Cómo convertirnos en buenos lectores… de paisajes

La Torre de Hércules fotografiada por Antonio Saldoval Rey, autor de 'La Torre'.

La Torre de Hércules fotografiada por Antonio Saldoval Rey, autor de ‘La Torre’.

La Torre de Hércules fotografiada por Antonio Saldoval Rey, autor de 'La Torre'.

La Torre de Hércules fotografiada por Antonio Saldoval Rey, autor de ‘La Torre’.

El escritor, comunicador ambiental y ornitólogo gallego Antonio Sandoval Rey, autor de obras como ‘¿Para qué sirven las aves?’ (Tundra) , nos muestra en su nuevo libro, ‘La Torre’ (Kalandraka), el valor de saber mirar e interpretar los paisajes para hallar equilibrio y respuestas entre tanto aturullamiento humano. Y lo hace paseando alrededor de un entorno lleno de riqueza natural e histórica, de belleza y mitología: la Torre de Hércules, en A Coruña.

El autor nos explica la motivación de La Torre: “Quienes vivimos en A Coruña tenemos un tótem, que es la Torre de Hércules, el faro más antiguo del mundo en funcionamiento. Un tótem-faro cuya presencia y luz orientan nuestra navegación en múltiples sentidos, también en el de los rumbos del futuro. Todo ello convierte ese lugar en un paradigma extraordinario de nuestra relación con los paisajes. Un tema que considero capital y quería explorar desde la literatura”.

“Este libro es la narración literaria de un paseo real, de un día completo, alrededor de la Torre, un territorio que, a la vez que muy rico en biodiversidad, está repleto de relatos históricos y mitológicos, y en consecuencia de estímulos para la reflexión, la evocación y la imaginación. Así es como en mi paseo, en mi texto, surgen, a medida que camino y escribo, multitud de temas que se van entretejiendo. Eso es lo que intento transmitir, ese diálogo mío con ese lugar tan especial. Al comienzo del libro me pregunto si acaso la gran pregunta no será “¿quién eres?”, sino “¿dónde estás?”. Así, muchas de las páginas de La Torre son una búsqueda de respuestas a esto, un poco en la tradición de tantos autores de literatura de naturaleza. Juego así a interrogar a un territorio concreto acerca de algunas grandes cuestiones, esas que acompañan a cada humano que sale a pasear desde que los humanos somos humanos y paseamos”.

Como muestra de lo que dice Antonio Sandoval (y en la línea de otros sabios de la naturaleza como Eduardo Martínez de Pisón y Joaquín Araújo), en El Asombrario hemos elegido unas páginas de La Torre en las que nos proporciona toda una lección de mirar, observar, interpretar un paisaje, fijándonos en sus múltiples detalles y significados, que nos pueden ayudar también a mirarnos hacia dentro… Y saber interpretarnos… Y entendernos. Y perdonarnos (unas veces) y animarnos (otras veces).

***

 

Un mundo hermoso.

Algunas tardes, si brilla el sol y el viento sopla del norte, al caminar desde Punta Herminia hacia los prados de la Torre, es posible advertir al contraluz el halo salitroso que, desprendido como de un incensario de las olas al estrellarse, sobrevuela la ladera, difuminándola.

En ocasiones la niebla divide en dos el paisaje. Unas veces se mantiene a media altura, ocultando la mitad superior de la Torre. Otras es esa parte superior cuanto se ve desde lejos, quedando el resto de este lugar oculto en un vaho cremoso.

A finales de mayo y principios de junio, este lugar está tan repleto de vida que no sabes hacia dónde mirar. Las lavanderas blancas corretean por las pistas. Los diminutos buitrones emergen de la hierba alta, llena ya de espigas, para zurcirse al aire con ese vuelo ondulado suyo, cada golpe de alas un trino. Los jilgueros se afanan de tal manera en alimentar a sus pollos que el color encarnado de su rostro parece provocado por el sofoco. Las golondrinas llegan a volar tan bajo que se diría que van contando las amapolas. El ronroneo del motor de una furgoneta de helados se mezcla con el chismorreo de las familias de humanos y estorninos, y con los chirridos, altos, de los veloces vencejos. Cada umbelífera es un bar galáctico en el que apuran un trago de néctar todo tipo de pilotos en forma de insectos voladores. No paran de aterrizar y despegar. Las flores de trébol, más discretas, se ladean si se les posa un abejorro. Los asfódelos se mantienen más enhiestos que la mismísima Torre. Las vanesas, limoneras, blanquitas y otras mariposas aletean como si de ello dependiera cuanto sucede. Las gramíneas entregan a cada soplo de brisa un puñadito de polen. Los volantones de las urracas aprenden a no caerse de las ramas en las que cantan las currucas capirotadas. Hay quien pesca un mero desde una roca, quien bucea junto a su lancha tras las rompientes. Más allá sale de la ría una manada de delfines mulares. El sol juega a ser el agrimensor del cielo. Las nubes aguardan más allá del horizonte que un capricho meteorológico les dé turno.

