Consumo crítico: no somos solo consumidores, sino sobre todo ciudadanos

¿Puede hablarse de un movimiento de consumidoras propiamente dicho?, ¿o se trata más bien de apelaciones centradas en el consumo por parte de otros movimientos sociales, como los feministas y ecologistas?. Foto: Pixabay.

Terminamos aquí las ‘Lecturas de Verano’ a partir de libros recientes que ‘El Asombrario’ valora de forma especial. Hoy os hacemos llegar la clarificadora introducción del libro ‘Consumo Crítico. El activismo rebelde y la capacidad transformadora de la solidaridad’ (Catarata Editorial), elaborado por el colectivo ‘Carro de combate’, que persigue un ejercicio más consciente y solidario de nuestros actos cotidianos.  

“Más que crear productos, lo que el capitalismo de consumo hace es crear necesidades” (Jesús Ibáñez).

Mientras escribimos estas líneas se cumplen diez años desde que comenzamos a pensar en Carro de Combate, un proyecto que saldría a la luz el 1 de mayo de 2012. Desde sus orígenes, nació con la convicción de trabajar en torno a una idea: consumir es un acto político. El discurso hegemónico nos anima a ser totalmente irresponsables de las consecuencias que la actividad económica genera, actividad de la que participamos cuando adquirimos productos y servicios. Nosotras nos propusimos desvelar los impactos socioambientales asociados a nuestro consumo y nuestros estilos de vida; desde esa aspiración, comenzamos a realizar informes monográficos e investigaciones en profundidad que desgranan los impactos del modelo de producción y consumo en diferentes sectores de la economía; así llegamos al convencimiento de que los efectos negativos de la economía –externalizados y por tanto no incluidos en los balances contables de las empresas– afectan no sólo al empeoramiento de las condiciones laborales y a la pérdida de valiosos ecosistemas, sino a todos los órdenes de la vida humana: la forma en que nos relacionamos, la salud, la posibilidad misma de una vida digna y de un futuro.

El consumo es un acto político en tanto que, detrás de cada acto de consumo, siempre hay productores, así como siempre hay ecosistemas afectados. Si esto es así, entonces la primera batalla es la de la información, para que, frente a las mentiras y medias verdades de la publicidad y a la opacidad de las empresas, podamos escoger las mejores opciones disponibles en nuestro día a día. Al fin y al cabo, esos gestos cotidianos de consumo nos hacen cómplices de estructuras que son profundamente desiguales, atravesadas por el sexismo, el racismo y el colonialismo, y sostenidas gracias a una violencia constante sobre cuerpos y territorios. Porque, como veremos en este libro, la ideología del consumismo ha sido fundamental para debilitar los procesos de resistencia al capitalismo.

Parece evidente que es necesario un cuestionamiento de nuestros hábitos de consumo, visibilizando los impactos que tiene ese modelo económico que nos necesita consumiendo cosas que no necesitamos para seguir produciendo como si el planeta tuviese infinitos recursos. Creemos que tomar consciencia de los efectos indirectos y no deseados de nuestras acciones es un proceso que puede llevar a una toma de conciencia política, así como a ensayar diferentes formas de esquivar ese sistema injusto, inventando o recuperando formas alternativas de producir, distribuir y consumir. En definitiva, pensamos que un cuestionamiento crítico del consumo es una buena entrada para afrontar la batalla cultural contra las estructuras patriarcales y supremacistas que sostienen un orden mundial cada vez más desigual y violento. Pareciera que el capitalismo ganó por goleada la disputa ideológica. Sin embargo, su victoria no es tan aplastante ni está tan afianzada como a veces creemos; y en los convulsos y cambiantes tiempos que vivimos, no podemos afirmar que la enorme asimetría de fuerzas existente signifique que las estructuras no pueden cambiar. Antes bien: es muy probable que las cosas cambien.

Sin embargo, nos fuimos dando cuenta con el tiempo de que promover el consumo responsable, así enunciado, entrañaba un riesgo nada desdeñable: que la responsabilidad se deslice del lado del consumidor, en lugar de asumir que, aunque seamos responsables, lo son mucho más las empresas que deciden qué modelo de producción y distribución reproducen –que en gran medida determina las posibilidades reales del consumidor–, así como de los gobernantes que sucumben a su influencia –cuando no, directamente, a la corrupción– y sostienen marcos legislativos e institucionales que sistemáticamente favorecen a grandes corporaciones en detrimento de los pequeños y medianos productores y distribuidores, así como de la ciudadanía en su conjunto.

