“No hay compromiso político, ideológico, ni moral si no integra el ecologismo”

El poeta, premio nacional de poesía, Juan Carlos Mestre.

El poeta, premio nacional de poesía, Juan Carlos Mestre.

El poeta, premio nacional de poesía, Juan Carlos Mestre.

El poeta, premio nacional de poesía, Juan Carlos Mestre.

El poeta y pintor leonés Juan Carlos Mestre –premio nacional de Poesía 2009, premio Castilla y León de este año– creció con la conciencia de ríos y montañas. Algo que ha volcado hasta hoy en su obra, donde no concibe que la cultura se desarrolle desligada del respeto absoluto e integrador por el entorno. “Creo que no hay compromiso político, que no hay compromiso ideológico, que no hay compromiso estético, que no hay compromiso moral que pueda ser considerado como tal si no integra en él de manera radicalmente configurante el desafío del ecologismo”. Con mimbres tales, de pleno coincidentes con los que marcan el discurrir de ‘El Asombrario’, llega hoy a nuestra ‘Área de Descanso’. 

Suscribo las palabras del escritor holandés Cees Nootebom cuando en su libro Tumbas de pensadores y poetas asegura que como lector de poesía a veces necesita una poesía humilde y ascética, pero que otras quiere una poesía que cante, “incluso que grite por mí, quiero que reflexione sobre sí misma, que se entristezca, que apenas diga nada, que balbucee y se esconda, o que festeje la vida y nos deje sin respiración con un torrente de palabras”. En mi caso, Antonio Machado estaría en el primer grupo y Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, León, 1957) en el segundo. Este poeta y pintor, que acaba de publicar un nuevo poemario, Museo de la clase obrera (Calambur), galardonado con numerosos premios (entre otros el Nacional de Poesía), festeja la vida y grita sus silencios, pone nombre a lo innombrable y siempre regresa al pequeño pueblo donde nació.

En Villafranca vivió rodeado de ríos y montañas. “Mis primeros amigos fueron los pájaros y los árboles. Mis primeros confidentes fueron los ríos y la lluvia, y eso es determinante en la deuda que uno tiene con la memoria y con el lugar de la memoria, porque el lugar de la memoria es siempre el lugar de una fundación moral, y en ese territorio no había en mi infancia libros, no había bibliotecas, no había círculos intelectuales”, recuerda. Estamos en su casa, en el centro de Madrid, y por azares de la vida somos vecinos de trabajo. La vivienda, donde escribe y tiene su estudio para pintar y grabar, está llena de objetos, recuerdos de viajes, obra propia. Hemos quedado para hablar de ecología, de la naturaleza, pero la poesía inevitablemente se cuela en la conversación. Con Mestre, la charla es torrencial, como su poesía y su memoria. Había un poema de Jorge Teillier, recuerda, que dice: “Ya no hay lugar de regreso para aquellos que escuchamos algún día a un desconocido silbar en el bosque”.

Y en el bosque, el autor de La bicicleta del panadero encontró la ensoñación. “Del bosque llegaron los signos y las cifras de la existencia y, desde luego, la fascinación por el mundo de los pájaros, por la contemplación de las estrellas, por la exaltación sublimada de los dos pequeños ríos que abrazaban el pueblo de mi infancia. Ha sido determinante en mi manera de entender la vida y también la poesía, porque la poesía no es otra cosa que una extensión moral del lenguaje que da cuenta de la interioridad del ser”.

Aunque ha viajado por medio mundo y vivido en varios países, entre otros Chile, para Mestre, “la gravitación, la inmanencia y el reencuentro con la búsqueda de mi identidad han sido infinitamente superiores en los espacios naturales que en las grandes intemperies todavía no holladas por la voracidad de los mercaderes. Allí donde todavía palpita en su ingenuidad, uno escucha el gran pálpito de la tierra, donde la tierra es ingenua, y sin que esto signifique ninguna apología de lo primitivo, pero sí una defensa, una defensa de lo originario, en el lugar donde todavía reside la primera enseñanza del origen y, posiblemente también, las claves definitivas de nuestra sobrevivencia futura”.

Todo eso, los espacios naturales que nos recuerdan quienes somos, se están yendo al traste, ¿no? Vivimos una crisis ecológica global, pero no parece que estemos haciendo mucho para detenerla.

La destrucción del planeta, para decirlo sin eufemismo, es el resultado de la perversión de los sistemas económicos que cifran en la rentabilidad de la usura su único objetivo. El hiperconsumo occidental se ha convertido, como presagió en su día la lúcida cabeza de Pier Paolo Pasolini, en el nuevo fascismo, un sometimiento en términos absolutos a las necesidades que crea el mercado, el sojuzgamiento económico de los viejos sátrapas hoy sentados en los consejos de administración de las multinacionales, y, por qué no decirlo, con la complicidad invasiva de la propaganda publicitaria, esa infección retóricamente persuasiva de las renovadas dialécticas de la alienación.

