¿Conoces el cuerpo de tu padre, su piel, sus emociones?
¿Qué relación he tenido corporalmente con mi padre? ¿Conozco su cuerpo? ¿Lo conoces tú? El género (y el capitalismo) han sido la estafa de generaciones y generaciones de padres. Papá es un cuerpo marcado por una idea férrea de la masculinidad y ahora las emociones le estallan en la carne sin poder expresar plenamente su vulnerabilidad. Vive en el conflicto. Otra entrega de nuestra sección a dos voces. Diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.
Me acuerdo perfectamente del momento en el que mi padre se volvió corporal ante mis ojos. Tenía yo unos 14 años y él tuvo un accidente con una máquina con la que casi pierde un dedo. Recuerdo la sensación extraña en el cuerpo. Mi padre, de repente, tenía carne y esa carne se hería, sangraba, podía morir. Recuerdo también apoyarme en el marco de la puerta y llorar. Cierta parte de mi padre (la invulnerabilidad), efectivamente, había muerto.
Desde entonces, hay un pensamiento que no me abandona: ¿Qué relación tuve corporalmente con mi padre? ¿Conozco el cuerpo de mi padre? ¿Lo conoces tú? Susan Bordo comienza su libro The male body hablando del desconocido cuerpo de su padre: nunca lo ha visto desnudo, no conoce sus nalgas y mucho menos su pene. ¿Cuántos de vosotros y vosotras podríais decir algo distinto? Salvo casos particulares, podría considerarse que el padre existe como presencia descarnada durante gran parte de nuestra vida.
Cuando escucho la canción Papá de los chicos de Afrodito se me remueve el cuerpo. “Tu tacto se concretaba en una palmadita, una bofetada. Desconozco tu piel, papá, eres un cuerpo sin cuerpo, papá. Eres un amor prohibido, forjado con premio y castigo”. Desconocemos el tacto de la piel paterna. El cuerpo del padre, como decía Analía en su último artículo, queda por pensarse.
El cuerpo del padre
La masculinidad, cuando está encarnada, se comunica a través del cuerpo. Lo hace a través de códigos, discursos y prácticas corporales. La dirección de esta comunicación es doble: hacia fuera y hacia dentro. El hombre debe comunicar a la familia, al grupo de amigos, al jefe, etcétera, y también debe comunicar al espejo.
Pero esa comunicación no siempre es la misma. El cuerpo es una construcción sociohistórica (como defienden autoras como Thomas Laqueur o Judith Butler, por mencionar solamente dos) y, como tal, se mueve, se cuida, se entiende desde el momento cultural que define cada época. Nuestros padres son cuerpos marcados por una idea de la masculinidad definida negativamente: no ser mujer, no ser niño, no ser homosexual. Y así, solo han sabido qué no hacer, cómo no comportarse, qué evitar.
El sentido positivo de la masculinidad de nuestros padres se fija en sus padres (nuestros abuelos) y se construye como contracara de la mujer, el niño y el homosexual. Frente a la vulnerabilidad, la dureza. Frente la dependencia, la autosuficiencia. Frente a los cuidados, el riesgo. Y así, en un largo y deprimente etcétera.
Nuestros padres aprendieron de nuestros abuelos que el cuerpo que se permite tener el hombre es un cuerpo laboral, hecho para resistir y trabajar. Sin achaques, sin dolores; y que la única vulnerabilidad que se permite es la de la cicatriz de la guerra. A nivel sexual, su cuerpo es un cuerpo viril y siempre activo. Pero nunca un cuerpo vulnerable. Nuestros abuelos eran duros. Nuestros padres lo intentaron, pero no terminaron de creerse ese modelo.
Nuestra época, donde la emoción empieza a ser permitida, fractura ciertas defensas de nuestros padres. Ya no saben dónde están, qué sentir y qué está bien. A nuestros abuelos todo esto de las emociones les pilla ya muy mayores (o no les pilla ya). A nuestros padres, sin embargo, los mensajes les hacen mella. Ya no creen en la absoluta ausencia de emociones de la generación anterior. Pero tampoco tienen herramientas para poder expresar las suyas. Viven en el conflicto.