Por eso, terminamos abandonando la expresión consumo responsable, o al menos, la usamos cada vez menos y la vamos sustituyendo por consumo transformador, consciente, solidario y, sobre todo, consumo crítico. Somos responsables de nuestro consumo, sí, pero esa afirmación requiere de muchos matices. El término responsabilidad procede, etimológicamente, de respuesta: es la capacidad de dar respuesta ante determinada situación. Una persona de clase trabajadora, agotada por infernales horarios y expuesta a miles de impactos publicitarios cada día, ¿tiene realmente la capacidad de responder ante un sistema que nos impele a consumir frenéticamente? Lo cierto es que sus opciones son limitadas, y que las consecuencias de sus decisiones de consumo son infinitamente menores que las consecuencias de las decisiones que tome un cargo político con el poder como para imponer los criterios de la compra pública verde en una institución, o un CEO de una empresa contaminante que tiene la capacidad de tomar decisiones que en efecto dan respuesta ante una situación de contaminación o de exceso de embalajes. Hablar de consumo responsable nos permite confrontar el imaginario de irresponsabilidad del discurso publicitario, pero de alguna forma parece igualar responsabilidades, y en ese sentido, puede terminar reforzando la ideología neoliberal que culpabiliza a los individuos por circunstancias que son sistémicas. Por eso optamos por hablar de un consumo que es crítico con el modelo de producción.

Puede que el propio apelativo de consumidor/a sea cuestionable, en el sentido de que contribuye a que interioricemos que somos aquello que pretende el sistema: gente “que consume”, que “adquiere productos”, según el Diccionario de la RAE, y no ciudadanía. Por eso, como veremos, algunos movimientos en torno a la soberanía alimentaria apuestan por utilizar el término comensal, poniendo el acento en el propio acto de comer y de compartir la comida con otros en la mesa.

El consumo, al ser un acto tan cotidiano como necesario, ofrece posibilidades concretas de modificar la realidad a nuestro alrededor. Lo importante es entender que, si el consumo es un acto político, no podemos pensarlo fuera del colectivo. No basta con modificar las pautas individuales de consumo, sino que debemos organizarnos, vincularnos, conocernos, intercambiar formas de acción y de ver la vida que van contracorriente. Debemos mirar al Sur global, debemos escuchar a quienes sufren opresiones más severas que las que sufrimos nosotras, y no sólo porque es cuestión de justicia, sino porque es observando qué ocurre con las personas más oprimidas que podemos entender realmente cómo funciona el sistema en el que estamos inmersas. Pongamos un ejemplo sobre el que volveremos en el Capítulo 3: muchas personas con conciencia social, al conocer las condiciones laborales y los abusos de todo tipo que viven las temporeras de la fresa en Huelva –muchas de ellas, migrantes marroquíes, pero también trabajadoras autóctonas y personas migradas de diferentes procedencias–, deciden hacer boicot y dejar de comer fresas para no contribuir con su consumo al mantenimiento de estas condiciones deplorables. Sin embargo, al hablar con las temporeras, escuchamos que ellas no quieren que hagamos boicot: que, si lo hacemos y disminuye la demanda de fresas y frutos rojos, ellas pueden perder sus empleos y quedar en condiciones mucho más precarias. Vale más la pena, entonces, apoyar a las temporeras que se están organizando como Jornaleras de Huelva en Lucha, con apoyo económico, visibilización o de la forma que cada cual encuentre, al tiempo que nos informamos de dónde conseguir fresas producidas con un mayor respeto a los derechos de estas mujeres y del entorno ambiental.

¿Un movimiento de consumidoras?

Este libro pretende dar cuenta de las luchas que, en el pasado y en el presente, han utilizado el consumo como herramienta para lograr cambios concretos en la realidad. Lógicamente, no hablamos aquí de los movimientos de consumidores, a veces llamados ‘consumeristas’, centrados en la defensa de los intereses o derechos de los consumidores –a los que también nos referiremos en estas páginas–, sino de formas de activismo más amplias, que no sólo se preocupan de los derechos del consumidor sino de todos los implicados en la cadena de producción, incluyendo la naturaleza no humana. Pero ¿puede hablarse de un movimiento de consumidoras propiamente dicho?, ¿o se trata más bien de apelaciones centradas en el consumo por parte de otros movimientos sociales, como los feministas y ecologistas? Esas preguntas han recorrido la elaboración de este ensayo, a modo de interrogantes abiertos que no pretendemos resolver, sino que, creemos nosotras, puede servir como disparador para nuevas reflexiones.

Para ello, el primer capítulo intenta, con la brevedad necesaria en un libro de estas características, realizar un recorrido histórico en torno a la noción de consumo y las diferentes luchas; esa panorámica se completa en el segundo capítulo, centrado en una forma específica de activismo desde el consumo: el boicot. Los cuatro siguientes capítulos abordan sendos sectores de la economía en torno a los que ha florecido toda una miríada de alternativas: la alimentación, la moda, la energía y el Big Data. En cada uno de esos sectores existen alternativas que arraigan con fuerza en los espacios asociativos, mientras las grandes empresas que controlan el sector tratan de proponer falsas soluciones maquilladas de ecologistas, feministas o socialmente comprometidas. El séptimo y último capítulo se centra en esta disputa entre falsas soluciones versus alternativas potencialmente emancipatorias, y retoma nuestra pregunta acerca de la existencia de un movimiento de consumidoras.

