Compatibilidad en el sexo, pero ¿qué demonios es la compatibilidad?
El deseo se construye socialmente y dialoga con nuestros prejuicios, valores estéticos, sociales y con nuestras representaciones del deber ser. Quizá por ese artificio de lo ‘deseable’, la compatibilidad puede pensarse como punto de partida o como resultado de un proceso en una relación. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.
¿Qué es eso de la compatibilidad en las relaciones? Esa preocupación se nos aparece constantemente, pero sospecho que, como es común, se trata de palabras baúl que a base de repetición y repetición y repetición pierden su significado. ¿Sabemos qué es ser compatibles?
Etimológicamente, compatibilidad se forma con el prefijo con- (junto a) y la raíz latina patior (padecer, sufrir). Otra lectura lo relaciona con el griego cum- y pathos (afección, sufrimiento, pasión), que para el caso es lo mismo. Siniestramente, la compatibilidad parece referirse a la capacidad de sufrir conjuntamente.
La compatibilidad, así leída, nada tiene que ver con quedar bien estéticamente, no va de conjuntar. Va de partir de matrices de experiencia similares. Va de leerse mutuamente y partir de posiciones parecidas que nos permitan afrontar la vida desde un sentir común.
Sentir en conjunto
¿Qué constituye entonces la compatibilidad de una relación? Entiéndase por relación no sólo las amorosas sexoafectivas. Esto va mucho más allá de eso. Permitidme que desarrolle una teoría alternativa de la compatibilidad.
Creo que la compatibilidad funciona poniéndonos en el lugar del otro. Comprender y abrazar las heridas. Y esto se puede conseguir posicionándose en situaciones similares (una comprensión por solidaridad) o por una preocupación dirigida (comprensión por empatía). Me centraré primero en la segunda, la compatibilidad por empatía. Si la compatibilidad opera permitiendo padecer-con, entonces se trata de un movimiento emocional que nos acerca al entramado de heridas, cicatrices y fantasmas que todas tenemos.
La compatibilidad va de escuchar, de entender, de acercarse a las heridas que nos hacen personas. En ese sentido, la compatibilidad, más que una situación que está ya dada desde el comienzo de cualquier vínculo (siendo compatibles o incompatibles de entrada) se parece más a un resultado: generamos compatibilidad.
Esta lectura resignifica la compatibilidad, ya no es un cálculo de similitudes como si buscásemos una cartera o un cinturón a juego. La compatibilidad así entendida se acerca al término de compasión. Compati-bilidad/ compasi-ón: las resonancias son obvias.
Eso sería más o menos la postura práctica de la compatibilidad ética que llevo en mi vida. Ahora bien, como decía, existe otra idea de la compatibilidad, la de la posición común.
Habitar en conjunto
Si va de ocupar situaciones y experiencias similares, siendo rigurosos, la compatibilidad se acerca a una teoría de las posiciones sociales. Es evidente que la posición social afecta. Es mucho más sencilla la compatibilidad entre vínculos cuando parten de ideas, valores y situaciones socioeconómicas parecidas.
En ese sentido, hay una sociología de los vínculos. Como joven argentino migrante y precario, con estudios universitarios y un bagaje político de militancia, es más probable que yo termine vinculándome con gente afín. Una amiga socióloga me recuerda el término homogamia, que es bastante común y es lo que hace que vincularme con jóvenes de clase alta, amantes de los coches, rabiosos de VOX y con ideas retrógradas de género me quede lejos. La incompatibilidad está clara ahí. Y, bueno, no tiene nada de malo. Es simple equilibrio social. Pero, si esta teoría de la compatibilidad social se lleva al sexo, puede generar problemas.
La compatibilidad en el sexo
Analía nos contaba en el último artículo que hay gente que pierde las ganas cuando ve a Ken Follett en la mesilla de luz de su compañero de noche. Me parece importante porque resulta una carta de presentación de un problema muy interesante.
Si ese compañero de noche resulta un vínculo estable, comprendo la decepción. Forma parte de esas decepciones cotidianas que nos revelan la mundanidad e imperfección de esa persona, descubrir la mancha en la nariz de la que hablé en otros artículos. No me quiero detener mucho en esa idea porque ya todas conocemos la decepción.