¿Cuáles crees que son las principales amenazas?

La amenaza es obvia, la enunció Ginsberg a mediados de los años cincuenta en su Aullido: “…las mejores inteligencias de mi generación destruidas por la locura muriendo de hambre histéricos y desnudos… destruida la inteligencia y el conocimiento queda destruida toda esperanza tras el melancólico fracaso de las utopías de la emancipación”. Al sistema económico capitalista le resulta más fácil alcanzar los objetivos de depredación sistemática de los recursos del planeta sin la interferencia discursiva de la ética, de la reflexión filosófica sobre la condición temporal de lo humano, sin la filtración moral que en toda época ha supuesto la poética como resistencia al mal. Primero vinieron por los que disienten, luego por los poetas, continuaron talando los árboles que dan razón a la vida, y cuando terminen con la última unidad de pensamiento que aún perviva en la conciencia humana, volverán a hacer negocio con el máximo paroxismo de la violencia: la magia negra de la guerra.

Dada la situación, parece que se impone una nueva forma de relacionarnos con el planeta, ¿no?

Solo el anhelante deseo, como forma armónica de la aceptación entre la semejanza humana, podrá restituir la alianza emocional de los seres con la Naturaleza. Es ahí donde encontrará remedio a su soledad frente a los inútiles empeños de obtener felicidad a través de los irrisorios argumentos de la acumulación y el consumo, el renaciente esclavismo laboral, la indiferencia ante otro, el espejismo de un bienestar cuyo coste es la desgracia para millones de individuos.

¿Y qué tiene que decir la poesía sobre todo esto?

La poesía también tendrá algo que decir, creo yo, ante esta catástrofe, ante la tenebrosa mentira que articula sistemáticamente el poder sobre el bien colectivo entendido como defensa de la dignidad humana. Hoy, como en otras épocas, acaso sea la palabra, el lenguaje configurante de las poéticas de liberación, la que deba constituirse en un acto de radical delicadeza contra la soberbia obstinación de los mercaderes para regir el destino de la humanidad. En ese sentido, la nostalgia de porvenir que supone todo poema ha de llevarnos más lejos que el silencio cómplice tantas veces amparado por la degeneración romántica de la esperanza, la impotencia. Creer que la historia ha terminado es un auto enorgullecimiento inútil, el proyecto continúa, la vida afortunadamente continuará, incluso a pesar de nosotros. El gran sueño sigue vigente, y la desobediencia ante el ejercicio arbitrario de todo poder será la mejor herramienta para ayudar a construir la incierta casa de la verdad.

Se hace necesario redefinir la realidad a través de la palabra, de un nuevo lenguaje.

El permanente lugar donde poder recomenzar la discusión del mundo, reabrir de nuevo la posibilidad del sueño que vincula al poeta primitivo con el moderno, un redefinir la realidad en busca de una identidad colectiva que posibilite si no la superación de contradicciones entre el desarrollo que desemboca en la barbarie y los intuidos valores de una sociedad, que no establezca el conflicto como raíz ominosa de lo civilizatorio. Ese exceso de plusvalía y penuria que domina, en su paradoja, las relaciones sociales, la sobresaturación informativa del discurso político, la energía sin sentido de la competencia, la tachadura moral de las minorías, los débiles y los descontentos tras el hilo roto del concepto de solidaridad humana. Nada se puede esperar de las concepciones conservadoras que han llevado al planeta a una situación límite, acaso ya irreversible, como consecuencia de la depredación y la falta absoluta de respeto a la condición de la naturaleza humana, y a su hábitat, el analfabetismo ideológico de las clases dominantes para quien el tiempo de la historia es la condición efímera del usufructo aterrador e incontrolado del tiempo presente. La revolución próxima será ecológica o no será, es impensable una experiencia de futuro que no asuma radicalmente la sostenibilidad del planeta, la atención absoluta hacia la naturaleza y los animales, para quienes hemos convertido el mundo literalmente en un infierno. Es también a la poesía, como legislación invisible de la conciencia, a la que debe exigírsele una sensibilidad hábil para el razonamiento hoy inevitable de la problemática ecológica. Como plantea Gary Snyder, no debemos tratar de dominar la naturaleza, sino de participar en ella. Escribir, como tejer, es reconstruir la protección moral ante la intemperie, una amistad entre la comunidad humana, los animales, el ser inmóvil de los árboles y su paisaje poblado de símbolos, el aire como primera salud de un bien. Ya casi todas las ideas a ese respecto han sido pensadas, ahora ya solo cabe pasar a la acción, los ecologistas de hoy son la única sabiduría del presente y sin duda los bienaventurados del futuro.

