Cuadernos de Japón de Patricia Almarcegui: profecías inquietantes

La escritora Patricia Almarcegui. Foto: Vicente Almazán.

Cuadernos perdidos de Japón (Candaya, 2021) es un precioso y evocador artefacto literario de Patricia Almarcegui: dos viajes a Japón en un período de diez años que toman la forma de atípico libro de bitácora. No solo es un diario para la intimidad, la anécdota y la reflexión, también constituye un acercamiento poético y una radiografía emocional del país nipón y sus similitudes con nuestro entorno. Hablamos con la autora.  

Miguel Garrido de Vega puedes seguirle en su cuenta de Twitter .

Patricia Almarcegui (Zaragoza, 1969) es escritora y profesora de Literatura Comparada. Ha publicado numerosos ensayos y libros de viaje: Los libros de viaje: realidad vivida y género literario (2005), Ali Bey y los viajeros europeos a Oriente (2007), El sentido del viaje (2014, 2º premio de ensayo Fray Luis de León), Una viajera por Asia Central (2017), Conocer Irán (2018), Los mitos del viaje. Estética y cultura viajeras (2019). Y es autora de las novelas El pintor y la viajera (2011, traducida al francés y al persa) y La memoria del cuerpo (2017). Además, ha sido profesora invitada en The American University in Cairo y en la Sorbonne, París IV, y colabora con diversos periódicos y revistas. El Asombrario conversa con esta auténtica todoterreno acerca de la esencia del viaje, del papel de las mujeres que lo emprenden, de la tensión entre el Japón moderno y el Japón tradicional, y de cómo nos relacionamos con lo que nos rodea.

Dos viajes a Japón separados por una década. Dos cuadernos de notas. Dos visiones de la cultura que se complementan, contradicen y enriquecen al mismo tiempo. El poeta Félix Grande y Ernesto Sábato advertían del peligro de volver a aquellos lugares en los que alguna vez se fue feliz o se atisbó la perfección, por las posibles desilusiones o traiciones al recuerdo idealizado. ¿Se equivocaban? ¿Es Japón una piedra con la que volver a tropezar con gusto?

Japón siempre es un lugar para volver, y ojalá se pudiera volver a más sitios de los que hemos viajado, aquellos que más nos gustan y nos conforman. Quizás tiene que ver con la edad: cada vez apetece más repetir –y mucho más después de la pandemia–, supongo que para reconocer, es decir, para que dejen de sentirse como extraños. Mi segundo viaje a Japón complementó el primero y lo enriqueció, fui además a una gran parte de las ciudades y pueblos anteriores: Tokio, Kioto, Ise, Aso, Hiroshima, Nagasaki… No percibí un gran cambio, quizás porque lo que había cambiado era mi país. Mientras en mi primer viaje la diferencia era abismal, ahora estaban más próximos.

Una de las facetas principales de tu libro es la de atípico mapa literario: no se incluyen análisis sesudos, listados canónicos de recomendaciones ni un “imprescindibles de la literatura nipona”. Interesa más escrutar el entorno, las vidas, la intención tras las palabras de autores/as como Jun’ichirō Tanizaki, Matsuo Bashō, Sei Shōnagon o la legendaria Murasaki Shikibu. ¿Ahondar en una obra es ahondar en la figura de quien la escribe? ¿Es en esos resquicios de intimidad donde se encuentra la raíz de la literatura?

Sí, en los casos de estos escritores japoneses lo es. Imposible no ver el alma de las mujeres Shonagon y Shikibu en sus libros, y, por ejemplo, no sentir la influencia de la primera en Jorge Luis Borges a través de María Kodama y de Shikibu en el palacio de Katsura de Kioto. Bashō representa el viaje en sí mismo, quizá su figura desaparece más en su poesía, pero no creo que haya viajero que lo haya leído y no camine o transite sin recordarlo en su movimiento. Tanizaki es otra cosa; quizás se intuye en la arquitectura de la religión del sintoísmo, pero me parece más ausente en el Japón que he conocido.

