Contra la impaciencia del deseo y las urgencias de las citas

Foto: Pixabay.

En tiempos póstumos, de citas al paso y aceleración de todos los vínculos, para confluir en el placer hay que tomarse un pequeño respiro, dar un paso atrás y dejar que el otro, la otra, construyan su propia ilusión, sin asaltarlos con nuestras urgencias. “Hay que dar al otro/la otra el espacio para construir su propio deseo”.

Entre las malas costumbres que nos deja este tiempo dominado por las urgencias del porno online –que es también el de la aceleración de todos los vínculos– hay una que nos juega malas pasadas a la hora de ligar y gozar, y es la de dejar que triunfe la impaciencia de nuestro deseo. El proceso de construcción del deseo es, en realidad, un proceso de doble vía en el que ambas deben recorrer su trayectoria completa hasta confluir en el placer.

La multiplicación de herramientas de online dating y la aparentemente inacabable cantidad de estímulos de la sociedad actual, hoy sumadas a la sensación de tiempo póstumo, nos inducen a creer que todo es “ahora o nunca”, y a tirarnos a infinidad de piscinas sin agua.  ¿Qué más da? Si hay una piscina junto a la otra y en alguna terminará habiendo agua, parece ser nuestra razón para seguir (a)saltando. Como en El nadador de Cheever, pero en lugar de avanzar a chapuzones, ir encadenando golpes contra el fondo seco; en el mejor de los casos, representados por sonrisas de compromiso del otro/la otra, un ghosting bien fantasmagórico o una huida despavorida.

Días atrás, volví a pensar en el valor de esta vieja recomendación: “Hay que dar al otro/la otra el espacio para construir su propio deseo”. Fue cuando salí con una amiga muy joven, de unos veintipico (casi nacida en la era Tinder y de la pornourgencia) y ella advirtió que, tras meses sin interesarle nadie, de repente, se sentía atraída por el bartender. Estábamos sentadas en la barra, por lo que podíamos interactuar cada tanto con él (el chico era muy amable, pero estaba muy ocupado), así logramos que él se interesara por la actividad de ella y yo llegué a mencionar: “Qué bueno, podéis quedar en contacto para que él te pase info de tal y tal”.

Ella, hija de su tiempo, quiso confesar la atracción (tirarse a la piscina sin medir la profundidad del vacío), porque decidió que no quería comenzar una larga conversación de rodeos, por mensajería, un día o dos, después. Me preguntó qué me parecía y yo opiné que el camino del whatsapp posterior, sobre asuntos compartidos, ya estaba garantizado, pero que cada una puede intentar lo que le plazca, si no tiene ganas de maquillar el ligoteo. El caso es que, de súbito, ella le lanzó un “eres bello”. Y, él, quién sabe si abochornado, acorralado o desinteresado, le contestó: “Gracias”.  A secas.

Huelga aclarar que no hubo intercambio de teléfonos ni más conversación. Funde a negro.

Si hoy no puedes, pues te borro

Sin dudas, todas estamos en nuestro derecho de ensayar originales saltos a las piscinas y no hay por qué acertar, mucho menos avergonzarse. Jamás hay que avergonzarse por expresar lo que sentimos (ese es mi lema de cabecera). Sin embargo, sí podemos pensar si nos hace falta o no constatar una y otra vez que el fondo está duro, porque hemos vuelto a tirarnos sin red. Vaya a saber qué pasará si esperamos a que haya agua, o si terminaremos haciendo tiempo y la piscina nunca llegará a llenarse de agua, me dirán. Es verdad: a veces, esos comienzos de aparente juego de seducción, por Whatsapp, se van diluyendo en un aburridísimo rodeo que en lugar de acercarse a algún centro común va divergiendo cada vez más.

Veo, en el otro extremo, el accionar Tinder de usar y desechar, o de intentar rápidamente una cita y pasar a la siguiente, sin gracia ni atención, ni vuelta atrás: “No puedes hoy, pues te borro” (en general, así lo usan muchísimos chicos, no vamos a engañarnos).

Entre ambas posibilidades, se levanta el sintagma “construir el deseo”.

Ocurre alguna vez que nos lo permitimos, porque algo –que quizá no podamos explicar– parece un nudo menos laxo; esta vez no es la puerta de emergencia por la que nos hacen lugar para entrar, sino una puerta que parece la principal. Entonces, decidimos no apostar el todo por el todo al instante, sino establecer una distancia que nos permita –a ambos– levantar ese deseo con materiales sólidos. Puede durar unas horas, un día o una semana, no lo sabemos, pero nos alcanzará para sentir que la ausencia no hizo que nada se desvaneciera; al contrario, las ganas crecieron. Hemos tenido tiempo de imaginarlo. La ilusión del placer puede volverse, en pocas horas, gozo tangible. La ansiedad de lo repentino desaparece, porque ambos saben que llegarán con un consentimiento recíproco. Hay agua en todas las charcas que alimentan las piscinas; las cosas se deslizan. El encuentro es, entonces, reencuentro.

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