La poesía, la palabra, se convierte en una forma de resistir.

Pienso que el trabajo poético, como todo trabajo artístico, tiene algo que ver con una nostalgia de futuro y la nostalgia de futuro sucede como acto de pensamiento ante una revisión crítica del presente. Es decir, tras el derrumbe melancólico de las utopías del pensamiento, de las utopías emancipadoras y liberadoras de la condición humana, la literatura ha sido una permanente aliada, como señalaba Walter Benjamin. Es decir, un discurso que no parte de las raíces del pesimismo, sino del motor crítico de la necesidad de reflexionar desde el lenguaje como una toma de conciencia de la realidad que signifique una anticipación. Esa anticipación, no siempre comprendida desde el tiempo presente, convierte la poesía en un discurso, en una dialéctica constructora de porvenir. Es obvio que el planeta se enfrenta en estos momentos, posiblemente, a uno de los estadios de mayor gravedad respecto a la continuidad sostenible de la vida tal como la hemos concebido hasta nuestro presente. En ese sentido, ¿qué puede hacer la palabra? Pues la palabra puede devolver, puede reabrir el discurso, volver a situar la reflexión en el lugar esencial que le corresponde, que es el del lenguaje, el de la filosofía, el del pensamiento, frente a un discurso dominante en el que solo la usura, la rentabilidad, las plusvalías, es decir, la imposición omnímoda del discurso de los mercaderes en la sociedad del capitalismo avanzado, ha reducido todas las actividades del pensamiento a un mero sujeto decorativo, que acompaña plácidamente al desastre.

Sin embargo, la poesía ahora solo está en la periferia, no en el centro de nuestro vida.

Creo que a través de la historia de nuestra cultura, y frente al concepto civilizatorio de que es la inteligencia humana la que ha establecido una suerte de pacto natural con el medioambiente, es obvio el anhelante vínculo que ha tenido a través de la poesía, la oda, la égloga, como diálogo con la naturaleza en estos momentos. Se ha producido un rotundo desplazamiento, en el que la poesía forma parte de los discursos periféricos del conocimiento y su tarea pueda pasar precisamente por reabrir la discusión, es decir, hacer retornar al lugar del lenguaje aquello que ha sido ocupado de una manera absoluta por la dialéctica de lo político, por el discurso político, por la propaganda de lo político y por la contingencia no ideológica de lo político, sino lo político como una estrategia por la toma del poder, y no como una reflexión profunda sobre la condición del hombre y la responsabilidad, de la persona, perdón, no del hombre, que ésta tiene para hacerse cargo de la naturaleza, no como un bien que esté a su libre disposición, sino desde la responsabilidad de su cautela, es decir, el mínimo usufructo de la sobrevivencia y no de la explotación de los recursos. La naturaleza no está ahí a nuestro alcance para usufructuar de ella sin ningún otro miramiento que no sea el de la rentabilidad e integrarla en los discursos dominantes del economicismo, sino que la naturaleza es configurante y está al mismo nivel de pensamiento que lo está la dignidad humana. Es decir, la dignidad humana surge no sólo de una reflexión ética sobre la condición de la persona, sino de su relación con el medio.

Los humanos actuamos casi siempre como si fuéramos los únicos habitantes del planeta.

La conciencia es el conocimiento que uno tiene de sí mismo y de los demás, pero la ecología viene a llamarnos la atención de que es también el mundo de lo natural, es el mundo de los animales, es el mundo de las otras criaturas, hacia el que hay que extender el concepto de la otredad. La otredad ya no es solo el semejante, aquel que lleva inscrito en la frente el signo de la igualdad conmigo, sino también el signo de la diferencia, el de las otras criaturas que personifican también, simbólica y realmente, las otras manifestaciones de la vida. Entonces este panteísmo no profético, sino que un panteísmo moral, creo que la poesía ha ayudado históricamente a hacerlo palpable. Yo creo que en la historia de nuestra cultura, la presencia súbita de lo que significó San Francisco de Asís en su relación con la conciencia de las criaturas animales, de lo que significó Walt Whitman en relación a la mirada sobre el paisaje humano, lo que sigue significando en Lorca la presencia irradiante de símbolos de los seres diminutos, de aquellos que no están aparentemente representando un rol en el gran teatro del mundo, convierten a la poesía en un lenguaje de la delicadeza humana que integra tanto al árbol, al árbol metamorfoseado en persona, en un ser portador de los mismos derechos que nos otorga. La naturaleza nos otorga el derecho a la vida y nosotros privamos de la vida a la naturaleza. Volver a esa reciprocidad creo que solo se puede hacer a través de una profunda reflexión moral con la herramienta de la lengua, porque las palabras son las etiquetas de las ideas. Idea que no encuentra su etiqueta es idea perdida. Entonces, aunque tengamos clara conciencia del desastre, si no lo nombramos, si no nombramos esa zona catastrófica, estaremos abocados una vez más a la gran miserabilidad de nuestra época, que es su relación con la memoria y el olvido. Si olvidamos de dónde venimos y olvidamos la dependencia absoluta que hemos tenido de la naturaleza, la naturaleza terminará olvidándose de nosotros por ser sujetos ciertamente exógenos a la propia dinámica.