Hemos hablado de las grandes escritoras del período Heian, Shonagon y Shikibu, representantes de una tradición –la de una escritura femenina con arraigo milenario– que apenas tiene parangón en culturas distintas a la nipona. Pero en estos ‘Cuadernos perdidos de Japón’ hay lugar para otras pioneras como Takamure Itsue, que en 1918 emprendió un peregrinaje en solitario de más de 1.400 kilómetros por los 88 templos de la isla de Shikoku, pese a los recelos de quienes no veían con buenos ojos semejante decisión por parte de una mujer. Y lo hay para Marina Menegazzo y María José Coni, turistas argentinas asesinadas en Ecuador en 2016, y triste testimonio de que, como sujeto independiente, la mujer sigue siendo cuestionada incluso a la hora de desempeñar actividades tan elementales como viajar. ¿Qué armas tenemos hoy para afrontar este mal endémico?

Recientemente coordiné un seminario sobre ello –Viaje y mujer, en el Instituto Cervantes de Bruselas– y hablaba con dos de las invitadas sobre propuestas para que cambie. Sí, hay que incluir a la mujer en todas las genealogías, sean las que sean, y darle visibilidad. Hacer común todo lo que no lo ha sido para ella. También habría que revisar las categorías de estudio e incluir otras nuevas. No se puede, por ejemplo, estudiar el viaje a partir del descubrimiento en el siglo XVI, ¿qué movilidad tenía una mujer en el siglo XVI? Ninguna, habría que incluir lo cotidiano, las emociones, etc… Además, desplazar los centros de poder y dárselos a las mujeres. También, buscar otros géneros; la mujer no ha tenido la misma posibilidad para publicar que los hombres, y sus viajes se encuentran en otros géneros más íntimos y privados, los cuales, además, se han considerado paraliteratura o subliteratura. La verdad es que queda muchísimo por hacer.

La epístola y el diario íntimo, géneros que parecen menores o pasan desapercibidos en los catálogos editoriales, cobran protagonismo en el libro en forma de cuadernos de notas, cartas intercambiadas entre el premio nobel Yasunari Kawabata y su discípulo Yukio Mishima, o entre tú misma y una profesora de juventud. Lo anticipaba Bashō, maestro del haiku y tú lo demuestras: de nuevo prevalece la soledad frente a la página, de nuevo la verdad está en las confesiones. ¿Qué sitio queda para la introspección y la pausa que requieren un diario o una carta en el siglo de los 280 caracteres, la constante exposición mediática y la inmediatez de las comunicaciones?

Sí, en la actualidad queda poco sitio, lo que provoca aún mayor ansiedad, pero debe encontrarse la forma. Quizás en movimiento, más acorde con la época; mientras se camina o se baila, con esos ritmos, pausas y descansos. Cuando se para, brotan las ideas, y también otro lenguaje. Antes meditaba, pero ahora no lo hago, solo cuando el insomnio es voraz. Dicen que el insomnio tiene su propio lenguaje. No lo sé. Pero sí sé que, al despertar, aparecen a veces imágenes e ideas. ¿A quién no le ha llegado así el título de un libro?

En ocasiones, hay que ir lejos para ver lo que tenemos cerca. Durante tus viajes el hallazgo vital es una constante: la obra del Arcipreste de Hita y la de Ichien Muju, los hoteles más tristes, las rocas de los acantilados menorquines emparentan con las de un jardín zen, en un templo tokiota se eleva una suerte de deseo silencioso hacia una madre enferma de Alzheimer que espera en la otra punta del mundo. ¿Somos los mismos filtrados por distintas luces? ¿O es el propio contenido, y no el continente, lo que cambia?

Una de las características del viaje desde la Antigüedad es la comparación. Lo diferente y ajeno se compara con lo propio para aprehenderlo y apropiárselo, para hacerlo suyo. Es la forma de leer los lugares y habitantes. Quizá los filtros del libro y de los dos viajes a Japón son la memoria y las imágenes. Como si me hubiera comido –esto lo ha dicho un escritor– las lecturas, películas, pinturas, etc… que hice sobre Japón y, en el proceso de escritura, surgiesen y yo las fuese mezclando con las experiencias cotidianas. Aunque creo que tiene que ver, sobre todo, con ser fiel a la libertad con la que asolan e incluirlas entonces en el texto.