A veces, la lluvia se desprende mansa de un cielo gris gabardina. Cuando cesa, ha cubierto la hierba de millones de espejitos convexos. Cada uno de ellos refleja todo el paisaje, y es como si este lugar se hubiese multiplicado en infinidad de minúsculas réplicas de sí mismo. Esa húmeda colonia lenticular y cristalina dura lo que perdura el frescor. Solo se evapora hacia su nave matriz cuando es reclamada por una brisa seca, o por los rayos del sol.

Aquí han caído todas las lluvias del mundo. Incluso sucediéndose en carrusel durante semanas, como en un muestrario sin fin. En Galicia tenemos más de setenta nombres para la lluvia. Solo me sé unos pocos, pero creo haber probado todos: con el cabello, con los pies, con la mirada, con las mejillas, con los labios y la lengua, con el olfato, con la cuenca de mis manos, con el pecho y con la espalda. Sin mí.

Algunos días el océano parece una bestia enfurecida que se sacude la ira arremetiendo contra los acantilados. Si entonces el viento es del sur, y el mar de fondo del norte y alto, las olas crecen y crecen como si treparan por un armazón de aire. Cuando el equilibrio se rompe, se desploman con un fenomenal aparato de ruido y espuma del que emana una sección de arco iris que se diluye como un espectro multicolor. Si, al llegar a tu roca, esas olas todavía se mantienen verticales, más te vale correr. Si vienen rotas de lejos y cargan contra el viento, son una caballería hiperbórea y fantasmal, montada por banshees de melena blanca que la conducen al galope sobre su propio cementerio marino. Solo aquí tiene sentido e historia este símil.

Hay en cómo la vegetación aletea los días de duro temporal un ritmo salvaje que corre ante el reloj y guarda esa distancia robando felices compases a la hora de su captura. Es un vértigo musical y primitivo, el pálpito de un corazón que bombea una furia alegre. Si, además, llueve con fuerza, y no hay nadie más que yo, y las ráfagas duras de aire me empujan como una multitud invisible que baila a mi alrededor burlándose también de las horas y los años, grito un berrido ancestral e infantil, como inmolando un pedazo de mi vida a ese son para que lo lleve allá donde quiera que vaya con tan contagiosa prisa. Y al terminar de gritar, grito de nuevo y, a veces, también bailo, pero solo unos pasos; ya no hasta quedarme afónico y sudado, como sí hice alguna vez de chaval, cuando la edad no tenía importancia. Ahora grito para que otra vez deje de tenerla. Llamo desde la experiencia a aquella inocencia de entonces para que regrese, aunque sea un instante, a decirme que sí, que ella siempre va a regresar, mientras yo la espere”.

(…)

“Yo creo que también existen buenos y malos lectores de paisajes.

Penetrar en un paisaje, ser recibido por él, es a la vez un acto físico, emocional, moral e intelectual. Podemos llegar a ese lugar, como hasta un libro o una pieza de música, a través de muy diversas motivaciones. La mejor sería nuestra predisposición a contemplarnos en él y comprobar si es capaz de transformarnos, sin buscar otra cosa que las experiencias que vivamos al atravesarlo paso a paso.

Del mismo modo que hay obras de arte mejores y peores, con independencia de quién las disfrute, así también hay paisajes de mayor y menor calidad; no solo por la armonía de sus colores y formas, la presencia de agua en forma de cascadas, lagunas u océanos, de animadas plazas y calles, de cumbres nevadas o acantilados, de acogedoras viviendas o frondosos bosques otoñales, de monumentos impresionantes, playas infinitas, caminos que se pierden en la lejanía… Igual de importante es todo cuanto no salta a la vista, pero subyace en esos territorios en forma de relatos míticos, históricos o naturales, y hasta qué punto esos relatos pueden llegar a resultar íntimamente relevantes a quienes los escuchen e interpreten.

