Tabúes e ‘incompatibilidades’ que no nos dejan amar libremente

Imagen promocional de la serie Blinded.

Imagen promocional de la serie ‘Blinded’.

¿Cuántos años le llevas? ¿Es chino, indio, transgénero? ¿Qué vota? Esas malditas disociaciones que operan en lo social llevan a la misma vieja frustración que puso el final trágico a ‘Romeo y Julieta’ de Shakespeare. Sentir que no hay salida a las diferencias, o que nos baje la libido lo que le gusta leer, ¿tiene vuelta? Las incompatibilidades a veces solo tienen que ver con el dibujo mental previo de lo que debería ser una relación o la persona con la que nos relacionamos. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

Si Shakespeare no dijo ya todo lo que había que decir a propósito de relaciones y diferencias irreconciliables entre las personas en Romeo y Julieta, podemos recurrir a Ovidio y la mitología griega para completar el panorama en el que se inspiraron los grandes dramaturgos de la historia para hablar de deseos, pulsiones, inhibiciones y prohibiciones. Casi todo lo que pueda suceder en materia de amor intenso, desamor, celos, interferencias y cavilaciones entre los seres humanos, hetero u homosexuales, bisexuales, transexuales, a dos, a tres, a cuatro, parece haber sido condensado en la dramaturgia shakepeareana, o en Eurípides, Racine, Michelangelo Antonioni, John Cassavetes e Ingmar Bergman (por citar las firmas del teatro y el cine que ya se han vuelto clásicos de la psicología amorosa). Sin embargo, siempre podemos aggiornar y matizar este asunto de las pasiones irresistibles, a veces desencontradas, con diferencias asumibles o insoslayables entre estos humanos desconcertados que somos.

Hablamos con Lionel del asunto, para contornear un tema del que queremos opinar ambos. “No solo ligar, sino ligar y sostener”, le digo. ¿Cómo operan las diferencias de edad, de ideología, raciales, de gustos y aficiones, o de concepciones relacionales (monogamias y otros lazos) en el vínculo amoroso? ¿Cuándo una inquietud demasiado distante de la tuya te baja la libido? O es que alguien deja de gustarte por la incomprensión de algo que constituye casi un eje de tu vida, como suele ser el caso de la ideología… O, peor, qué ocurre cuando la atracción surge y se sostiene, pero el ideal social, o tus padres, o tu núcleo militante o afectivo o profesional te impiden depende qué sentimientos y con quién. O al menos eso es lo que presientes. En el caso de los escalones de clase, la cosa parece más subsanable, porque uno de los dos resulta asimilado y ahí se resuelve (al menos, eso parece, a juzgar por los reyes casados con vulgo que hay en Europa).

En fin, si crees que somos nuestros actos y alguna vez te ha pasado de perder las ganas al descubrir un libro de Ken Follet en la mesilla de noche del partenaire, te invito a discurrir conmigo por otros jardines de senderos que se bifurcan:

Morbo contra-ideológico

Pongamos por caso lo que días atrás leía en Twitter: un chico confesaba que, a pesar de las escenas sin par de Isabel Díaz Ayuso en los medios (incluso en esos momentos del blanco de ojos en su máximo destello), a él la presidenta de la Comunidad de Madrid le ponía. Evidentemente, quien profería esa inconfesable pulsión pertenecía al círculo twittero progre, y de ahí las respuestas de incredulidad que recibió. Sin embargo, hubo alguien que, acertadamente, aludió a que el deseo nunca ha respondido a cálculo mental alguno.

Pero, en verdad, ¿cuánto afecta la política al erotismo? Sin dudas, la respuesta dependerá en buena medida de cuán íntimamente nos duela o nos haya lastimado lo político colectivo (por ejemplo, quienes hemos sufrido una dictadura en nuestra infancia solemos estar atravesadas por aquella brumosa pero consistente atmósfera de persecución ideológica). Y es que a veces no seremos siquiera capaces de reconocer el deseo por alguien que racionalmente no se adecue a nuestro ideario y desistiremos de una relación con otro/a en las antípodas. A propósito, hace unos días, vi Adam de Rhys Ernst (Transparent), sobre la escena activista trans-lésbica de la Nueva York de principios de 2000. Con humor cómplice, la película bromea con el asunto del rechazo político de cuajo al varón cis hetero, al punto de llegar a negar su existencia, incluso amándolo, en la práctica cotidiana, a nuestro lado. Este tipo de condicionamientos puede transportarse en otras mil direcciones e intersecciones.