La vulnerabilidad del Padre
Nuestros padres ahora viven en una época en la que la vulnerabilidad corporal ya no se invisibiliza, sino que está presente socialmente (e incluso existe una industria para ello). Según pasa el tiempo, el cuerpo envejece y el padre comienza a tener las carnes caídas, el pene flácido e incontinencia urinaria. Y lo sabe él, y todo el mundo. De hecho, la televisión no para de recordárselo: Viagra, injertos capilares o cirugías estéticas. El mundo le recuerda que su carne envejece, y un discurso capitalista del Yo-Marca le remata diciéndole que si es débil es un fracasado.
Este momento abre una crisis. La masculinidad de nuestros padres no es la de nuestros abuelos. El abuelo nunca preparó a mi padre para el choque de la edad. Nunca le enseñó a saber encajar el gatillazo, la caída de la libido o la postración en cama que lo inhabilita. ¿Quién es el padre si no puede trabajar, no puede follar ni puede ser independiente?
Tampoco enseñaron a nuestros padres a poder comunicar desde la sinceridad y la emoción la vivencia de la vulnerabilidad. El padre entonces se dirime en el conflicto de verse cada vez más cuerpo, pero no puede comunicar el miedo y la emoción sin sentirse ridículo.
Como consecuencia, multitud de hombres comienzan a buscar formas de evadir esta corporalidad vulnerable. Últimamente, comenzaron a aparecer cada vez más grupos de hombres de 50 años que deciden comprarse una bicicleta, un peto ciclista y salir a pedalear por la carretera los fines de semana. Grupos de ciclistas de mediana edad en crisis llenan los bares de los pueblos de carretera cada finde.
Otra versión de esto mismo es el hombre de 50 y pico años que se vuelve un runner. También están los padres que se apoderan de la cocina y comienzan a preocuparse por la comida sana. Nuestros padres de repente tienen cuerpo, un cuerpo que les estalla en la cara, en su vulnerabilidad y tienen que aprender a cuidarse (recordad que el hombre nunca ha aprendido a cuidar, ni a los demás ni a sí mismo) para eludir la vejez.
La última generación
Por suerte, parece que nuestros padres podrían formar parte de la última generación que no tiene cuerpo. Últimamente se escuchan muchos relatos de paternidades responsables que comienzan a transmitir a sus hijos e hijas otra forma de ser, más real, abierta y comunicativa. Abandonar el analfabetismo emocional fue el reto de la generación de nuestros padres.
Ellos también fueron, quizá a destiempo, la última generación de una vida sacrificada a los hijos. El mito de la familia nuclear como destino vital es la estafa que encerró a padres (y madres) en vidas dedicadas al trabajo y a los cuidados de la siguiente generación. El resultado es penoso: ninguna vivió su vida.
Mi generación (y quizá la de muchos contemporáneos de nuestros padres y hermanos mayores en diferentes partes del mundo) cuestiona una vida dedicada al trabajo y al amor romántico. Luciano Luterau opina que nuestras generaciones son las que miran a los padres y dicen: “no quiero ser como ellos”. A nosotros ya no nos cuadra del todo el proyecto vital de antaño. En nuestro caso, tiene que ver con que nuestra generación (los nacidos desde mediados de los 80) es una generación hiperexplotada, precaria y sin ningún tipo de esperanza de estabilidad vital. Pero también tiene que ver con que ese proyecto de vida tiene cada vez menos sentido. Y es normal sentirse así frente a los padres.
Yo veo la cara de mis padres y noto una sensación de estafa y de tiempo perdido. Nuestros padres tienen en su cara una mirada cansada. Ha sido todo mentira. La masculinidad férrea solo les ha lastrado. El trabajo no les ha dignificado. Las hipotecas no han sido la salida a la incertidumbre. El analfabetismo emocional únicamente les genera frustración y sensación de soledad.
El género (y el capitalismo) fueron la estafa de generaciones y generaciones de padres. ¿Cuál será la nuestra?
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