Tus sensaciones, tus emociones, tu ética personal, tu inteligencia, tu formación intelectual, tus ideas políticas, tu creatividad, tus ilusiones, tus recuerdos, tu espiritualidad, tu sentido del humor, tus obsesiones, tus miedos, tus paranoias, los arquetipos de tu cultura…, estas son las yemas de tus dedos cuando acaricias los paisajes, cuando verdaderamente decides recibirte en ellos. Es a través de ellas como se te revela su calidad.

Parafraseando a C. S. Lewis, un paisaje es “bueno” porque brinda una experiencia transformadora a quien lo pasea como un buen lector. Y, cuanto más intensa y compleja sea esa lectura, mayor será su calidad.

¿Cuántos paisajes pueden brindarte una experiencia de este tipo?

Yo creo que este es uno de ellos. Pero aún hay más.

Ser un buen lector es cuidar de tu salud. Y mucho. Según el neurólogo Ignacio Morgado Bernal, leer es una especie de gimnasio para el cerebro: para sus cortezas occipital y temporal (donde reconocemos el valor semántico de las palabras), la corteza frontal (donde evocamos sus sonidos), el hipocampo y el lóbulo (activados por lo que lo leído evoca en nuestra memoria), la amígdala (activada por las emociones que nos despiertan lo que leemos), la corteza prefrontal (activada por los razonamientos que encontramos y reelaboramos mientras leemos)… Mientras leemos, las conexiones del cerebro se diversifican, robustecen y densifican, algo que incluso previene la demencia senil. Porque, al disponer de más redes de flujo de información, el cerebro solventa mucho mejor las pérdidas de algunas de ellas con el uso alternativo de otras. Incluso las fibras nerviosas que unen los dos hemisferios de quienes leen más a menudo son más gruesas que las del resto.

Esto sucede sobre todo, claro está, ante los mejores relatos: los más intensos, complejos y amenos; aquellos que mejor atrapan nuestra concentración nutriendo nuestra avidez de historias.

Algo similar pasa con la música. La que más nos gusta provoca en nuestro cerebro la liberación de endorfinas (fuente de placer) y dopaminas (nuestros principales neurotransmisores). Esto se comprobó casi por casualidad, al advertir cómo un fármaco destinado a combatir adicciones provocando un estado de anhedonia (incapacidad para sentir el placer) causaba también la inhibición del placer musical.

Lo mismo tiene que suceder ante los mejores paisajes. Su lectura atenta, su recepción, su escucha es, sin duda, también un extraordinario ejercicio para el pensamiento y las emociones; es decir, para el cerebro: el de cada persona, el de todas las personas.

Por eso los lugares como este son necesarios para la salud personal y social. No solo por su condición de espacios abiertos a los que venir a caminar o correr, también por la cantidad asombrosa de placer que brindan sus muchas páginas y voces.

Esta es la condición que hay que preservar en este lugar; la más importante de todas, más incluso que la propia Torre de Hércules. ¿Qué sería de ella, de haber sido trasladada al centro de París, como lo fue aquel obelisco egipcio que pasó por aquí? Al conservar este paisaje, con la Torre, con su entorno vivo, con sus historias, sus huellas y significados, conservaremos mucho mejor cada una de esas partes y, sobre todo, su conjunto, y a quienes aquí venimos.

“El paisaje es, a la vez, una realidad física y la representación que culturalmente se hace de ella; la fisonomía externa y visible de una determinada porción de la superficie terrestre y la percepción individual y social que genera; un tangible geográfico y su interpretación intangible. Es, a la vez, el significante y el significado, el continente y el contenido, la realidad y la ficción”, escribieron mano a mano hace pocos años un catedrático de Geografía, Joan Nogué, y un geógrafo y experto en marcas, Jordi de San Eugenio.

Es mucho lo que dice de nosotros la manera en que interpretamos, preservamos o modificamos nuestros paisajes: ¿en qué grados es nuestra motivación hacia ellos mercantil, romántica, política, artística, científica, ignorante, visceral…? O, lo que es lo mismo, ¿en qué grados es todo eso nuestra cultura?”.

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Comentarios

  • c

    Por c, el 25 febrero 2019

    «cuando no s ejuzga hasta en la alcantarilla hay belleza»
    proverbio zen

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