donde Peyró se detiene a hablar también del personal y sus historias. Yo, particularmente, no he ido a ninguno de los que cita todavía. Pero como el tono es elegíaco temo ir y que ya estén cerrados y no pueda disfrutar de «esa calma laboriosa que también es propia de los grandes restaurantes: un lugar donde se abolieron las «ganas de marcharse».
Pero también está muy presente Londres, ciudad en la que Peyró dirige su Instituto Cervantes. Y es que el retrato de la historia y la idiosincrasia de los selectos clubs ingleses está entre lo más descacharrante de un libro que saca la carcajada continuamente: «En definitiva, el club es el lugar para que un lord se convierta en un salvaje, pero dentro de un orden». Una definición que amplía a todo tipo de local: «Hay que honrar el bar como institución de civilidad para que la gente vaya pecando con un cierto orden».
El humor con aroma a Julio Camba está siempre presente, y se entremezcla con agudos comentarios de observador social nostálgico. «Lo irónico es que no hacemos más que abrir locales que intentan parecerse a los que acaban de cerrar», escribe sobre esa tendencia de entronar lo vintage y lo «auténtico» tras haber dejado de ir a bares y restaurantes castizos para echarnos en brazos de la nueva cocina.
«Lejana ya la ilusión adolescente, enterrados los sueños de poder y de gloria, cumplidos todos los posibles desengaños con uno mismo, llega un momento en el que las epifanías de la vida se resumen en un desayuno con calma y algo de sol», afirma. Y yo no puedo estar más de acuerdo, aunque con algo menos de nostalgia. Un libro maravilloso también, o quizá sobre todo, para los que aún tenemos por descubrir el mundo de la cocina y todo lo que le rodea. Un merecido homenaje a una forma de ser, de cocinar y de comer –y beber– que nos define y con la que fuimos felices antes de que la sociedad se pusiera a dieta y se apuntara al gimnasio.
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