La crema pastelera resbala por sus dedos, se introduce en sus bocas

Foto: Pixabay.

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RELATOS / UN AMOR DE VERANO

Llegamos al relato 21 de nuestra serie de agosto, en colaboración con el Taller de Escritura de Clara Obligado. Este año, en torno a un amor de verano. Como en muchos otros, hoy la autora también retrocede mucho en el tiempo, hasta los años de la infancia y los recuerdos de aquel vecino nuevo en el pueblo que entraba cada tarde en la pastelería de sus padres a por un pastel.

Por ÁNGELA NAVARRO 

Ana no puede controlar una mueca de contrariedad cuando escucha por la megafonía que su vuelo se retrasa hasta nuevo aviso. Respira hondo, como le han enseñado en clase de yoga, y espera la llegada del bienestar anhelado. ¿Por qué va a tener interés en llegar a tiempo a la cita de su segundo divorcio?

Distraída, mira sus manos y entorna los ojos hasta que enfoca las manchas delatadoras de su edad. Las venas muy marcadas serpentean firmes hasta desembocar en unos dedos sólidos cuya única licencia es el rojo brillante de sus uñas. No le disgusta el resultado de lo que ve. Se reconcilia con la nueva forma de sus nudillos, algo deformados, que le confieren una nueva robustez.

Sin duda, ya no son las mismas manos adolescentes que todas las tardes cogían los pasteles y los bollos con las pinzas metálicas. Era una niña alta, muy delgada, con el pelo rizado y recogido en una coleta muy apretada que afilaba aún más sus facciones. Apuntaba a convertirse en una mujer atractiva, como finalmente llegó a ser.

Cierra los ojos y se ve a sí misma en el obrador donde su padre trabaja. Siente el calor que desprenden las bandejas recién salidas del horno y repletas de pasteles. Se le da bien envolver los bollos para las meriendas familiares. Hace los dobleces en el papel, ni uno más de los necesarios, y aprieta la cuerda dejando una pequeña lazada para introducir el dedo índice.

Hoy día hubiera estado mal visto que a su edad le pusieran a trabajar. Ante la falta de su madre, ella fue la elegida.

–Tu hermano no vale para atender la tienda y yo solo no puedo con todo –se justifica su padre.

Anita asiente sin mucho convencimiento para no contrariarle. A cambio, en una parte del obrador, le instala una mesa camilla para que, en los ratos de poco trabajo, pueda hacer sus deberes.

Como todas las tardes, la tienda se está llenando con compañeras del colegio que vienen a comprar algún bollo para la merienda. Pagan y salen corriendo sin tan siquiera preguntarle si puede ir con ellas a los soportales de la plaza. Se pierde esos momentos de intimidad en los que las chicas intercambian confidencias amorosas. Se siente desplazada en los recreos y cuando alguna vez se atreve a preguntar, la respuesta es siempre la misma:

–Anita, no te enteras de nada.

No ve el momento de escuchar el timbre que la libera de su aislamiento. Por fin el comienzo de la clase la introduce en un terreno donde se siente segura.

–Pasajeros del vuelo IB368 con destino a Venecia, pueden comenzar el embarque – dice la azafata a través de la megafonía local

Lentamente, la mujer de los dedos nudosos recoge su bolso y su abrigo y se dirige a poner fin a una etapa de su vida. No ve el momento de acomodarse en su asiento y, a 10.000 metros de altitud, recordar el tintineo de la campanilla de la puerta que abre su corazón al primer amor.

–Quiero una bamba de nata –son las primeras palabras que le oye pronunciar a Fernando.

Resuenan con tanta rotundidad en sus oídos que, repentinamente, abre los ojos porque cree que alguien situado junto a ella se lo está pidiendo. Está segura de que no ha reparado en ella, sino que sólo ve cómo un brazo muy delgado emerge de detrás del mostrador y enarbola la bamba de nata como si de una bandera blanca de rendición se tratara. Y, efectivamente, ella se rinde ante aquellos ojos azules de pestañas tan oscuras y espesas que a veces le obstaculizan la visión.

Deja de limpiar el mostrador y, sin reconocerse, le dice con voz provocadora:

–Tú no eres del pueblo, ¿verdad?

–No, acabamos de llegar –le responde Fernando, algo intimidado.

–Tengo un hermano aproximadamente de tu edad, y como supongo que aún no tienes amigos, puedes venir todas las tardes que quieras a merendar con nosotros, ahí, en la trastienda – le dice señalando la mesa camilla del obrador.

Fernando vuelve el segundo día y los restantes. Por las tardes, a la misma hora, asoma su cara sonriente y dice:

–¿Dónde está esa bamba de nata?

Anita se hace la sorprendida al verle aparecer, cuando en realidad, conoce el tintineo de la puerta ante el impulso que le imprime Fernando.

El universo de Anita se encuentra reducido al obrador de la pastelería. Bajo las faldas de la mesa de camilla se establecen los primeros contactos, al principio fortuitos y más tarde buscados. Mientras amasan el pan sus manos se acarician, sus risas se entremezclan con la harina. La crema pastelera resbala por sus dedos, se introduce en sus bocas, y se derrama por la comisura de los labios. Impacientes esperan la hora de abrir la puerta del horno y ver cómo se produce el milagro. El tiempo ya no es para Anita una medida universal, sino que se reduce al número de veces que suena el tintineo de la campana de la puerta para dar paso a su primera ilusión.

El sol se está poniendo en la parte baja del pueblo. Anita lo observa por la ventana de su habitación. Está sentada sobre su cama, vestida con un traje negro que le ha apañado una de sus tías. La pastelería tiene el cierre echado a una hora inusual. Los clientes que se acercan leen en la hoja de papel “Cerrado por defunción”. Los acontecimientos se precipitaron la tarde anterior. La última hornada de bollos debía de estar ya en las bandejas casi vacías de la tienda. Anita se los había reclamado desde la tienda a su padre sin obtener respuesta alguna. Cuando por fin se decide a entrar se encuentra las zapatillas polvorientas de su padre por detrás de la mesa de amasar. Está en el suelo, inconsciente y sin posibilidad de reanimación.

Durante el funeral de su padre, agarrada a la mano de su hermano, le atenaza una sensación de incertidumbre sobre el futuro. Una mano amiga se le acerca y le dice:

–Hija mía, qué mala suerte, tan jóvenes y ya os habéis quedado solos. Tenéis que ser fuertes y continuar con el negocio familiar, como le hubiera gustado a tu padre.

Hace dos días que Fernando no acude a la pastelería. No cree que sea la situación oportuna para preguntarle, pero no puede esperar más:

–Ese pobre chico y su madre han tenido que salir huyendo del pueblo. El padre los ha localizado.

Una sombra se cierne sobre ella, fría, despiadada, con las ilusiones tan rotas como el pan mal amasado que se resquebraja sin miramientos.

Cuando se desabrocha el cinturón, Ana conserva en su boca el mismo sabor amargo de aquella tarde en la que fue consciente de que no le volvería a ver más. Pasara por lo que pasara, esos recuerdos eran suyos y nadie se los iba a arrebatar. Están llenos de sabores, olores y tintineos incesantes. En las situaciones especiales, los activa y le sirven de consuelo para enfrentarse a un futuro incierto. Hoy es uno de ellos.

¿Quieres escribir? Ven al Taller de Clara Obligado. En septiembre reanudamos nuestros cursos de verano.

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Comentarios

  • Juana

    Por Juana, el 24 agosto 2019

    Muy chulo Ángela, enhorabuena !

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