Ese cosquilleo que nos hacía acercarnos más a Dios

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

El relato de hoy de nuestra serie de Verano transcurre entre sotanas y el acercamiento a Dios. Es el número 24 de nuestros cuentos en torno a amores de verano, que cada autor los entiende a su manera, muy a su manera. De la mano del Taller de Escritura de Clara Oblidado, colaborador habitual de ‘El Asombrario’.

POR ADRIÁN GUALDONI

La luz entra tibia por el ventanuco. La siento en la cara, la vista no me deja siquiera leer la Biblia como solía hacer para reconfortarme. Se agolpan los recuerdos, a veces oprimen. Cuesta respirar. Sé que estoy cada vez más cerca del juicio, y aunque tengo la convicción de que todos mis actos siempre estuvieron teñidos de bondad, entiendo que, en ocasiones, sin pretenderlo, he podido hacerle daño. Tengo mis momentos, la fe puede sentir la acechanza de la duda, pero creo que el Señor sabrá ser misericordioso.

Hubo un tiempo en que la duda era mayor que la fe. Tal vez por entonces yo pasara por ser un chiquillo, pero ya sabía cómo eran algunas cosas. Entendía las miradas que el padre Carlos nos dedicaba en sus charlas. Entendía el cosquilleo que sentía cuando sus ojos se fijaban en mí. Y ese éxtasis que nos hacía acercarnos más a Dios.

El padre Carlos venía al seminario al menos una vez a la semana. En algunas épocas, cuando su obra misionera no lo tenía viajando por el mundo, lo veíamos casi a diario, se quedaba a dormir. Era entonces cuando yo sentía que me acercaba a mi vocación. El padre nos dedicaba la mayor parte de su tiempo a los más jóvenes, que así podíamos creernos privilegiados. Yo, al menos, así lo percibía.

La primera vez que se acercó a mí para interesarse por mi alma estuve cerca de sufrir un desmayo. Me cogió del brazo y me llevó a un rincón del claustro. Ni siquiera recuerdo la conversación, solo sus ojos penetrantes, su voz atemperada y la enérgica respuesta de mi cuerpo. Al hablar, el padre Carlos solía tocarte de algún modo, ya fuera apoyando su mano en tu antebrazo, a veces su palma en tu mejilla. Y yo sentía un fuerte latido en la sien, estertores que me recorrían el pecho. Esa primera vez duró solo unos minutos, pero me llevó muy cerca del éxtasis. Cuando, unos días más tarde, me invitó a continuar nuestra charla en su recámara, fue como haber atravesado las puertas del cielo.

Estoy cerca ya de mi juicio, lo noto en los huesos. No sé bien del todo a qué tendré que responder, pero sí puedo afirmar que lo bueno y lo malo que haya hecho en mi vida empezó esa tarde, en esa habitación, con ese hombre que era mucho más que un padre para mí.

Poco recuerdo de las palabras que me dijo, o de sus acciones. Pero las sensaciones que me produjeron han quedado para siempre en mi memoria, significaron cambio, comprendí el verdadero sentido del sacerdocio y mi vocación se reafirmó. Mi vida, a partir de entonces, estaría marcada por el sacrificio, no solo espiritual, sino también físico. Y el amor va inevitablemente unido al dolor. A veces tarda uno muchos años en comprenderlo todo. Yo he tenido suficiente, Dios me lo ha dado.

Progresivamente, el padre Carlos se fue dedicando menos a mí. Y me llevó un tiempo asimilar que no se trataba de un rechazo. Ahora creo que él me vio listo, y buscó otras almas que guiar. Yo tenía interiorizada su lección, así que busqué con afán a quien trasmitir sus enseñanzas. Allí donde veía a alguien con dudas, intentaba inculcar mis certezas. A veces me encontré con personas que no veían las cosas como yo, es cierto, pero si tu vocación es clara, intentas dejar de lado la incomprensión. Y si el Señor te llama a seguir por otro camino, coges tu hatillo y marchas adonde la Providencia te destine. Con tropiezos, con obstáculos, siempre con la seguridad que me da la fe, no dejé nunca de avanzar.

Hay que estar seguro. No todos lo entienden.

Ahora ya me queda poco. En esta celda en la que espero el tránsito de mi alma a la eternidad junto al Señor, espero haber sido capaz de hacer con muchos jóvenes indecisos lo que el padre Carlos hizo conmigo.

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