Hemos participado en la redacción de este libro tres de las integrantes del colectivo Carro de Combate: Laura Villadiego, Brenda Chávez y Nazaret Castro. Más que un texto escrito entre todas, se ha tratado de un proceso de pensamiento y reflexión conjunto, pero que se ha plasmado en diferentes capítulos elaborados individualmente por cada una de las autoras. En este caso, hemos preferido conservar el estilo y la intención de cada una de nosotras tres, en lugar de homogenizar todo el texto. Esta opción es la más coherente con el proceso de escritura del texto y con nuestra propia diversidad como autoras, que compartimos los principios políticos y epistemológicos que articulan este texto –y el proyecto de Carro de Combate en su conjunto–, pero que lo hacemos aportando ópticas y énfasis diferentes.

Una última puntualización. Nos gusta insistir en que debemos ser cuidadosas con la aspiración de ser absolutamente coherentes con nuestros valores éticos y principios políticos a la hora de consumir. Si bien las opciones reales de cada persona estarán muy determinadas por su lugar de residencia, clase social y muchos otros condicionantes individuales y sociales, en plena madurez del sistema capitalista, y más si se vive en un entorno urbano del Norte global, es muy difícil evitar el consumo de bienes o servicios cuyas cadenas de producción y distribución están plagadas de violaciones de los derechos humanos y de la naturaleza. En ese contexto, pretender ser absolutamente coherentes puede desviarnos de la lucha, en dos sentidos: el primero es que podemos caer en la frustración, y acabar por concluir que no sirve de nada este tipo de activismo; el segundo es volvernos fundamentalistas, y pretender que todos los demás deben seguir criterios semejantes, olvidando no sólo las condiciones materiales de otras personas, sino también que no todas estamos en la misma fase en lo que tiene que ver con nuestra conciencia política y ecológica. Más aún: tal vez esa persona a la que es tan tentador criticar por consumir plástico de un solo uso está haciendo mucho más por el sostenimiento de la vida en el barrio que nosotras mismas; y no llegaremos a entenderlo si nos alzamos desde la torre de la superioridad moral.

Ocurre que, en la práctica, alcanzar un equilibrio entre no caer ni en el fundamentalismo militante ni en el cinismo del “todo vale” es complicado, y no hay recetas universales, porque ese equilibrio es muy personal. Creemos, no obstante, que hay una máxima que puede guiarnos a todes: apostar por la organización colectiva, por los vínculos. No es lo mismo comprar un producto etiquetado como ecológico en un supermercado convencional que obtenerlo en un emprendimiento de la economía social donde nos pueden decir quién hizo el producto y por qué es una buena alternativa. En ese diálogo, no sólo se están modificando las pautas de consumo: también se están conformando nuevas relaciones personales que permiten acercarnos a un horizonte que, estamos convencidas, es clave: recuperar comunidad.

Ese es, al fin y al cabo, el principal objetivo de Carro de Combate, así como de muchas otras formas de activismo ancladas en el consumo: desandar el camino de la fetichización de la mercancía de la que habló Karl Marx en el siglo XIX. Se refería con esa célebre expresión al modo en el que, en el sistema capitalista, se ocultan las relaciones personales que existen entre productores y consumidores. Un vestido de Zara no es solo una mercancía que se compra a cambio de un cierto precio; es, también y sobre todo, un objeto que alguien cosió, empleando materiales que la tierra produjo y alguien recogió, y cuyo valor se extrae gracias al trabajo coordinado de un gran número de personas. Nuestras sociedades capitalistas se relatan a sí mismas, desde el exitoso imaginario neoliberal, como un mundo más individualizado que nunca; sin embargo, nunca antes hemos estado más interconectados, y nunca esas interconexiones habían provocado tanta desigualdad. Una realidad que sólo se ha profundizado con la pandemia: según un informe de Oxfam de 2021, los súper ricos han recuperado las pérdidas económicas provocadas por la situación sanitaria en un tiempo récord, mientras miles de millones de personas vivirán en una situación de pobreza por al menos una década.

En los inicios de la pandemia, cuando millones de personas en todo el mundo se vieron obligatoriamente confinadas en sus casas, mucha gente hizo una reflexión sobre el consumismo, sobre el valor de las cosas cotidianas que en aquel momento habíamos perdido, sobre lo esenciales que son algunos trabajos, unos pocos, casi siempre, los peor pagados y más feminizados. Pocos meses después, pareciera que predominó el deseo de volver a esa vieja normalidad que ya no puede ser, porque el planeta ya nos grita de forma muy clara –y la propia pandemia fue la mejor prueba de ello– que es urgente acabar con la aspiración del crecimiento económico constante. Sin embargo, vivimos en un momento histórico de grandes cambios, donde la última palabra no está dicha, y cada experiencia desde la producción ética y desde el consumo solidario se conforma como una pequeña utopía del cotidiano; como un laboratorio de experiencias desde donde ensayar otras economías posibles. Esperamos que las páginas que siguen sean inspiradoras para esos cambios –a la vez sistémicos y anclados en la cotidianidad– que necesitamos de forma cada vez más urgen

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