Ya sabes cómo son las mujeres, pura biología, ni ellas se entienden

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Abrimos aquí esta nueva sección quincenal a dos voces, ‘Por culpa de Eros’. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado. En este espacio se alternarán dos textos, dos visiones, dos voces abordando un mismo asunto: el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo. Octubre clama “No en mi nombre”, porque ahora que ellas hablan viene este desconcierto en forma de malestar masculino, cuando no abierta declaración misógina. Pensar por ellas, decidir por ellas, hablar por ellas. ¿Por qué el hombre se autoasigna la labor de intérprete? ¿Es posible que la mujer deje de ser inexplicable?

Por ANALÍA IGLESIAS

Es cómodo y, a la vez, una pesadilla: tener un marido que se encargue de todo, incluso de explicarnos.

“Lo hago por su bien”, “ella me necesita”, “ya no me necesita”, “sé lo que necesita”, “por qué no se queda tranquila si no le hago faltar nada”. Son las frases que perfilan el rol de un marido, a cualquier edad del hombre, incluso aún sin serlo.

Confieso que no he tenido un portavoz; mejor dicho, que nunca he sentido que alguien hablara por mí, aunque seguro que alguno/s habrá/n alardeado con el “no hay quien la entienda”. Lo que sí he oído muchas veces son las sentencias masculinas como losas, desde fuera. Losas que clausuran cualquier pregunta, tal la comprimida esencia de lo que es nacer y hacerse varón.

Sucede que, además de los mandatos propios, el voluntariado que el hombre ha asumido en los últimos veinticinco siglos ha sido el de trabajar de intérprete de las mujeres y desentrañar sus necesidades en el espacio público.

“Ya sabes cómo son las mujeres”, espeta el galán George Sanders en Esta tierra es mía, película icónica de la resistencia anti-nazi que Jean Renoir filmó en Hollywood (1943-44). La misma frase la ha soltado otro personaje masculino, unos fotogramas atrás, y oigo un chasquido de desaprobación en la platea de la Filmoteca: viene de un hombre. Y sí, hasta los clásicos biempensantes se han alimentado de desprecio hacia las mujeres. Nosotras ya nos reímos.

“Ni ellas se entienden porque son pura biología”, me dijo Lionel cuando discutíamos sobre estos apuntes que cada uno desarrollaría desde su rol territorializado del macho y la hembra. Él repetía, con cierto sarcasmo, el argumento del que los hombres han echado mano en los pocos momentos en que la mujer ha salido de su mudez para expresarse sinceramente. “La mujer que habla es una mujer-maldad, no la santa”, agregaba mi compañero de escrituras.

La vida de los hombres tiene sentido y misión. El mandato masculino es sumamente exigente y nada envidiable. El hombre existe para explicar a la mujer y para tener respuestas épicas sobre el resto de los asuntos del mundo. De ahí la importancia de la razón y la disciplina. La tarea de las mujeres, en cambio, es biología.

Y si no: “ya no me necesita”, como Rodin dijo de Camille Claudel –escultora, discípula y amante–, a guisa de explicación de la ruptura (por cierto: está todavía en cartel la última película sobre esa relación del XIX, que firma Jacques Doillon). Esto es, si no tengo nada más que enseñarle y no requiere de mi protección, no hace falta estar a su lado.

Sentir que la necesidad del otro –la otra– es imperativa coloca al hombre en el centro de su rol de género. Salvar o conquistar, rescatar o guarecer. Y responder. Allí radica su valía frente a la Historia. Entonces, cumple su deber: “No puedo dejar a mi esposa; me necesita”. Lo decimos en formato heterosexual, pero el pensamiento binario se reproduce en casi cualquier relación erótico-sentimental.

Filósofas feministas como Judith Butler y Adriana Cavarero mencionan el contexto relacional de dos sujetos que se constituyen como tales en la relación. La relación, según pasan los siglos.

Desde luego, hay una otra, un otro –nosotras– que no tenemos orden ni razón preestablecida. No somos cultivo, no animal domesticado y, por tanto, pasto de la epopeya del hombre. O hierba desbordada que crece en medio de las otras cosas que han sido enderezadas. Eso es ser biología: no es moderación, no es prudencia, es silvestre. Y de ahí nuestra libertad en cuanto podemos zafarnos de las normas de la seguridad y la previsión, de la comodidad y la pesadilla. De ahí la incomprensible naturaleza (preguntona) del estar femenino frente al que quiere encargarse.

Vamos otra vez al siglo XIX: Lou Salomé se dedica a pensar y a escribir, ha decidido no tener hijos, conoce a Friedrich Nietzsche y juntos piensan más lejos, pero ella no quiere casarse. La relación termina por el repudio de la familia del autor del Anticristo, que trabajará filosóficamente el padecimiento de ese rechazo, encerrado en su casa familiar, para siempre. Conté esta pequeña anécdota en un artículo y un usuario de Twitter me contestó que, total, para lo que le había servido a ella dejar a Nietzsche, que la obra de Salomé quién la conoce, que no estuvo a la altura de lo que él produjo, que para eso mejor se hubiera quedado con él.

Siglos antes o después, el caso es que cuando ellas no fueron explicables, o necesitadas, fueron denostables, porque seguro que ocultaban algo, una maldad, un afán de dominación, una pregunta impertinente; por caso, Gala Dalí o Yoko Ono, otras dos creadoras, y musas, brillantes, e inexplicables. No recatadas.

Nadie las puede entender porque ni siquiera ellas se entienden, y encima ahora gritan.

Es cierto: la manera de sobrevivir a las propias madres, a la Historia y a los maridos llamados a explicarnos ha sido el silencio y la tácita aceptación de las teorías ajenas. Parece que ya no tenemos más ganas de hacer-como-si.

¿Quién nos entiende? O, mejor dicho, ¿hay algo que haya que entender?

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