Sin embargo, me extraña un poco esa decepción en un contexto de una cita sin muchas más pretensiones que la sexual o el pasar un buen momento de conexión. ¿Qué demonios nos importará qué lee o deja de leer esa persona? O a quién vota o qué música escucha. Decía Brigitte Vasallo en su maravilloso Pensamiento monógamo. Terror poliamoroso: “Una amiga me preguntaba una vez si yo me acostaba con mujeres que no me caían bien, y me pareció una pregunta muy significativa en referencia al abanico del deseo. ¿Qué relación hay entre resultarse simpática con el deseo sexual? (…) La sexualidad debe ser la única actividad humana tan extrañamente ligada a cualidades que nada tienen que ver con ella”. Si tenemos que sostener las proyecciones de la persona con la que queremos tener relaciones sexuales es porque el sexo nunca es solo sexo.
La compatibilidad simbólica
El sexo nunca va solamente de sexo, y por eso no tenemos vinculaciones sexuales con la única preocupación de un intercambio placentero de fluidos. Siempre es más, un nudo de fantasías, representaciones, valores y miedos. Y no está mal: somos animales simbólicos y, necesariamente, el sexo forma parte de nuestro universo de sentido. PERO, si comprendemos la sexualidad como simbólica, hay dos consecuencias claras.
Primero, pierde todo el sentido ese discurso, a la vez triste y ridículo, de que follamos por impulsos incontrolables y que no podemos dominar nuestro deseo. El deseo es controlable. Rememorando una frase del genial Miguel Vagalume, que ya se ha convertido en mítica en los entornos de sexología y no monogamias: “No nos meamos en el sofá”. Es decir, nadie es tan impulsivo como para no aguantar las ganas; al contrario, las modulamos para encontrar el momento y el lugar adecuados.
Y, segundo, el deseo se construye socialmente. Nuestro pensamiento del sexo siempre está mediado por el deseo y ese deseo emerge en sociedades y situaciones concretas. Por eso el deseo dialoga con nuestros prejuicios, valores estéticos, sociales y nuestras representaciones del deber ser. Un ejemplo perfecto: existen criterios más o menos claros que permiten dividir a la gente deseable de la gente no deseable. Se trata de una organización jerarquizada del deseo alrededor del capital social y el capital erótico que ordena el atractivo de los cuerpos. Dependiendo de cada una, ese atractivo estará marcado por elementos distintos: a algunas nos llaman las piernas, a otras los estudios, la labia o el estatus. Por eso nos cuidamos las cejas, nos compramos ropa cara o nos comemos la cabeza por las fotos que ponemos en Tinder: todo son símbolos sociales que median el deseo.
La compatibilidad vuelve a poder pensarse –como las relaciones– de dos maneras: como punto de partida o como resultado. Si la compatibilidad sexual se plantea como acoplamiento de dos (o más) deseos que encajan entre sí, es fácil que se parezca a un diálogo entre dos sujetos con un deseo ya construido y que se lían esperando a ver si coinciden en ritmos y contenidos. Si se da la magia, creen en la compatibilidad. Si no, lástima. Esto, en un contexto misógino, en el que las relaciones hetero suelen conllevar al hombre velando por su placer y a la mujer, que ha aprendido a poner el suyo en segundo plano (para complacer al hombre), termina en el resultado de siempre.
Pero, si la compatibilidad sexual pasa a verse como resultado, nos movemos en los términos que desarrollábamos antes: empatía, comunicación y comprensión mutua de dos personas que negocian cómo llevar a cabo una transacción beneficiosa para ambas.
Como asunto ético
Hemos hecho un complicado (espero que interesante) recorrido por las ideas de la compatibilidad en las relaciones. Como he querido explicar, la compatibilidad en lo sexual y la compatibilidad en los vínculos pueden entenderse de dos formas: como un dato que se da desde el principio, “somos compatibles si encajamos tal y como somos”, o como un resultado de un movimiento ético: “somos compatibles si nos preocupamos por comprender e integrar en nuestra visión la posición de la otra persona”. La compatibilidad, así, pasa a ser un asunto ético.
Por último, me gustaría aclarar que la compatibilidad no necesariamente va de la mano con relaciones igualitarias, desde una perspectiva feminista. Desde el punto de vista del hombre en relaciones sexoafectivas hetero, podría entenderse que la compatibilidad como ejercicio ético nos hace más igualitarios. Pero la com-patibilidad, cercana a la com-pasión, habla de aproximarse a una comprensión que es condición necesaria para el cambio, pero no condición suficiente. Nos hace más sensibles y quizá conscientes de las desigualdades que viven nuestras compañeras, pero también es necesario un trabajo de deconstrucción y reconfiguración para traducir esa sensibilidad en cambio real en nuestras vidas.
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