Cuando hablamos de los efectos del cambio climático, algunos creen que esos efectos serán para la Tierra, sin darse cuenta de que somos nosotros los principales perjudicados. Que al planeta, como tal, le da igual.

Sí, ciertamente. El lenguaje del árbol se personifica en la voz humana, es decir, los derechos de la naturaleza están amparados aparentemente en códigos jurídicos que no son otra cosa que serrín, pero es el lenguaje humano el que articula la gran reflexión sobre la sostenibilidad que nos posibilita el hecho de pensar, el hecho de seguir imaginando los horizontes significativos de un porvenir en el que es indisoluble la alianza entre la condición humana y la condición de todas las formas de vida que habitan el planeta, en un sistema sostenible, en un ecosistema, posibilitado la racionalidad con la que tú y yo estamos hablando ahora.

En un mundo de espanto en muchos sentidos, ¿sigue siendo necesario buscar la belleza? Y cuando hablo de belleza, hablo también de bienestar humano, hablo de ética y hablo de todo.

Sí, sin duda alguna. El progreso vinculado al concepto de barbarie en las sociedades del capitalismo avanzado se opone radicalmente al concepto de civilización como un pacto armónico en las sociedades emancipadas y, en ese sentido, el concepto de belleza, que ha sufrido transformaciones como todos los sucesos evolutivos que afectan a la vida en nuestro planeta, también las ideas y las ideas estéticas han ido evolucionando y generando nuevas necesidades. Se han convertido en herramientas, que no en armas, en herramientas fundamentales para acceder a otro estado de conocimiento y transformación de la realidad. El concepto de belleza hoy podría estar vinculado a la necesidad de restablecer un principio armónico de convivencia entre las partes, un nuevo contrato ético y moral entre los sujetos de pensamiento, que son las personas, y los sujetos de vida, que son los bosques y los animales. Y, por tanto, la necesidad de cuidar, mantener, no solo las zonas obvias, de lo visible, que todos tenemos presentes, frente a la depredación y la usura de las multinacionales, sino esa otra cotidiana presencia invisible, que es algo tan sencillo como el aire que respiramos, que es lo que posibilita definitivamente la continuidad de nuestro proyecto espiritual sobre la Tierra. De la misma manera que tenemos clara cuál es la repoblación forestal del planeta para su sostenibilidad, la poesía puede situarse en esa zona donde el lenguaje contribuye a la repoblación espiritual del mundo, que creo que son dos tareas paralelas y no excluyentes.

Y como ciudadanos, ¿qué podemos hacer?

Bueno, yo no soy un militante ecologista, sino un ciudadano que sintoniza abiertamente con el desafiante pensamiento ecologista. Yo soy muy amigo de Jorge Riechmann y suscribo en su totalidad la lucidez de su pensamiento, que no solo es el correlato ideológico de una clarísima concepción sobre la responsabilidad que tenemos frente al tiempo presente y la heredad de lo futuro, sino que además lo ha llevado a la práctica y que se hace visible en su extraordinaria poesía. En ese sentido, yo creo que, como ciudadano, no nos queda otro lugar que el de asumir la responsabilidad individual frente a lo colectivo, una responsabilidad que, creo, pasa hoy por un acto de delicada resistencia. Una delicada resistencia, digo delicada, frente a los actos de fuerza que representa la obsesiva dedicación del poder por mentir, por establecer la mentira como discurso de lo cotidiano. Creo que, efectivamente, un ciudadano consciente hoy mínimamente de su lugar en el mundo ha de asumir como propio, como desafiante y a la vez configurante en su manera de participar del conflicto social, la responsabilidad que le atañe en la gestión cotidiana de su relación con la naturaleza. Creo que no hay compromiso político, que no hay compromiso ideológico, que no hay compromiso estético, que no hay compromiso moral, que pueda ser considerado como tal si no integra en él de manera radicalmente configurante el desafío del ecologismo.

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Comentarios

  • Ricardo

    Por Ricardo, el 30 julio 2018

    Me parece sobresaliente y lúcida la palabra,del poeta

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