Hablemos de cine: la visión hegemónica de la estética japonesa en Occidente debe mucho a los grabados ukiyo-e de artistas como Hokusai, Hiroshige o Kuniyoshi, si bien, desde mediados del pasado siglo, ha venido impulsada por las películas de Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu o Kenji Mizoguchi. ¿Cuánto de lo retratado en la gran pantalla clásica pervive en el Japón de tus viajes? ¿Quién es el director o directora –si es que sigues el cine actual del país– que mejor identifica a la sociedad nipona del siglo XXI?

El cine ha moldeado la mirada de nuestra generación. Es nuestro gran antecedente visual, en él encontramos lo que hemos visto. Ozu, sin duda, es el filtro a través del cual se percibe el Japón tradicional o lo que ellos llaman Japanese style. Por ejemplo, cuando pernoctas o comes en un sitio, te preguntan qué prefieres, si dicho estilo o European style. Los paisajes de Ran de Kurosawa fui a buscarlos en Aso. Un director que, creo, define muy bien la sociedad actual nipona es Ryusuke Hamaguchi. Pienso en Happy Hour, por ejemplo, y las vidas de las cuatro mujeres de 30 años que se van desplegando.

«El acierto de Japón es encontrar la belleza en lo corriente y lo normal», afirmas. Este acierto se refleja en la artesanía, en la cocina tradicional, en la arquitectura, en la forma de integrarse en la naturaleza, en la ritualidad asociada a actividades –en apariencia– intrascendentes, como la caligrafía o la ceremonia del té. ¿Cuál es la diferencia sustancial con Occidente? ¿Hemos dejado de mirar en todo el sentido de la palabra? ¿Hemos mirado alguna vez?

Sí, hemos dejado de mirar, pero ahora lo sabemos. Quiero decir que estamos buscando estrategias y mecanismos para fijarnos más en las cosas. Lo he dicho en otras ocasiones: creo que la visibilidad exacerbada de estos años –el amor por lo visual– ha hecho que ahora nos fijemos en otros sentidos. Mira lo que ocurre actualmente con el oído: audiolibros, podcasts…; espero que dentro de poco le llegue al gusto…

Si Japón achica los ojos para vislumbrar su futuro, antes tendrá que lidiar con la pérdida de importancia global, con una población cada vez más envejecida, una deuda salvaje, un consumismo fuera de control –con industrias tan lucrativas como la del sexo– o una brecha de género que no termina de cerrarse. ¿Heraldo de lo que está por venir o caso aislado en el escenario internacional?

La historia de Japón demuestra que son los pioneros en muchas cosas. Viven por primera vez los problemas que luego sufrimos los demás. Los desajustes en los sistemas financieros que merman la economía. El envejecimiento de la población. Una sociedad donde impera lo visual sobre el contacto físico. El reajuste del sistema político a agentes menos politizados. Sí, son un heraldo de lo que estamos sufriendo ahora mismo, y así se le suele estudiar.

Pero si Japón vuelve la vista al pasado, no tardarán en asomar los orígenes de la tensa relación actual con China y Corea, las secuelas de la Segunda Guerra Mundial o la tentación del nacionalismo agazapada entre las sombras imperiales. ¿Existe, aquí o allí, la fórmula para curar heridas nucleares, amar al prójimo y desterrar la nostalgia autoritaria?

Pues probablemente no existe, aunque lo deseamos, y eso ya es mucho: reconocer las carencias.

La espiritualidad asociada al viaje: de algún modo, tus notas eclécticas confluyen en una lectura armónica, en la evocación de un camino –interior y exterior– que, como el ensō o círculo del budismo zen, parece no tener fin. ¿Cuándo comienza y cuando acaba el viaje –si es que lo hace– para Patricia Almarcegui?

Nunca. Soy nerviosa por naturaleza y ansiosa por cultura. Estoy en tránsito permanente, con sus dificultades y ventajas. Al igual que en la imagen final de Los errantes de Tokarczuk: caminando por un finger o túnel negro que lleva a una cabina de avión.

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