Otra de disputas en la pantalla: parte de la trama telenovelera de la excelente The Good Fight tiene que ver con el amor inquebrantable que Diane Lockhart (Christine Baransky) –personaje que en la ficción es amiga de Hillary Clinton y demócrata de pro– siente por un experto en balística republicano, defensor de la libre portación de armas y asesor de Trump.

El deseo es ciertamente inexplicable, y también la ternura y la emoción que nos provoca alguien a quien tenemos miedo de preguntarle qué vota o, en su defecto, miedo de caer enamoradas y sucumbir al ansia de intentar persuadirle. Y así como algún señor neocon ha confesado su fascinación por las chicas con rastas, también sabemos de morbos al revés, como el que podría generarle el empleado de la corbata más recta, en la sucursal del banco, a la chica de flequillo borrokilla (y si queréis acción de este tenor, ahí está la serie noruega Blinded, sobre la pasión tormentosa entre una justiciera periodista precaria y un banquero corrupto).

Sin fórmula para resolver el desacuerdo político o el conflicto de intereses amorosos, solo queda ponerse creativas.

Todas las edades de la inocencia

“El amor es el movimiento de mi verdad hacia la tuya”, me dijo alguien con quien nos unía la bella intensidad de algo recíproco y nos separaba una gran distancia generacional. El deseo era quizá apenas un instante de esa verdad, que estaba hecha de muchas otras complicidades intelectuales… Puede que él hubiera leído esa frase pomposa en algún libro de uno de sus filósofos preferidos, pero en mí quedó asociada a la hermosura de su entrega.

Con la diferencia de edades (sobre todo si se trata de una casi siempre sospechada dama en edad de merecer con alguien bastante más joven) suele cumplirse aquello del ideal prefigurado –ese croquis mental que uno se hace acerca de quién le encajaría como pareja en el plano social– y que también sucede con los prejuicios raciales, homófobos y religiosos. ¿Cómo se la/lo presento a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos? ¿Cómo les explico a mis hijos que amo a un hombre de su generación? ¿Qué va a decir mi mamá (o mi abuela) de mi novio africano, musulmán o indio?

He aquí un elocuente fragmento de la novela Ave del paraíso de Joyce Carol Oates: “Mamá añadió una observación que había estado esperando de ella, que podría haber hecho yo misma con la voz maternal, remilgadamente censuradora y ligeramente condenatoria: ‘Parecía indio, ese chico; crecen deprisa, dada su manera de vivir; así que deberías saber mantener las distancias”.

Enamorarse del instante

Hay un texto que una poeta china enamorada escribió en el siglo XII: “No es que me guste el rosado mundo del polvo / Ha sido todo predestinado / La flor, se abre o se cae / depende del Dios de las Plantas / Se irá una, si es que ha de irse / Y si se queda, ¿cómo lo aguanta? / Cuando las flores silvestres cubren mis cabellos / no hay que preguntar dónde me encuentro”. El texto de Yan Ryu  suena a espontaneidad, a tímido intento de excusa por la aceptación de la joven frescura que trae un amor rosado, el color del alba. El caso es que has intentado resistirte, te has hecho mil preguntas, pero al fin te rindes cuando las flores silvestres te cubren el pelo, porque la flor se abre o se cae. Se irá «si es que ha de irse», te dices.

Estos casos de disonancia entre el bosquejo y la enamorada hacen que todo cueste más caro en territorio social: esa comunión íntima despareja se paga con sobrecostes en la vida pública. El presupuesto de la atracción se cumple, hay misterio (que se rompe a ratos), admiración y el hecho de que ambos devuelven al otro la sensación de ser mejores personas.

Hay, en fin, una cierta paz fuera de norma, que algunos saben trasladar al plano social y de la que otros desisten, siempre con dolor. Aunque resulte absurdo, a esta altura de la historia, renunciar a la riqueza de lo diverso, a tener muchas edades intercambiables y a desmoldar roles para darles nuevas formas, propias, emancipadas de sus matrices. Pero de amor se sigue sufriendo, como descendientes de aquellos Montescos y Capuletos. Los tabúes se actualizan aunque no desaparecen, como comprobamos con los sufrientes de ambos lados de Pose, la serie sobre mujeres transgénero que soportan la discriminación y el desprecio de los mismos hombres que en la intimidad las adoran.

Por eso, prefiero terminar sin incapacitantes diferencias, invocando a la filósofa feminista Rosi Braidotti, que apuesta por inventar un nuevo estilo conceptual que priorice la empatía y la capacidad de compasión, la potencia del entendimiento y “la fuerza de resistir en sintonía con las personas, con toda la humanidad, con el planeta y la civilización en su conjunto”. Porque de amor está hecho nuestro vínculo con la naturaleza, y el amor es nuestra única posibilidad de supervivencia.

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